A estas alturas, se puede decir que Mariana Enríquez ha logrado construir algo que muy pocos pueden: convertirse en un género en sí misma. Sus historias pueden ser apreciadas por lectores de diversas culturas, idiomas y lugares, ya que trascienden las fronteras geográficas y se centran en experiencias humanas comunes.
Uno puede caer en la tentación de decir: “¿para qué leer literatura de terror si ya entro a leer las noticias todos los días?” La realidad suele ser mucho más terrorífica que la ficción porque la tenemos ante nuestros ojos permanentemente. Pero, justamente por eso, quizás, hoy más que nunca, leer ficción aporta un prisma necesario para interpretar lo real. O, también, es muy útil para, directamente, evadirse de nuestro alrededor, aunque sea mientras estamos inmersos en las páginas.
A lo largo de su obra, Enríquez logra tejer historias que trascienden fronteras geográficas y culturales, conectando con experiencias universales de miedo, desigualdad y pérdida. Su último libro, Un lugar soleado para gente sombría, no es la excepción. Como la buena literatura, puede leerse en cualquier contexto y va mucho más allá de la época en la que está escrita y el panorama cultural o socioeconómica que rodea la obra. Las obsesiones de la autora, por supuesto, están todas presentes en mayor o menos medida: las referencias a otros escritores -Stephen King, Thomas Ligotti- y a canciones -Diferentes colores hechos de lágrimas, por ejemplo-, el ocultismo -Marjorie Cameron-, la noche y todo lo que encierra, el rock, las adicciones.
En la realidad argentina
Si en su consagrada novela Nuestra parte de noche existía el trasfondo de la dictadura genocida, en el primer cuento de Un lugar soleado para gente sombría, titulado Mis muertos tristes, está omnipresente la situación social argentina. Las víctimas se convierten en fantasmas que les recuerdan a los vivos permanentemente su suerte. Hay dos grandes miedos en Argentina, históricamente, dependiendo de la época, pero también del lugar y de la clase social: desaparecer o caer en la pobreza. El miedo, bien argentino pero también bastante universal, no son los pobres sino la pobreza.
Para alguien que ya vive en la marginalidad, ser víctima de las fuerzas de seguridad o de algún delincuente es moneda corriente. Para la “clase media”, sufrir un delito violento, o no poder sostener su nivel de vida, son preocupaciones de su realidad diaria. Esta sensación de vulnerabilidad, si bien, permea todo en Argentina desde hace tiempo, tampoco es exclusiva del país, sino que es un temor compartido, en diverso grado, en muchas sociedades.
Allí, en un barrio arquetípico de clase media venida a menos, el principal temor es ser “invadidos” por los pobres, una sensación como la del célebre cuento de Julio Cortázar, Casa tomada, pero peor. Si en el cuento de Cortázar el temor era individual, acá se vuelve colectivo, y anárquico. En Casa tomada está el subtexto del temor a la irrupción de las clases populares que protagonizaron el peronismo del 45 y cómo el orden social estaba siendo subvertido. En la Argentina del siglo XXI la transformación del orden social avanza más hacia la anomia nihilista del no future que a la expectativa esperanzada de la movilidad social ascendente. Como los niños de Ojos negros que persiguen a voluntarios sociales, pueblos donde los trenes dejan de pasar y en los que va quedando cada vez menos.
Entre lo cotidiano y lo extraordinario
En otro de los cuentos, Los pájaros de la noche, la artista entrerriana, Mildred Burton, es vista a través de su hermana. La enfermedad, el paso del tiempo y la descomposición del cuerpo en vida y de la casa familiar avanza en medio de la muerte y la violencia son cosas que sobrevuelan todos los relatos, de una forma u otra.
En Los himnos de las hienas, las protagonistas, se adentran en un castillo cuyo sótano fue utilizado como cámara de torturas. En Julie, una mujer tiene sexo con fantasmas, la historia está vagamente inspirada en la de la artista y ocultista estadounidense Marjorie Cameron, quien había afirmado haber quedado embarazada de un fantasma. Mientras que en otros relatos como Metamorfosis o La desgracia de la cara, el cuerpo de la mujer, sus transformaciones y los traumas que esto genera toman protagonismo frente a lo sobrenatural.
Otro de los cuentos que lleva como telón de fondo la marginalidad, la pobreza y las adicciones es el que da título al libro, uno de los mejores. Es precedido por una cita de Jack Kerouac sobre la ciudad de Los Angeles: “Es la ciudad más solitaria y brutal de Estados Unidos” que ya marca el tono para lo que viene. Aunque el relato tiene como argumento el caso de la búsqueda del espectro de Elisa Lam, una estudiante canadiense fallecida en extrañas y nunca resueltas circunstancias en el hotel Cecil, de Los Angeles, el verdadero fantasma ausente -que, por su descripción física se parece bastante a un joven Caleb Laudry Jones- es el novio muerto de la narradora. Enríquez acá entrelaza lo real y lo sobrenatural para explorar temas como la muerte, la pérdida y la obsesión. Esta capacidad para mezclar lo cotidiano con lo extraordinario es una de las marcas distintivas de su obra.
Es fácil ir al lugar común y simplista de afirmar que muchos de estos doce cuentos interpretan muy bien esa cosa tan escurridiza y poco definible como el “sentido de época”, pero también sería bajarles el precio. Estos relatos pueden ser leídos por un español, un estadounidense o un japonés sin tener la menor idea de qué sucede en la Argentina, y los disfrutaría igual. Porque es buena literatura. Y punto. Aunque un relato transcurra en Buenos Aires o en Los Ángeles, no importa. Cicatrices y fantasmas, tenemos todos.