Para comprender la mirada femenina en el proceso creativo de Virginia Woolf es importante resaltar la relación que existe entre sus memorias, recogidas en Momentos de vida, las consideraciones literarias expuestas en Una habitación propia y en algunos ensayos de La torre inclinada, narraciones breves como “La mancha en la pared” y, por supuesto, La señora Dalloway.
Desde niña, Virginia recibió una extraordinaria formación intelectual por parte de su padre Leslie Stephen y heredó la exquisita sensibilidad de Julia Princep, su madre. Inteligencia y sensibilidad fueron rasgos determinantes en la formación del Grupo de Bloomsbury, donde debatieron de tú a tú escritores, filósofos y artistas como Roger Fry, Litton Strachey, Virginia y Vanessa Stephen, Duncan Grant, Dora Carrington, Clive Bell y Leonard Woolf.
La búsqueda de una perspectiva femenina es algo que ella hace explícito en Una habitación propia, conferencia dictada en 1928; su idea central es que, para ser escritora, la mujer debía contar con estabilidad económica: “cuando os pido que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que viváis en presencia de la realidad”. Solo con base en su experiencia personal, la mujer podría convertirse en artista. Si queremos indagar el proceso literario de Virginia Woolf es importante analizar el valor que le atribuye a la memoria, ese “cuenco que una llena, llena y llena” (“Apuntes del pasado”, Momentos de vida), donde fue atesorando los recuerdos de infancia, asociados con los entornos londinenses cercanos a la casa de Hyde Park Gate y a Talland House, el lugar donde la familia pasaba los veranos en St. Ives; recuerdos recurrentes que iluminan su vida y su literatura: “[…] he comprobado que la formación de escenas es mi natural manera de señalar el pasado” (“Apuntes del pasado”); y por supuesto, las imágenes cotidianas a las que les atribuye connotaciones simbólicas: la ventana, un caracol, una corneja, Big Ben, mástiles, olas, el faro. La conciencia de temporalidad es el puente entre la experiencia vivida y la ficción.
En sus Cartas y el Diario aparecen las primeras entradas sobre la obsesión por escribir; tras las dolorosas experiencias de la muerte de su madre, su medio hermana Stella, su padre y posteriormente su hermano Thoby, le escribe a su cuñado Clive Bell sobre el anhelo de reformar la novela y la necesidad de expresar una multitud de cosas en el presente fugitivo. Sin embargo, el proceso tomará tiempo, antes de poder lograr artísticamente lo que expresará con claridad en algunos de sus ensayos.
En “La narrativa moderna” critica abiertamente a los escritores ingleses contemporáneos, que construían sus novelas a partir de narradores omniscientes y de una exuberancia descriptiva que le negaban al lector la posibilidad de participar; a tales escritores los llama “materialistas”, porque detienen sus miradas en lo externo, se olvidan de la subjetividad y le dan “a lo trivial y transitorio las apariencias de lo verdadero y duradero.” (La torre inclinada). Tras ilustrar con ejemplos, Virginia Woolf formula dos preguntas: “¿Es así la vida? ¿Deben ser así las novelas?” Desde pequeña, ella había sabido lo que eran la risa, el miedo, los imprevistos, las expectativas, las contradicciones, las ambigüedades, el dolor y muy pronto, lo inesperado e inexplicable que podía ser la muerte. La literatura debía atrapar la vida en su paradójica diversidad:
Demos constancia de los átomos en el momento en que caen sobre nuestra mente, en el mismo orden en que caen, sigamos las líneas, por inconexa e incoherente que sea su apariencia, que cada visión o hecho imprime en la conciencia. (La torre inclinada)
Virginia Woolf está buscando una voz propia, un tiempo interior que se aproxime al flujo y reflujo de las imágenes dispersas en la conciencia. En “El señor Bennett y la señora Brown”, conferencia dictada en mayo de 1924, advierte que la creación de un personaje es como perseguir un “fuego fatuo” y relata una experiencia: al ingresar a un vagón del tren, presiente que ha interrumpido el diálogo entre una señora mayor y un hombre joven que viaja a su lado; la conversación transcurre ahora entre silencios, gestos y medias palabras. “Atrápame si puedes”, parecía decirle el personaje femenino. ¿Quién era ella? ¿Quizá se dirigía a Londres?; las preguntas se entretejen y tras darle el nombre de Mrs. Brown, comienza a imaginar su carácter, a hilvanar una historia, a interpretar los silencios y a inmiscuirse en su pensamiento. A partir de una circunstancia concreta, la escritora se transforma en biógrafa y le da vida a un personaje ficticio.
