Hola, ahí.
Días atrás vi un tuit de la periodista Luciana Bertoia que me dejó helada. El mensaje incluía un fragmento de una audiencia en un juicio de lesa humanidad. Un hombre grande hablaba por zoom, desde su casa. Se llama Alberto Daniel Rey Pardellas y está acusado por 90 casos de secuestros y tormentos, un homicidio y tres casos de lesiones gravísimas, en el marco de una asociación ilícita. Ese hombre fue uno de los jefes del Batallón de Comunicaciones 181 de Bahía Blanca, que funcionó como centro clandestino durante la última dictadura.
En el fragmento del que te hablo, el represor hizo una arrebatada defensa del robo de bebés, para él, un gesto humanitario por parte de los militares. Según explicó, lo que buscaban era evitar que los “hijos de terroristas (...) crecieran odiando como odiaban sus padres”, y fue más lejos aún al hablar de los nietos recuperados del presente.
“Se ha comprobado, —no todos—, que muchos de éstos, al igual que sus padres, tienen la sangre maldita”. Por si algunos tenían dudas, la palabra del represor confirmaba así que hubo un plan sistemático en el robo de bebés.
Sé bien que podría llenar varias líneas de este envío con frases de impacto, quiero decir, sé que podría manifestar bronca y rabia por escrito con grandilocuencia, sobre todo ahora que es tendencia hacer periodismo de indignación.
Elijo no hacerlo. Cada vez estoy más convencida de que cuando nos enfrentamos con el mal, sobran los adjetivos.
Arbitrariedad y pavor
Hay un libro que leí hace ya muchos años y que condicionó definitivamente el modo en que leo, veo y escucho la historia de sobrevivientes de la violencia. Hablo de Landscapes of Memory, de la judía austríaca Ruth Kluger, un libro en el que, lejos de todo sentimentalismo, narra su infancia y su paso por diferentes campos de concentración, así como la historia de su familia.
Kluger y su madre sobrevivieron a Auschwitz luego de conseguir ser tomadas ambas (Ruth fingiendo tener más edad que la que tenía) como mano de obra esclava. Lo más fuerte de ese libro para mí fue terminar de entender que ser víctima no te hace buena persona. La tía mala de Kluger, a la que la niña no quería por diferentes motivos, no se convirtió automáticamente en buena persona cuando la gasearon. La mujer, por supuesto, fue objeto de un plan sistemático de eliminación y ya solo eso las convierte en sujeto de consideración y tristísima empatía. Pero Kluger siguió diciendo que no había sido una buena persona, aún teniendo en cuenta el modo en que la asesinaron. Su muerte violenta no aplacó el desagrado por sus formas y su falta de cariño.
Una víctima, pienso desde entonces, es una persona igual a las demás, con las mismas bajezas, las mismas capacidades heroicas, las mismas contradicciones. Lo extraordinario de su vida, en todo caso, es la injusticia rabiosa de su padecimiento o de su muerte.
En octubre de 2022, conté en esta newsletter una visita que un grupo de periodistas, acompañadas por varias sobrevivientes, hicimos a la ESMA. Esa vez recorrimos una muestra basada en los testimonios judiciales sobre diversos delitos sexuales cometidos por el Grupo de Tareas de la Escuela de Mecánica de la Armada y pudimos conversar con algunas de las mujeres que atravesaron el terror, al otro lado del muro. Entre ellas estaba Silvia Labayru, la protagonista de La llamada, el nuevo y celebrado libro de Leila Guerriero, publicado por Anagrama.
Labayru, ex alumna del CNBA, de familia de militares y militante de montoneros estuvo secuestrada del 29 de diciembre de 1976 al 16 de junio de 1978. Cuando la secuestraron tenía 20 años y estaba embarazada de casi seis meses.
El parto fue en abril y en cautiverio. Quien lo condujo fue el obstetra y represor Jorge Luis Magnacco —excarcelado en 2017, al cumplir dos tercios de la condena unificada de 24 años— y la beba fue entregada a la abuela materna ocho días después, luego de convenir la cita en una iglesia a través de una llamada telefónica.
A Silvia la liberaron en pleno Mundial del 78, un año y medio después de su secuestro. Fue el propio Alfredo Astiz quien la llevó a Ezeiza, donde fue subida a un avión rumbo a Madrid. Durante el tiempo que estuvo en la ESMA fue violada, obligada a tener sexo, exhibida en salidas públicas, utilizada como mano de obra esclava y conminada a denunciar a ex compañeros.
Los dueños de la vida y de la muerte elegían a algunos de los prisioneros, vaya a saber por qué atributos, buscando convertirlos, cambiarles el chip, inculcarles sus valores (dios mío), reclutarlos para el ejército propio.
