Y entonces llega el día (más bien la noche) en la que al salir de la sala de cine, caminar media, una cuadra. Se pronuncian a media voz las palabras: “¿Pero qué hiciste, Ridley Scott? ¿Qué te quisiste mandar con este Napoleón exasperado, grandilocuente, que se ve impulsado a conquistar el mundo por el amor de una mujer? Un Napoleón melodramático y poseído por el ansia de poder, solemne cuando le escribe a Josefina, satírico cuando se dirige a sus inferiores, carente por completo de rigor histórico, que no es necesario obviamente, ya se sabe, pero que bien podría estar ahí.
Claro, claro, las escenas de batallas, obvio que son un nueve y medio, pero ¿amaba el Julien Sorel de Rojo y negro a Napoleón solamente por las historias de sus batallas? ¿No había marcado a toda una generación en la Europa post revolucionaria de 1789 como su héroe y demonio, por algo más que un disparo de cañón en Egipto que pegaba en la cima de una pirámide?”.
El espectador después del soliloquio desesperado continúa su camino y su lamento: “Ah, es en momentos como este que se extraña, por nostalgia del no saber, qué habría hecho Stanley Kubrick con su Napoleón. Si no hubiera abandonado el proyecto no ya antes de rodar, sino de terminar de elaborar el guión mismo y que cada página agregara millones y millones de dólares a una producción que jamás veré”, dice con desconsuelo. “Stanley Kubrick, volvé, te perdonamos”, termina el monólogo callejero antes de entrar a un bar, aunque luego rectifique: “No, mala mía, Stanley, no tenemos nada que perdonar”.
Es que, de verdad, sólo se puede celebrar cada película de Kubrick y el conjunto de films como una obra producida a lo largo de una existencia de 70 años, de cuyo fin se cumple un cuarto de siglo por estos días. Kubrick acababa de lamer las mieles del éxito con el film 2001: Odisea del Espacio, cuando en ese 1968 decidió que filmaría Napoleón, un recorrido cinematográfico milimétrico por la vida, obra, amor y trauma de ese hombre que había sido dado a pertenecer a la Historia mediante su doma y luego a caer en la desgracia.
El proceso de preproducción tomó dos años en los que Kubrick leyó todo libro relacionado con el héroe corso. Mandó a los confines de Europa y África a asistentes para fotografiar los paisajes por donde había caminado: incluso uno de ellos tenía la misión de llenar un frasco con tierra de Waterloo, el lugar donde se había desarrollado la batalla que determinaría la derrota final del hombre que se había hecho nombrar Emperador de Francia. Todo eso luego de que su carrera ascendente comenzara como general de los Enfants de la Patrie de la Revolución Francesa, y que había abolido el absolutismo de la monarquía, hecho que dio por el piso con su imagen de difusor (que lo había sido) de las ideas de progreso y democracia de los acontecimientos de 1789.
En fin, Kubrick estaba obsesionado con la figura de estaba Napoleón. Al punto de que había decidido alternar, en las comidas nocturnas, un bocado de la beauf a la bourguignon, por decir algo, con otro bocado de helado, tal como acostumbraba hacer Bonaparte. ¿Cómo habŕia sido una película así? Si se juzgan sus trece films previos y posteriores, debemos imaginar que hubiera sido toda una experiencia y no esa enojosa pieza del capo de Ridley Scott, director de Alien, de Thelma y Louise, de Gladiador.
Esta nota no es para denostar a otro de los grandes cineastas estadounidenses, sino una forma de mostrar cómo queremos y necesitamos tanto a Stanley Kubrick, que vive eterno en aquellas fiestas prohibidas de Ojos bien cerrados, en el laberinto helado de El resplandor, en Hal, la máquina que desarrolla su inteligencia de Odisea del espacio.
Comenzó su trabajo como fotógrafo: la revista Look le compró su primer trabajo y lo conchabó cuando tenía 17 años. Los editores habían quedado maravillados con la imagen de un canillita leyendo con tristeza el titular que daba cuenta de la muerte de Franklin Delano Roosevelt. Es que Kubrick era un perfeccionista. La luz que llegaba, y la que no, el tiempo de exposición de la película a esa luz que transformaba, el punto de fuga, las sombras: cada imagen quieta fotográfica tenía, a la vez, una narrativa. Formó parte de Look desde 1946 hasta 1950, siempre en las calles, con la cámara que le había regalado su padre colgándole del cuello, también en lugares cerrados e íntimos.
Su debut (formal, antes había filmado cortos y películas que sirvieron de escuela o entrenamiento) fue un ingreso por la puerta grande del séptimo arte: Paths of glory (La patrulla infernal), en 1957, cuyo elenco encabezaba Kirk Douglas. Allí mostraba cómo la táctica del ejército francés de ataques suicidas en la Gran Guerra provocaban peores consecuencias que perversos éxitos. Para encubrir su responsabilidad, un general que daba las órdenes fragua un juicio militar contra los soldados y pide su fusilamiento. El film es un clásico antibelicista, y no sería el primero que filmaría.