¿Cómo encontrar una voz interior y una perspectiva propias? ¿Cómo expresar un punto de vista femenino que valore los pequeños detalles cotidianos? ¿Cómo atrapar ese tiempo interior que discrepa del marcado por los relojes? En 1917 Virginia Woolf anota en su Diario que está escribiendo algo “muy corto y sublime”; es la primera referencia a “La mancha en la pared”, el primer cuento de su antología. Allí, a partir de una imagen trivial, la narradora-personaje inventa un contrapunto entre la realidad exterior y su conciencia: “Fue, quizá a mediados de enero del presente año cuando levanté la vista y vi por primera vez la mancha en la pared.” Inmediatamente aparece la atmósfera: un reflejo del fuego sobre la página del libro; unos crisantemos sobre la repisa de la chimenea… las imágenes titilan al ritmo del pensamiento; la fantasía suscitada por la lectura se interrumpe al divisar una sombra “forjada tal vez durante la infancia”, una pequeña marca negra, redonda, a “unos quince centímetros” sobre la repisa de la chimenea y, de pronto, la reflexión: “con qué rapidez se arremolinan nuestros pensamientos”. Pero ya no se trataba de escribir un ensayo, sino de atrapar la superposición de recuerdos en un momento determinado: ¿era la marca dejada por un clavo?
Virginia Woolf arma un montaje: en torno al espacio fijo, el pensamiento salta del tiempo de la lectura, al ahora, al ruido de una rama que golpea la ventana, a un recuerdo de infancia y se pregunta: ¿Qué hacía allí? ¿Quién la habría puesto? ¿Quizá la familia que había vivido antes en la casa? ¿Sería para colgar una miniatura? El tema central del relato era precisamente develar “¡el misterio de la vida! ¡La inexactitud del pensamiento!” Todo el cuento consiste en un juego de recuerdos, reflejos, imágenes, asociaciones de lecturas pasadas, reflexiones; la marca parece cambiar de relieve y fluctúa según los reflejos de luz… ¿era quizá la mancha oscura dejada por un pétalo de rosa, por un clavo, una simple grieta? Solo al final descubrimos: “¡Ah, la marca en la pared! Era un caracol.” ¿Acaso el caracol no esconde cierta connotación simbólica? Para alguien interesado en la acción, en “La mancha en la pared” no pasa nada; sin embargo, lo que la escritora quería era diluir la trama, apropiarse de una voz y de una perspectiva interior femeninas y captar el ritmo oscilante del pensamiento. ¿Cómo podría lograrlo en una obra más extensa y romper los parámetros tradicionales de la novela?
En La señora Dalloway la protagonista es el punto de convergencia de diversas miradas y perspectivas; en torno a su pensamiento se van moldeando los distintos personajes que han influido en su vida y que van a coincidir esa misma noche en la recepción que dará en su casa. Si bien ella es el personaje central, el tema que asoma por todos los rincones de la novela es el tiempo; un tiempo que se expande y contrae a partir de los fluidos mentales de los personajes, en contrapunto con las campanadas de Big Ben, que resuena cada cuarto de hora; y qué multitud de cosas podían ocurrir en el transcurso de unas horas; cuántas habían sucedido o estarían por suceder en el lapso de un día:
La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores.
Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa.
¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo más silencioso que este, desde luego era el aire a primera hora de la mañana…! Como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba, mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores, mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: “¿Meditando entre vegetales?” –¿fue eso?–, […] (La señora Dalloway)
Bastan las primeras afirmaciones para que el narrador se desplace a la mente de la protagonista, una mujer sensible y perceptiva a la que, el simple gemido de una bisagra, la traslada cerca de treinta y cuatro años en el tiempo a “Bourton” (remembranza de Talland House), cuando ella tenía dieciocho años y el mundo se poblaba de brisas, olas y vuelo de cornejas. Desde ese primer momento se introduce otro de los personajes centrales: Peter Walsh, el hombre con el que había estado a punto de casarse. La escena se construye a partir de una imagen sonora que despliega el retroceso temporal e irrumpe el presentimiento: “algo horroroso estaba a punto de ocurrir”: ¿Antes? ¿Ahora? La perspectiva femenina, sutil, minuciosa, cotidiana se va abriendo como una caja de Pandora y al lector le corresponde descifrar las sugerencias, las ambigüedades, y puede incluso asociarlas con su propia experiencia; porque la vida es así: compleja, inestable y cambiante.
En la medida en que Clarissa se dirige a la floristería siente que “amaba la vida” y que “Bond Street la fascinaba”; era una mañana soleada de junio y la guerra había terminado; Big Ben resuena “solemne”, “irrevocable”; “los círculos de plomo se disolvieron en el aire”. Se sentía joven, pero “indeciblemente avejentada”, y al evocar a Peter, que regresaría cualquier día de la India, lo recuerda “intolerable” e “imposible” y, sin embargo, qué “adorable” sería pasear con él en una mañana como esta. ¡Qué contradictorios podían ser los sentimientos! Al pasar por la vitrina de la librería se fija en un libro abierto: “No temas más el ardor del sol /ni las furiosas rabias invernales.” Los objetos del mundo exterior atraen su atención, en tanto va y viene el fluido mental: piensa en su hija y en Richard con su capacidad para asir las cosas “por ellas mismas” y ¿en cambio, ella? Simultáneamente, Clarissa va a ser observada: “algo de pájaro tenía, algo de grajo, a pesar de que había cumplido ya los cincuenta”.
Al entrar en la floristería de Mulberry inhala el aroma de las flores; de pronto se escucha un ruido sordo como el de un disparo; el exhosto de un carro atrapa la atención de los transeúntes, mientras un avión sobrevuela Londres dejando una estela de letras que serán deletreadas desde distintos puntos de la cuidad. A través de montajes, la escritora sumerge al lector en un entramado de tiempos simultáneos y discontinuos y crea una sugerente ley de convergencias: mientras la señora Dalloway observa el carro por la ventana, alguien más –el personaje que se va descubriendo como una especie de alter ego– escucha la misma explosión al otro lado de la calle:
Septimus Warren Smith, de unos treinta años, pálida la cara, nariz ganchuda, calzado con zapatos marrones y ataviado con un deslucido abrigo, tenía ojos castaños animados por ese brillo de aprensión que provoca aprensiones a los seres más desconocidos. El mundo había levantado el látigo. ¿Dónde descendería?
[…] La señora Dalloway se acercó a la ventana, llenos los brazos de guisantes de olor, y miró hacia fuera, con su carita rosada fruncida inquisitivamente. Todos miraban el automóvil. Septimus miraba.
Virginia Woolf va urdiendo una conexión subterránea entre dos biografías disímiles, que nunca se encuentran de manera directa, pero que, como dos caras de una moneda, convergen a través de secretas afinidades o de las perspectivas de otros personajes, como cuando Peter Walsh, caminando por Regent’s Park, observa aquella escena particular:
Y esto es lo que significa ser joven […] Están teniendo una escena horrorosa. La pobre muchacha estaba totalmente desesperada […] ¿Qué habría dicho aquel joven con el abrigo? […] ¿En qué terrible situación se había metido aquella pareja para tener tan desesperado aspecto en tan hermosa mañana de verano?
Dado que la secuencialidad temporal se rompe escena tras escena, Clarissa ha regresado a casa y está remendando el vestido que se pondrá para la fiesta, cuando irrumpe Peter. ¿Cómo era posible que él, a quien había recordado esa mañana, estuviera allí, justo el día de su fiesta? Ahora se hallaban frente a frente; ella sorprendida, contenta, intimidada: “exactamente igual”, “el mismo extraño aspecto”; mientras él, por su parte, observa que “ha envejecido”:
[…] aquí ha estado sentada todo el tiempo que yo he estado en la India; remendando el vestido […] porque nada hay en el mundo tan malo para algunas mujeres como el matrimonio […] y tener un marido conservador, como el admirable Richard.
