Hola, ahí.
Hay una historia que circula a la manera de leyenda irónica; la escuché o la leí por primera vez en los 90 y los protagonistas era los Clinton, pero años después fueron los Obama. Como sucede con toda historia apócrifa, hay variantes y matices, pero el centro de la historia es el mismo.
Los Obama están en una fiesta y, ya sentados, Michelle advierte que uno de los mozos que sirven la cena es un ex novio suyo y se lo comenta sigilosamente al marido. Algo engreído, Obama le susurra: “Si te hubieses casado con él, probablemente hoy serías una cocinera...”. A lo que ella le responde: “No, cariño. Si me hubiera casado con él, ¡él sería el Presidente de los Estados Unidos hoy!”.
En el caso de los Clinton no se trataba de un mozo sino del empleado de una estación de servicio, da igual. En ambos casos la historia puede leerse como una mirada sobre el destino, con el foco puesto en las mujeres como el punto fuerte de esas parejas o, por el contrario, en los hombres como debiluchos que son empujados a la cima por mujeres ambiciosas.
Más allá del tema género, ese relato siempre me deja pensando en todas las vidas posibles que hay en cada uno de nosotros, en el modo en que se desarrolla nuestra existencia y en todas las veces que tuvimos la posibilidad de modificar nuestro porvenir, es decir, en todas esas oportunidades en las que, conscientemente o no, pudimos intervenir en nuestro propio destino.
El “in-yeon”
Sabés cómo es: revisitás el pasado y te ponés a pensar qué habría ocurrido si en lugar de decir sí, aquella vez hubieras dicho no, o al revés. Te preguntás qué habría sucedido si en lugar de elegir lo que elegiste te hubieras animado a cambiar de rumbo. Es volver atrás y advertir cuántas veces nos perdimos de vivir cosas importantes por no tomar la decisión adecuada o, por el contrario, cuántas veces nos jugamos a torcer lo que parecía un destino prefijado. Para bien y para mal. Vivir es eso, tomar decisiones, elegir caminos. Aceptar o negarse a algo.
Claro que todo, siempre, lo leemos desde el presente y en función del grado de satisfacción que ese presente nos ofrece, me animo a decir. Todo, incluso el pasado, se mide en función de esta clave: lo que llamamos éxitos y fracasos, también. Y si no hay regocijo en lo que se vive puntualmente —es tan fácil sentir que nos falta algo, siempre nos falta algo—, al menos miramos el mundo de acuerdo a lo que fuimos consiguiendo en el camino que nos trajo hasta acá. Algunos lo llaman conformismo, otros dirán que es la búsqueda de seguridad y la necesidad de tapar los agujeros de la incertidumbre.
Hay un concepto filosófico de la cultura coreana, el “in-yeon”, que hace referencia a la providencia o el destino, básicamente en aquello vinculado a las relaciones entre las personas. Ese concepto es central en Vidas pasadas (Past Lives), escrita y dirigida por Celine Song, una película que puede verse todavía en algunos cines y que estuvo nominada al Oscar.
Se trata de una película chiquita que se convierte en enorme por las emociones que despierta en las personas que la ven. Una película que trasciende la categoría de película romántica por lo que provoca durante la proyección, pero también por los efectos que reverberan una vez que ya la vimos y cada una de las veces que pensamos en ella.
El amor interrumpido
Nora (Greta Lee) vive en Nueva York, es narradora y dramaturga. Tenía doce años cuando sus padres, ambos artistas, decidieron migrar desde Corea del Sur a Canadá. Tenía doce años, por entonces se llamaba Na Young y en la escuela y en las calles andaba siempre acompañada por un gran amigo, alguien muy cercano, un primer amor. Él se llamaba Hae Sung (Teo Yoo), era algo retraído y, como en aquella canción que hizo famosa Frankie Valli, no podía quitar sus ojos de ella. Su partida lo dejó por la mitad.
Pero te decía que en el presente Nora vive en Nueva York. Está casada con Arthur (John Magaro), también escritor, aunque de origen muy diferente. Judío norteamericano y neurótico, se enamoró de Nora en una residencia para artistas, esos retiros soñados que te abducen y procuran darte el espacio para crear, pero que también pueden ser el lugar para conocer a la persona que va a acompañarte en la vida de ahí en más. Y eso fue lo que sucedió entre ellos. Es durante esos primeros días juntos que ella le habla del in yeon.