Luego triunfó con Espartaco, la historia de la rebelión de los esclavos en la Roma imperial. Espartaco se levanta contra la opresión de los ciudadanos (de los que nada los diferencia). Con su oratoria recluta hombres y mujeres para la causa de la libertad política y comienza el levantamiento en donde quienes nada tienen que perder, lo dan todo para defender su pensamiento. Pero es Roma. Es un ejército. Son acorralados, uno a uno dicen: “Yo soy Espartaco”, y otro: “Yo soy Espartaco”, y uno más: “Yo soy Espartaco”. Un final a toda emoción, escrito por Dalton Trumbo, quien había sido víctima de las listas negras del macartismo en Hollywood y debía escribir sus guiones con seudónimo. Pero allí, en los títulos, aparecía su nombre y apellido verdaderos. Un doble triunfo cinematográfico.
Luego le tocó una: decidió filmar Lolita, del ruso Vladímir Nabokov, que mostraba la atracción de un profesor de una edad madura -obsesionado amorosa y eróticamente- por la adolescente Lolita. Una película polémica hasta la actualidad, que dividió a la crítica y el público en su época, además de provocar que la censura lo obligara a retirar escenas de la cinta. Kubrick sobrevivió.
Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (o Dr. Insólito: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba), es un film antibélico y de humor bélico protagonizado por el gran Peter Sellers, que interpretó a tres personajes. La película se filmó en 1964, plena Guerra Fría. Un militar estadounidense decide tirar la bomba atómica sin que el presidente lo sepa, para iniciar la tercera guerra mundial. Un colaborador nazi de los americanos les informa del dispositivo de destrucción total del planeta que poseen los rusos. Todo en medio de un absurdo total y una puesta cinematográfica cada vez mejor de Kubrick.
Luego vendrá la gloriosa 2001: Odisea del espacio, basada en el cuento de Arthur C. Clarke y que muestra una nave espacial en una ucronía (todavía lo sigue siendo). Tiene un comienzo icónico en el que una piedra lanzada al cielo por un primate prehumano se transforma en la nave espacial en medio de “Atmospheres”, del compositor de música contemporánea György Ligeti. También Así habló Zaratustra, de Richard Strauss, forma parte de la magnífica banda sonora. Al realizarse una misión a Júpiter los dos tripulantes se encuentran en medio de la criogenización. Cuando despiertan toman contacto con HAL 9000, la máquina que conduce el viaje y que decide tomar el poder de mando. Y no duda en hacerlo al asesinar a uno de los humanos. Una película increíble, en la que ya se puede notar la inclinación de Kubrick a la imagen perfecta, a la geometría, a la belleza matemática en la que nada sobra, nada está de más.
No para, porque la siguiente película es otro clásico: La naranja mecánica, de 1972, basada en la novela de Anthony Burgess en la que usa la lengua “nadsat”, una niolingua. Un dialecto de los marginales de la sociedad del futuro, cultores de la hiperviolencia y luego rehabilitados con el método Ludovico por una institución estatal.
Luego, Barry Lyndon, quizás el film con la fotografía más bella de la historia del cine. Y después El resplandor, basada en la novela de Stephen King, un clásico del cine del terror psicológico y también no tanto, protagonizada por Jack Nicholson en uno de los mayores papeles de su vida. Este probablemente sea el film de Kubrick que con mayor fuerza ingresó en la cultura popular mundial (la escena de Nicholson rompiendo con un hacha la puerta del baño donde se refugian su mujer y su hijo es reconocible, se haya visto o no la película).
Con Full metal jacket se mete de lleno con la guerra de Vietnam y la propia guerra de una patrulla de soldados estadounidenses -educados en la humillación- contra un francotirador vietnamita, en medio de la ofensiva Tet. Un film que es necesario ver.
Su última película fue Eyes wide shut (Ojos bien cerrados), que filmó durante nueve meses en estudios que reconstruían Nueva York en Londres (Kubrick había desarrollado una fobia a volar) en la que la pareja compuesta por Tom Cruise y Nicole Kidman se enfrentan a la alta sociedad y los secretos más oscuros del deseo entre los más privilegiados millonarios del mundo. Con los peligros que ello implica. Y con la música e imágenes que vuelven a subyugar: Ligeti, la “Masked Ball” de Jocelyn Pook, Shostakovich. Y la perfección en las luces y encuadres y todo. Stanley Kubrick murió cinco días después de exhibir el film por primera vez a su equipo, en una función privada.
En Odisea del Espacio fue asesorado por Carl Sagan. Se dijo que había filmado la falsa llegada a la luna de la NASA estadounidense. Y se divirtió en El resplandor colocando en el pulóver del niño Dany la aceptación del rumor. Fue catalogado como “tirano, fóbico, excéntrico, perfeccionista, obsesivo, hermético, controversial, meticuloso, demandante; audaz, legendario, loco”, en privado, y cariñosamente. Seguramente todo eso haya sido Stanley Kubrick.
¿Cómo habría sido su Napoleón? Sólo él lo sabe. Pero bueno, era ateo. Un signo más de perfección.
Fotos: Keith Hamshere/Getty Images; Dmitri Kessel/The LIFE Picture Collection/Getty Images]