Pero, había sido maravilloso oírla decir aquello “¡mi querido Peter!” Y, sin embargo:
[…] casi me destrozó el corazón, pensó; y quedó dominado por su propia pena, que se alzó como una luna que se contempla desde una terraza, horriblemente hermosa en la luz del día naufragante. Jamás he sido tan desdichado.
“¡Esto es lo que he hecho con mi vida! ¡Esto!” ¿Y qué había hecho con ella? ¿Realmente, qué? Sentada allí, cosiendo, esta mañana, en compañía de Peter Walsh.
Una de las convicciones de Virginia Woolf es que el ser humano nunca permanece el mismo y que fluctúa en la medida en que irrumpe un recuerdo o se entra en contacto con alguien en particular. En la medida en que transcurre el día, entre encuentros y desencuentros, se van llenando los vacíos: retazos de la vida de Septimus se hilvanan para tensionar los hilos entre dos grandes polos de sentido: ella representa la cordura; él, el desequilibrio y la locura. Ella, Clarissa Dalloway, con su vida estable a pesar de que había estado enferma, a pesar de los conflictos con su hija y la señorita Killman, a pesar de los celos, del amor de Richard, de su capacidad para “llenar la habitación en que entraba”, de los deseos frustrados, de aquel grato recuerdo del beso de Sally, de la ausencia de su querido Peter, pero ¿y si dejara de existir? Por su parte, él, Septimus Warren Smith, con su propio pasado, su amor por la señorita Pole que le prestaba sus libros y le había enseñado a Shakespeare; él, que se había alistado como voluntario para ir a la guerra y había conocido a Rezia en Italia, la muchacha que cocía sombreros, su mujer; pero había visto morir a su amigo Evans y en cambio él, Septimus, había sobrevivido; desde entonces padecía ese espantoso trauma de “no poder sentir”:
Escuchó. Un gorrión, encaramado en la barandilla ante él, pió Septimus, Septimus, cuatro o cinco veces, y siguió emitiendo notas para cantar con lozanía y penetración en griego, que el crimen no existe, […]
El cajón de la mesa estaba lleno de aquellos escritos; acerca de la guerra; acerca de Shakespeare; acerca de grandes descubrimientos; acerca de la inexistencia de la muerte. Últimamente Septimus se excitaba mucho de repente […] y agitaba las manos, y gritaba que sabía la verdad. ¡Lo sabía todo! Aquel hombre, aquel amigo suyo al que mataron, Evans, había venido, decía. Evans cantaba detrás del biombo. Rezia lo escribía, a medida que Septimus lo decía. Algunas cosas eran muy hermosas; otras, pura tontería.
Era a causa de esas imágenes delirantes que habían tenido que visitar al doctor Holmes quien, precisamente le había advertido a Rezia que procurara que su marido fijara la atención en cosas exteriores; por eso era que le había señalado aquellas letras que se formaban en el aire al paso del avión; las mismas por las que Clarissa había preguntado a la doncella cuando le abrió la puerta de su casa.
Por la época en que Virginia Woolf escribe La señora Dalloway, anota en su Diario que está construyendo “hermosas cavernas” detrás de sus personajes. Ella sabe por experiencia que a los diversos planos de conciencia les corresponde una estructura lingüística diferente y recuerda que en una de sus primeras crisis nerviosas había oído a los pájaros que cantaban en griego; quizá ese recuerdo doloroso sea el que motive que los pensamientos de Septimus oscilen entre lo poético y lo incoherente. Las interrelaciones entre imágenes, palabras y escenas se corresponden con la visión fluctuante que la escritora tiene de la vida y que crea los vasos comunicantes entre Clarissa y Septimus: el parecido con los pájaros y en especial, la secreta afinidad que Virginia Woolf establece entre el texto de Shakespeare que la señora Dalloway lee esa mañana en la vitrina de la librería y el pensamiento límite que irrumpe en la conciencia de Septimus Warren Smith horas más tarde: “esperaría hasta el último instante. No quería morir. Vivir es bueno. El sol cálido”.
