Odio el título, pero llama la atención. Y sobre eso, la atención del público. American Fiction. Es importante decir que la vi un domingo a la noche, en el Harper Theater, en Hyde Park, al sur de Chicago, cuya celebridad es Barack Obama. Cuando aparece por el barrio, la zona se anega de autos blindados. La vidriera de Hyde Park Records (sitio alquímico: transforma mis ahorros en CDs) exhibe un ejemplar firmado de su autobiografía. Una placa de bronce (53rd y Blackstone) conmemora el primer beso con Michelle después de un heladito en Baskin Robbins.
Más abajo, sobre la misma calle 53rd, está su mesa preferida en Valois, el desayunador hipercalórico del hood. Sus preferencias cuelgan de la pared: cima de la división del trabajo, si uno pide el menú Obama un clan de cocineros nerviosos proporciona huevos, hash browns (variante sexy del puré), té dulce y salchicha de pavo. En Hyde Park aprendí un dato importante: soy blanco. Era el barrio perfecto para ver American Fiction. Insisto: arrasará. El director, Cord Jefferson, deberá comprar en IKEA una estantería reforzada para acomodar las estatuas.
El plot: Thelonious “Monk” Ellison, un escritor afroamericano dicta clases en Los Ángeles, recibe elogios de la crítica especializada, pero vende poco. Sus editores le sugieren, o más bien le exigen, que escriba libros “más negros”. A ningún escritor le agrada que le marquen el camino: Monk (algo atonal, como el pianista) se rebela. En una escena bastante memorable, entra a una librería, pide sus propios libros, y los cambia de sección. Discute con el librero: lo suyo, dice Monk, no pertenece al anaquel de los “Estudios Afroamericanos”.
Lo suyo es literatura. Riñen. Monk se resiste: es un intelectual un poco snob, pero como todo el mundo, quiere ser visto y amado. En la librería se da de frente con la realidad editorial. Lo que sí vende es We’s Lives in Da Ghetto, de Sintara Golden. Qué buen nombre, una autora afroamericana (espléndida, sofisticada, impecable) que goza del calculado olimpo del que Monk carece. ¿Hay algo más común que los celos entre artistas? ¿Quién sería nuestra estrella equivalente en la literatura argentina? (Violines de Hitchcock en Psicosis: me reservo la opinión. No quiero perder amigos en tiempos de motosierra).
La trama es compleja y no hace falta revelarlo todo. Brevemente: Monk se sulfura ante el éxito ajeno mientras lidia con dramas familiares. Su madre tiene Alzheimer, su hermano Cliff salió del closet, Sintara Golden (cada vez me gusta más) no afloja en la cosecha de éxitos.
Pero a Monk se le ocurre una idea.
Toda literatura es impostación (lo discutimos, si quieren). Monk se entrega a la parodia. Del mismo modo en que Cervantes escribió el Quijote como un juego, creyendo que su mejor obra era el Persiles, Monk se dedica a la elaboración del máximo cliché: una novela llamada Fuck, que exotiza la jerga y replica los motivos pendencieros que se esperan de un autor negro. Monk querría escribir otra cosa. Pero la libertad creativa solo causó ostracismo. En cambio, opta por un experimento. El problema, que nutre esta gran película, es que sale bien: Fuck interesa, se vende, llama la atención, gana premios.
American Fiction es crítica con la época. El lugar común, la corrección política, y la obsesión por la identidad ablandan las expresiones artísticas hasta convertirlas en tofu: una sustancia nutritiva que no sabe a nada.
Sentí algo parecido en el máster de escritura creativa de la Universidad de Iowa. Tiene dos programas: el yanqui y el latinoamericano. El primero es famoso por su galería de celebridades (Raymond Carver, Kurt Vonnegut, John Cheever y Flannery O’Connor) y por docentes ganadores del Pulitzer y publicados en la New Yorker. El otro, nuestro, iniciado en 2011, tiene menos plata y visibilidad. Las estrellas (me costó aceptarlo) eran ellos.
Una reflexión incómoda. Lo vi, como suele decirse, con mis propios ojos: ellos, los yanquis de tofu, se entrevistaban con agentes, concebían futuros auspiciosos, y uno o dos (lo sé de primera mano) vendieron proyectos de novela sin escribir, en cientos de miles de dólares. (¡Sin escribir!) Nosotros, los latinos, mientras tanto, tomábamos Maker’s Mark en el Foxhead oyendo a Castellanos Moya, nuestro viviente borracho legendario, contarnos sobre charlas hepáticas con el último Bolaño en Blanes. También (yo sin mucha suerte) incursionábamos en la poesía con el etéreo Luis Muñoz, y discutíamos a muerte sobre la forma de la novela contemporánea con Ana Merino.
Una nota caribeña. En vez de entregarse a las exigencias de la época, en pleno auge feminista, Castellanos Moya le puso “pija” a su último novelón político. Moronga, de 2018, era un libro necesario, que no hizo concesiones, y como el ficticio Monk, fue a parar a los escondites de las librerías. Es de lo mejor que escribió (autor de varias granadas de mano como El asco e Insensatez) pero nadie se animó a celebrarlo porque era un libro incómodo. La libertad artística es un frágil insecto luminoso: si se negocia no titila. Castellanos Moya, que está viejo y un poco harto, optó por lo que ya sabía hacer: una novela sobre el exilio y la paranoia de baja letalidad en un tiempo sin futuro.
American Fiction, en cambio, es más amable. Se inclina por el humor y por una estrategia muy estadounidense: la ironía. La película expone al público bienpensante (in your face, motherfuckers) que el arte debe hacer lo imposible por mantener la autonomía.
¿Dije autonomía? ¿Qué es esto? En mi opinión, y supongo que en la de Mark Fisher, esto ya no existe. Cien años antes ocurrió con Marcel Duchamp y su “fuente” sin orines. La transición entre mingitorio y estatua (la obra se presentó en 1917) funcionó como profecía.
Como dije arriba, American Fiction ganará todos los Oscar, pero por motivos erróneos. La extrema precaución, la epidemia de politeness que la película critica es la que le concederá los máximos honores: la volverá fuente, pieza de museo, destinataria de veneración. Monk quería escribir literatura, no una novela lastimosa sobre el ghetto negro. Pero la segregación “vende”: que las periferias se “expresen” tranquiliza las conciencias de la blancura.
Con su consagración, mismo destino que Duchamp (que buscaba romper el museo, y no ser su pavo real), convertida en commodity cultural, American Fiction perderá filo. Moronga pasó desapercibida por ser “incorrecta”. Una película sobre la incorrección, en cambio, se volverá fetiche. Con cachos de avocado toast y café de especialidad en el buche, los progres nos llenaremos la boca citándola hasta el hartazgo. Y el mercado de la cultura, masoquista y perverso, con estómago para todo, ganará plata dejándose pegar.