Vuelvo un poco atrás, no a la infancia de Nora sino a lo que sucedió doce años después de la partida de su familia al otro lado del mundo, cuando ella ya estudiaba para convertirse en escritora y en Corea, su viejo amigo, su primer amor Hae Sung, se preparaba para ser ingeniero.
Después de buscar por años saber algo de ella, las redes sociales aparecieron para colmar esa ansiedad. La buscó y la encontró. Iniciaron una relación a la distancia, colmada de mensajes y charlas por Skype con los que procuraban retomar aquella historia interrumpida cuando eran chicos y se sentían —o se sabían— el uno para el otro.
Pero la distancia es feroz, no solo por los kilómetros sino por la diferencia horaria, que cualquiera que haya viajado tan lejos sabe que produce un alejamiento planetario. Buen momento para volver a ver Perdidos en Tokio (2003), la película de Sofia Coppola con Bill Murray y Scarlett Johansson, que muestra esa aventura en el tiempo y el espacio y es, por qué no, un ejemplo de aquello que planteamos en este envío acerca de las posibilidades de torcer un destino.
¿Cómo se hace para mantener la intensidad de algo que querés contarle al otro si tenés miles de kilómetros en el medio, culturas y costumbres que no se parecen en nada y una diferencia horaria de 13 horas? ¿Cómo hacés si te toca escuchar algo que está sucediendo en un momento que para el otro es su hoy pero para vos es tu ayer y, al revés, contarle lo que sucede en ese momento que para vos está siendo hoy y para el otro es mañana?
(Siempre me acuerdo de la vez que, durante un viaje por trabajo en China, me levanté a eso de las 7 de la mañana y, mientras me arreglaba para salir a la calle, sonó mi celular. Era W., que estaba en casa bañando a los chicos a la hora del crepúsculo. Era todo rarísimo, pero mi sensación es la de que celebrábamos estar viviendo el mismo día, aún a la distancia. Los chicos eran muy chiquitos, jugaban en la bañera y me parecía verlos —todavía no existían las videollamadas—; sus voces divertidas y relajadas los acercaba, podía sentirlos. Era también la voz de W. mientras me contaba sus cosas y me preguntaba por las mías, mientras anochecía en Buenos Aires y cuidaba a sus hijos, a mis hijos. Era mi vida sin mí.)
Un fantasma del amor
Y como la distancia es feroz para el amor y la dinámica de una relación de pareja, la historia de Nora y Hae Sung volvió a interrumpirse como un drama en sordina, sobre todo para él, una vez más. Entre ellos se impuso lo imposible de un vínculo en esas condiciones y sin viajes a la vista. El pragmatismo de ella llegó a través de la pantalla: una vez más esa mujer se convertía para él en un fantasma del amor y del deseo evanescente.
Doce años más tarde llegamos al presente en el que Nora está casada con Arthur, Hae Sung es un ingeniero soltero y le avisa que piensa viajar por unos días a Nueva York. Quiere verla. Va a verla. Es la historia pendiente la que necesita ser resuelta. Es el destino de esos chicos que crecían tan cercanos cuando dejaron de verse lo que aún no termina de cerrarse.
Se vienen días que son reencuentro y conmoción. Son dos chicos que se conocieron mucho y comparten un universo y, a la vez, dos adultos desconocidos y formateados por su cultura y su entorno. Es más lo que dicen las miradas que las palabras, es más lo que proponen los silencios. Hay algo en ese reencuentro, durante los paseos por la gran ciudad, que pone en escena el choque entre la idea del otro cultivada durante años y la realidad de esa persona.
Una imagen en el subte de Past Lives me recordó una de las películas de amor más hermosas que vi, Falling in Love (Enamorándose, 1984), con Meryl Streep y Robert De Niro. El final de aquella película —la escena de la librería, el amor que sigue pareciendo imposible y De Niro corriendo tras ella para no dejar escapar su destino—, también tiene que ver con el tema de hoy: aquellos momentos clave de nuestra vida en los que nos abruma el impulso de cambiarlo todo.
La película de Celine Song tiene un comienzo y un final maravillosos y envolventes, que fueron pensados y calibrados en detalle por su creadora: te toma de entrada y te deja orbitando sobre la historia que acabás de ver, pero también sobre tu propia vida.
En el comienzo, alguien fuera de campo se pregunta por tres personas sentadas que conversan en un bar. Lo que se ve, aquello que ve ese alguien que coincide con la mirada del espectador, no se entiende del todo. Son Nora, Hae Sung y Arthur. Una mujer en el medio de dos hombres; ella tiene rasgos orientales y uno de los hombres también. El otro, no. Ella parece una clase de puente entre ambos —los hombres no hablan entre sí— o tal vez es Hae Sung el puente entre su presente y su pasado. O, por qué no, quizás es Arthur, quien la acompaña en esa cita extraña, a la espera de seguir siendo el puente entre el presente y el futuro de su mujer y, por ende, de su relación de pareja.