“Cuando te llevaban a comer, cuando te cogían, vos eras una persona desintegrada, ya no eras el cuadro militante. Cuando salimos de ahí hubo que recomponerse, éramos un pedazo de nada. Hacían lo que querían con nosotros.”
Al salir del infierno, los sobrevivientes de los campos clandestinos se vieron obligados a dar explicaciones frente a la desconfianza del afuera. En el caso de las mujeres, a la desconfianza se sumaba la acusación más o menos explícita por haber aprobado o consentido (qué palabra) abusos sexuales y violaciones, omitiendo un detalle: las situaciones se daban bajo secuestro y amenaza de muerte, para ellas y también para sus familiares, que estaban afuera.
Aún cuando ocurrieran sin la literalidad de un arma sobre la cabeza, “dejarse violar” para esas mujeres significaba —y no siempre— salvar la vida. Condenarlas por falta de integridad es tan inhumano como hipócrita.
“El lema de los organismos de derechos humanos era ‘vivos los llevaron, vivos los queremos’, pero muchos salimos vivos y no nos quisieron”, le dice Labayru a Guerriero en un momento. También dirá que se siente utilizada “en esas cosas que se hacen en la ESMA (...) Cuando te necesitan te llaman y te muestran: ‘Miren, estos son los exdesaparecidos’”.
Sin embargo, una vez en el exilio, el mayor rechazo a su figura no tuvo que ver con estos cuestionamientos sino con un episodio aún más desgraciado, si es posible medir y comparar cada una de estas tragedias. Entre las tareas que le asignaron en la ESMA, estuvo la de acompañar a Astiz cuando el oficial naval se infiltró en los organismos de derechos humanos. Silvia fingía ser su hermana. La operación —uno de los capítulos más oprobiosos de la dictadura— terminó con el secuestro y asesinato de doce familiares de desaparecidos, entre ellos algunas Madres de Plaza de Mayo y dos monjas francesas en la Iglesia de la Santa Cruz.
Labayru había sobrevivido, sí, pero pasó mucho tiempo sintiéndose culpable, dando explicaciones o peor, soportando el rechazo de los demás. “Durante años fui ‘la que acompañó a Astiz, la que fue con Astiz’. Como si hubiéramos ido al cine. Ese fue el estigma. Me hundió”, le dice a la periodista.
“Yo sé que he tenido una buena vida”, dirá después. “Y sigo teniendo una muy buena vida. Pero me partieron por la mitad. Sí. Me partieron a la mitad esos hijos de puta.”
Un infierno tan grande
El libro de Leila Guerriero —algunos lo llaman novela, en la línea de quienes hablan de novelas de no ficción como un nuevo género— es un retrato íntimo y delicado de una mujer con una historia excepcional de drama y supervivencia.
La intimidad está dada por el modo en que la periodista argentina consigue y elabora testimonios sorprendentes y conmovedores de la protagonista pero también de un amplio abanico de relaciones compuesto por personas muy cercanas, entre ellos amigos, ex amigos, parejas, familia y compañeras de cautiverio.
Y cuando digo “modo”, me refiero tanto a la forma que elige Leila para conocer y comprender a su personaje (numerosos encuentros en lugares privados y públicos; registro de las conversaciones pero también de los mensajes de todo tipo, su forma de preguntar o de callar, infinidad de lecturas sobre ella y sobre los escenarios en los que vivió los tormentos pero también su gran capacidad para detectar los blancos de felicidad en medio de la oscuridad) y también al estilo y los procedimientos literarios que utiliza para dar cuenta de las distintas etapas de la investigación y reporterismo —con el lector como voyeur—, así también como al espacio que la cronista reserva para reflexiones más personales.
“Secuestrada. Torturada. Encerrada. Puesta a parir sobre una mesa. Violada. Forzada a fingir. Al fin liberada. Y, entonces, repudiada, rechazada, sospechosa.”
“A decir verdad, tampoco había mucha explicación para entender que a una secuestrada la dejaran ir a Montevideo ni, antes de eso, que entregaran a su hija a la familia de origen ni, después de eso, que le permitieran dormir en casa de su padre: no había forma de entenderlo porque aún no había testimonios de sobrevivientes ni un cuerpo de relatos que diera cuenta de lo que sucedía allí adentro. De modo que, de cara a ese muro impenetrable del presente puro, cada quien dirimía su confianza o su incondicionalidad haciendo equilibrio sobre un aparato psíquico erosionado por el miedo, el desconocimiento y la especulación”.
Muchos años después de atravesar el secuestro y el exilio, junto con Mabel Zanta y María Rosa Paredes, Silvia Labayru fue denunciante en el primer juicio por crímenes de violencia sexual cometidos en el centro clandestino que funcionaba en el casino de oficiales de la ESMA.