Por debajo del día a día, de la banalidad y la rutina cotidianas, muchos momentos intensos le dan sentido a la existencia humana, que va y viene de lo intrascendente cotidiano a esos instantes trascendentes que llevan a formular las grandes preguntas sobre la vida y la muerte: ¿Por qué había tenido que morir Evans mientras él seguía viviendo? ¿Y qué pasaría si ella dejara de existir? En contraste con Clarissa, Septimus, Peter y Rezia, otras caracterizaciones se moldean con refinada ironía. Ese es el caso del doctor Holmes y de sir William Bradshaw: cómo era posible que quienes representaban “el socorro espiritual de la humanidad” ¿pudieran considerar a la guerra como esa “pequeña bronca de colegiales con pólvora”? Esa misma guerra que había dejado en Septimus su dolorosa incapacidad para sentir y, para colmo, según sir William, su gran pecado consistía en atribuirles “a las palabras significados simbólicos. Grave síntoma que debía anotar en su cartulina”. Para Virginia Woolf, sensibilidad y creatividad son las dos aptitudes humanas relevantes. Quizá por ello, el desenlace de la novela resulta tan dramático y conmovedor: cuando Septimus siente que el doctor Holmes, a quien llama “naturaleza humana”, viene por él para internarlo en un sanatorio y separarlo de Rezia, la mujer que ama, que lo apacigua y lo hacía reír, solo encuentra aquella única salida:
“Rezia corrió a la ventana, vio; comprendió.”
La ley de convergencias resalta los momentos esenciales y significativos de la novela: esa misma tarde Peter Walsh escucha la sirena de una ambulancia: “uno de los triunfos de la civilización” que, seguramente, habría recogido a “algún pobre diablo”. Paradójicamente, eso era Septimus: una pobre víctima de la civilización. Entonces Peter concluye: “había un momento en que las cosas se juntaban; esta ambulancia; y la vida y la muerte”. ¿Acaso Clarissa no había presentido esa mañana que “algo horroroso estaba a punto de ocurrir”?
Todo confluye esa noche en la fiesta; lo inesperado era posible: no solo Peter Walsh acababa de regresar, sino que Sally Seton también se hace presente; y por supuesto Richard, que unas horas antes le había llevado flores a Clarissa y su hija y algunos de los amigos que se habían cruzado con ella esa mañana. Los comensales van llegando; también el Primer Ministro… La mirada irónica de Peter observa la parodia social: atuendos, luces, bebidas, sonrisas, “¡Señor, Señor, el esnobismo de los ingleses!” Sin embargo, ella, Clarissa, tenía ese don especial de “ser, existir, reunirlo todo en un instante al pasar”. Al final irrumpen sir William Bradshaw y su señora, que justifica el retraso con una simple explicación: “precisamente cuando nos disponíamos a salir de casa, han llamado por teléfono a mi marido; un caso muy triste. Un Joven […] se había matado”. ¿Cómo era posible que hablaran de la muerte en su fiesta?
Pero aquel joven se había matado, ¿se lanzó guardando en sí su tesoro? […]
Pero también estaban los poetas y los pensadores. Y cabía la posibilidad de que aquel joven tuviera esa pasión, y hubiera acudido a sir William Bradshaw, gran médico, aunque oscuramente malvado, sin sexo o apetitos, muy cortés con las mujeres, pero capaz de indescriptibles ofensas –cual la de violar el alma exactamente–, la posibilidad de que aquel joven hubiera acudido a sir William Bradshaw, y este le hubiera causado dicha impresión, con su poderío, y quizás el joven había dicho (ahora Clarissa lo sentía realmente): La vida es intolerable: hacen intolerable la vida, los hombres así.
* La imagen justa selecciona y reseña obras literarias y artísticas que abordan el género y las sexualidades disidentes. Es un proyecto cultural de la Red Alas, curado por Cristina Motta. @laimagenjusta