Son tres personas, un triángulo amoroso en el que no hay héroes ni villanos, solo personas sensibles y enamoradas. En el final, que no voy a adelantarte, está todo aquello de lo que parece un destino marcado, las decisiones que tomamos, las veces que nos preguntamos cómo habría sido nuestra vida si en ese momento, justo en ese momento, hubiéramos hecho lo contrario de lo que hicimos.
El deseo es lo que nos impulsa pero muchas veces los pies te clavan sobre la tierra. En este caso, los pies de Nora y de Hae Sung que caminan durante una cuadra a la espera del Uber que lo llevará a él al aeropuerto. Una cuadra eterna, como eterna es la espera de Arthur en la puerta de su casa. Una vez que tomaste una decisión, vas a convivir por siempre con la duda de “qué habría pasado si”.
Me gusta mucho esta frase que está en el libro de Julia Kristeva y Philippe Sollers sobre la pareja (Del matrimonio como una de las bellas artes, publicado por Interzona): “Dos personas que se enamoran son dos infancias que se entienden mutuamente. Sin eso, el amor no es gran cosa”. La pienso de la mano de aquella otra de la poeta norteamericana Louise Gluck: “Miramos el mundo una sola vez, en la infancia. El resto es memoria”.
La manera de mirar el mundo y a la humanidad y la enciclopedia de los conceptos básicos que van a guiarnos en la vida están en la infancia, no hay dudas. No deja de ser maravilloso poder dialogar con la infancia del otro, aún cuando no estuvimos ahí.
Mia & Sebastian
Lloro cada vez que vuelvo a ver el final de La La Land y no soy la única. Mi hija me mandó un video conmovedor días atrás, en donde una adolescente llora desconsoladamente cuando termina esa película hermosa con Ryan Gosling y Emma Stone (una pareja fabulosa en la pantalla, tan hermosos y sensibles los dos). Lloramos por lo imposible, por lo que fue, por lo que pensamos que no podía terminar mal.
Tal vez te acordás: Sebastian es músico de jazz, Mia es actriz. Él se resiste a abandonar la música en la forma que la entiende, como un arte, y se niega a tocar otros géneros más comerciales. Ella hace su camino y, como tantos otros en Hollywood, busca triunfar en el escenario. Ella entra a un local de música en donde lo ve por primera vez. Se enamoran, viven juntos, se aman pero, así y todo, en cierto momento ya no pueden acompañarse y se separan.
Años después, ella está en pareja con otro hombre, tiene una hija. El marido la lleva a escuchar música. Cuando entran al sitio, se escucha música de jazz. La gráfica del nombre del local y el nombre mismo le hace darse cuenta a Mia de que el dueño es Sebastian.
El rostro de Emma Stone cuando Gosling se sienta al piano es inolvidable y el de él cuando advierte que ella está entre el público, ay, dios. Lo que sigue es Sebastian tocando el tema que identifica ese amor que fue y un continuado de imágenes de una vida que pudo ser: todo lo que vemos es aquello que hubiera sucedido si ellos seguían juntos: una casa, hijos, los años de a dos. Es la reproducción de nuestros sueños y dudas más intensas de aquel “qué habría pasado si…” y es conmovedor hasta la desesperación porque hay un Paraíso perdido que, en realidad, nunca se tuvo.
Si nunca la viste, no dejes de hacerlo. La La Land es de esas películas algo subestimadas por su género (comedia romántica, musical) pero que se llevan por siempre acá adentro, por su estética, su producción, su música maravillosa, las actuaciones de esas dos fieras y por esa historia de amor interrumpido. Vas a sonreír y vas a llorar, también.
Creo que estamos necesitados de ambas cosas.
La inolvidable Annie Hall
Más comedia romántica, tal vez una de las mejores de todos los tiempos y la consagración de Woody Allen como un creador capaz de hacer reír pero también de conmover con historias de amor. En Annie Hall (1977), Allen cuenta la historia de amor entre Alvy Singer y Annie. Él es guionista, dramaturgo, escritor; ella es cantante.
Vemos cuando se conocen, cuando se enamoran, cuando ella duda, cuando él sufre, cuando se separan, cuando intentan volver, cuando todo termina y ambos inician nuevas relaciones sentimentales.
