Acomódense en sus asientos y abróchense los metafóricos cinturones porque habrá vértigo y turbulencias, risas y ese momento emocional de gran altura que -con suerte esta vez- a veces se consigue en el teatro. Solo en el teatro, en ese espacio común -aunque dividido- de la escena y la platea. La obra en cuestión se llama El sonido, y si bien por su forma y sus temas engarza en algunas de las incontables piezas de Javier Daulte, vale también asociarla a otro espectáculo que se presentó en Espacio Callejón a fines de 2020 y que se mantuvo largo tiempo en cartel: Luz testigo, que tuvo el honor de inaugurar la reapertura de los teatros al finalizar la cuarentena. Durante el transcurrir de esa desventurada etapa, JD, resistiendo al streaming, organizó un concurso de obras cortas que ganaron cinco autores, y él mismo llevaría a escena en el propio Callejón.
El título que las reunió era una alusión a la vieja costumbre de alumbrar tenuemente el escenario cuando no hay función ni ensayo, una tradición que se remontaría a los tiempos de luz de gas y que se refrescó en el mundo en pandemia, como una señal de esperanza, a la espera de que las salas volvieran a funcionar. Luz testigo, aparte de devolverle a teatristas y teatreros esa felicidad tan añorada de la comunión entre unos y otros, ofrecía claramente un homenaje a los oficios escénicos, en especial referido a quienes ponen y exponen el cuerpo. En esta oportunidad sin retaceos, armando, desarmando y volviendo a armar personajes, llevando los focos, cambiando elementos escenográficos entre las obras. Y conquistando en buena ley el aplauso apasionado de un público, entre la lágrima y la sonrisa agradecida.
Pues bien, ese mismo elenco de actrices y actores, que parece formar parte de un grupo de familia elegida, protagoniza ahora en el mismo lugar El sonido, un espectáculo donde JD prosigue experimentando y se radicaliza al punto de prescindir de una escenografía propiamente dicha, abandonando así toda pretensión ilustrativa de evocación o metáfora. Y, obvio es decirlo, sin la más mínima sombra de algo que se asemeje a naturalismo o realismo. El espacio vacío se llena con intérpretes que lo recrean de continuo. En todo caso, el decorado lo procura el elocuente vestuario de Ana Markanian (¡y ese pelo crucial de William Prociuk!); la escenografía la proporcionan la música y los sonidos de Fernando Albinarrete con sus crujidos y tintineos que suscitan las risas del público que va incorporando esa convención hasta llegar a ver una puerta donde solo hay un chirrido. En cuanto a la iluminación de Sebastián Francia, es tan exacta que cumple su misión sin que se note, sin alardes, respondiendo a lo que pide cada escena, siendo sutiles los efectos de color e intensidad. Si en Luz testigo los actores cambiaban los muebles, movían las luces, acá, cuando no están jugando sus escenas, se hacen cargo de los muy diversos sonidos, en sillas dispuestas a ambos lados del escenario, sin salirse del todo de sus roles.
En el gran espacio central se van desarrollando las situaciones con ritmo imparable, los desplazamientos minuciosamente coreografiados; una sucesión de secuencias breves que, cuando viene al caso, apelan a recursos cinematográficos, a sobreimpresiones, a la mímica del clown. Todo para desplegar con sencilla complejidad avatares de una jornada inestable en la vida de tres hermanos -dos mujeres y un varón, con distintas marcas de una infancia traumática- y personas de su entorno cercano. Más un octavo personaje, un sueco que se descuelga no sabemos de dónde, portador de un valijín parecido a una computadora portátil que, según pregona en un castellano menos que básico, contiene todas las voces del mundo desde el comienzo de los tiempos. Sí, una suerte de Aleph borgiano, pero únicamente de sonidos, y no la suma de “todos los lugares del orbe vistos desde todos los ángulos” en una pequeña esfera tornasolada que, al igual que la voz de la madre muerta, está en un sótano, ese sitio que suele prefigurar el inconsciente.
Javier Daulte ha elegido poner el texto de El sonido bajo la advocación de un versículo inicial de Hechos de los Apóstoles, libro del Nuevo Testamento que lleva la firma de Lucas y describe el día que los discípulos de Jesús reciben el Espíritu Santo cuando aparecen lenguas de fuego sobre sus cabezas y entonces comienzan a hablar lenguas extrañas atrayendo una multitud, y cada persona los oye en su propio idioma. El mencionado versículo dice: “De repente vino del cielo un sonido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados”. Ese párrafo remitiría a la parte final de El sonido que congrega a todos los personajes en una escena extremadamente conmovedora que apela al milagro. Es decir, al género fantástico que este autor visionario siempre ha manejado de una manera muy personal que lo identifica, sin repetirse y sin autocitarse: lo sobrenatural suele irrumpir en su obra como una faceta más. Y aquí se franquea un límite que invoca la fe del público. Alguien se quiebra, el llanto es en serio y tiene sus razones.
En la obra reestrenada a comienzos de marzo, este momento de excepción le mueve el piso a la platea que venía muy entretenida y divertida entre el emprendedor que se implanta pelo, su propio pelo (carísimo); su ex que ha descollado en una serie televisiva después de mucho remarla y de aceptar indignidades, que se encuentra con una amiga de antaño -que también pasó por la tevé-, una villana de tomo y lomo, asumida sin rodeos, ahora aspirante a diputada de un partido de derecha (¡Todos por Todos!); una antigua gloria del rock nacional que ayuda a un joven principiante; el encantador tunante Olaf que anda negociando con su sklutkingertark, el contenedor de todas las voces todas…; Berta, una joven medio tocame un vals que oye la voz de su madre muerta que apenas conoció, y sus dos hermanos, bastante mayores que no saben bien qué hacer con ella (Adrián, el implantado, y Lara, que presume de sorda cuando le conviene). Todos ellos para hablarnos, como quien no quiere la cosa, de salidas tardías del armario; de nuevas familias; de ciertos dilemas (transgredir principios por amor). Y asimismo para darnos turbios reflejos del mundo de la televisión, de la política, de la propaganda, siempre en plan de comedia que juega con el lenguaje, los lenguajes que el sueco pone en evidencia con su mirada de forastero y con deformaciones del castellano, mientras que Lara aplica su sordera a desopilantes rimas.
La comedia, ese género todavía subvalorado (en el cine, nunca una Palma en Cannes, un premio gordo en Berlín, en los Globos de Oro -menos que menos un Oscar importante este año para Barbie-). Ese registro del humor que bajo las apariencias del divertimento, de la ligereza sin más, baja las defensas de los espectadores y, como sucede en esta oportunidad, genera inquietante ambivalencia por momentos (pero, ¿de qué me estoy riendo?) porque, sin ser moralizante hay una mirada moral en Daulte que se trasluce, aún en medio del diálogo más cómico.
Héroes y heroínas de su oficio, muy amparados, muy tutelados por el autor y director, actrices y actores merecen ser nombrados y apreciados en paridad, uno a una: William Prociuk, Paula Manzone, Silvina Katz, Marcelo Pozzi, Agustín Meneses, María Villa, Ramiro Delgado. Todos/as a punto de caramelo en sus respectivos papeles.
Fotos: Gabriel Macarol