Durante toda la película el protagonista reflexiona sobre el amor y las relaciones de pareja. Otra vez es la historia de un amor que terminó pero sobre el que, al menos uno de los protagonistas, sigue dando vueltas. En una obra de teatro que Alvy escribe, el amante sufriente retrata su relación con Annie Hall, pero le pone un final feliz. “Uno intenta que las cosas salgan perfectas en el arte porque en la vida real es muy difícil”, explica.
En el final, que podés ver aquí abajo, se juntan para hablar, para recordar, para recordarse. Volví a verlo estos días, volví a sentir mi corazón estrangulado por la pena y la melancolía, como pasa cuando te conmovés por una historia de amor que murió. Y volví a pensar en lo buena que es esa película —es aquella en la que Allen dice que la vida se divide “entre lo horrible y lo miserable”— y en la cantidad de recursos que Allen creó en ese film y luego volvimos a ver en decenas de películas.
Le debemos mucho a Woody Allen y a su cine y no pienso perder el tiempo en discutir su calidad como ser humano. No es mi padre, no es mi tío ni es mi amigo. Ya lo escribí en un envío como éste, años atrás: “imaginar un mundo del arte construido por personas de bien no solo es ingenuo, es inútil. La decencia, como la ideología, no son garantía de calidad”.
Tres recomendaciones
Va un primer regalito, la escena del bar en El francotirador (The Deer Hunter) en la que se ponen a cantar Can’t Take My Eyes off You, el tema de Frankie Valli del que te hablé antes, cuando te contaba sobre Past Lives. Si alguna vez la viste, vas a recordarla. Y si no la viste, te van a dar ganas de ir ya mismo a buscar esa película. Podés verla acá.
Un segundo regalo me llegó involuntariamente de la mano del correo de Cecilia R., una lectora con la que intercambiamos comentarios sobre una novela y que en uno de sus mails me habló de 84, Charing Cross Road, de Helen Hanff (hay una obra de teatro y también una película con Anne Bancroft y Anthony Hopkins). Volví a leer ese libro único y una vez más confirmé que es una maravilla que ningún buen lector puede perderse.
Basada en su propia experiencia, la norteamericana Hanff, guionista y dramaturga que no logra remontar vuelo y que vive con lo justo, es una lectora apasionada y exquisita. Muchos de los títulos que busca no están a su alcance en Estados Unidos y a través de un aviso se contacta con Marks & Co., una librería londinense desde donde comienzan a enviarle los libros que quiere y necesita leer, pero también, como suele ocurrir, aquellos que en el intercambio con Frank Doel, su interlocutor, él le recomienda.
Es la Londres de posguerra, la gente vive ajustadísima y hay alimentos que para Helen son todavía accesibles pero que los ingleses dejaron de llevar a su mesa. Los libros cruzan el Atlántico pero también un envío navideño llega hasta la librería de Charing Cross. Durante 20 años Helen —apasionada, gruñona, quejosa— y Frank —siempre elegante, austero y caballeroso— intercambiarán cartas, lecturas y afecto. No van a conocerse nunca. Cuando ella logre viajar a Londres, él ya no va a estar esperándola en la librería.
Amé volver a leerla, no podés dejar de leerla.
Último regalito, una versión alucinante de Un día en la vida de los Beatles, por Neil Young, a quien se sumó sorpresivamente Paul McCartney. Fue en el Hyde Park, de Londres. Soy fan de ambos músicos y tuve la suerte de verlos en vivo a los dos en Buenos Aires. Daría mucho de lo que vi y escuché por haber estado ahí ese 27 de junio de 2009. Mirá qué maravilla.
Me despido, ahora sí.
Las imágenes de esta semana son de las películas Vidas pasadas, La La Land, Falling in Love, Perdidos en Tokio y Annie Hall, además de la tapa del libro 84, Charing Cross Road.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime, si te dan ganas. A veces me demoro en hacerlo, pero respondo siempre. La semana que viene no vas a recibir noticias mías. Voy a emprender un viaje familiar por el que voy a estar fuera de casa por varias semanas, de modo que mi próximo mail vas a recibirlo el 3 de abril y desde muy lejos.
Te deseo lo mejor para los próximos días; como te habrás dado cuenta, esta vez elegí ocuparme de temas menos ligados a las noticias y más cercanos a nuestras emociones. Creo que todos necesitamos salir del presente abrumador y parar un poco con la ansiedad, nos está devorando.
Nos reencontramos en dos semanas.
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