Seguíamos en pandemia cuando la Justicia les dio la razón en agosto de 2021, después de diez meses de juicio oral. Los ex miembros de la Armada Jorge “El Tigre” Acosta y Alberto González, alias “Gato” o “González Menotti”, fueron condenados a 24 y 20 años de prisión, respectivamente, al ser hallados culpables de ejercer violencia sexual contra las tres mujeres que estuvieron secuestradas en la ESMA entre 1977 y 1978. Las condenas se unificaron con sentencias anteriores en prisión perpetua e inhabilitación absoluta y perpetua.
En Argentina, la violencia sexual recién fue contemplada como delito autónomo y por fuera del concepto de torturas y tormentos en 2010. Las propias sobrevivientes reconocen que ellas mismas tardaron en advertir que habían sido víctimas de violación al ser convertidas en esclavas sexuales por los represores.
Habían salvado la vida, en algunos casos habían salvado la vida de sus hijos y por mucho tiempo la agresión sexual era vista por ellas como parte de los abusos y las torturas y no como un delito puntual.
En la tarde de aquella visita que hicimos con mis colegas a la ESMA, Leila Guerriero estaba allí. Acompañaba a Silvia Labayru; ya estaba —ya estaban— trabajando en el libro. Aquella visita al ex centro clandestino está narrada en detalle sobre el final de La llamada.
Nos permitieron hacerles preguntas a las sobrevivientes. Me copio y me transcribo:
“Esa tarde de la memoria en que la conocí, Labayru hablaba en voz baja, costaba escucharla. Decía, decepcionada, que los medios casi no dieron cuenta del juicio ni de la sentencia o que, al menos, no fue un tema al que le hubieran prestado especial atención. No tuve respuesta ni explicación alguna para ofrecerle, tenía razón. Estábamos en ronda y al aire libre, la mayoría éramos mujeres. Quise saber qué le pasaba cada vez que iba a ese edificio en el que estuvo secuestrada, en el que tuvo su parto, en el que fue convertida en esclava sexual de su captor.
Respondió algo así como que había conseguido disociar el espacio, como mirarlo desde afuera. Y dijo algo más, algo que dio cuenta del estremecimiento que le provocó la impresión que tuvo la primera vez que regresó allí. ‘Me pareció un lugar mucho más pequeño que como lo recordaba. Y recuerdo que pensé: qué lugar tan pequeño para un infierno tan grande’.”
¿Por qué sobrevivió Silvia Labayru? ¿Por qué permitieron que su beba fuera criada por los abuelos? ¿Por qué fue elegida para “trabajar” en el campo de concentración?
¿Por qué la dejaron ir?
Posiblemente haya tantos argumentos como personas que se pregunten por estas razones. Su belleza, su destreza con los idiomas, su astucia para la supervivencia, su pertenencia a una familia de militares. Todo esto, sí, pero también los caprichos personales de quienes tomaban las decisiones. Leila apuesta por algo así cuando dice que fue simplemente porque se les dio la gana. Lo explica con una frase redonda:
“La arbitrariedad garantiza el pavor perfecto: infinito”.
Memoria familiar
Quiero que leas este fragmento del libro Poder y desaparición, de la politóloga Pilar Calveiro, autora de ensayos fundamentales sobre la violencia política en la Argentina. Se trata de una selección que Leila Guerriero hizo para su libro:
“El sujeto que se evade es, antes que héroe, sospechoso. Ha sido contaminado por el contacto con el Otro y su supervivencia desconcierta. El relato que hace del campo (...) siempre resulta fantástico, increíble; se sospecha de su veracidad y por lo tanto de su relación y sus posibles vínculos con el Otros (...). Además, resulta amenazante ya que conoce la realidad del campo pero también la magnitud de la derrota que las dirigencias tratan de ocultar. En los medios militantes se promueve entonces su desautorización, se aduce que su óptica ha sido distorsionada por la influencia de sus captores. y ello lo convierte automáticamente en un no-héroe (...). El juego de simular colaboración, que realizaron algunos sobrevivientes, fue, sin duda, un juego peligroso (...). La repetición interminable de una mentira puede convertirla en verdad (...). Buena parte de los prisioneros entabló relaciones de proximidad con algunos de los oficiales. En la mayoría de los casos, estas relaciones no alteraban la percepción del prisionero de que el otro era su captor. Sin embargo, se crearon lazos afectivos ambiguos y lealtades ciertas. En casos excepcionales, existieron incluso relaciones amorosas entre unos y otros (...). Cada individuo parece tener un límite de (...) capacidad de procesamiento de sus propias roturas, traspuesto el cual llega a una zona de ‘no retorno’”.
Y si quiero que lo leas es porque a través de estos análisis es posible entender el infierno por el que pasó Silvia Labayru, pero también porque quiero hablarte de otro libro que acaba de ser publicado. Se trata de El Petrus y nosotras (editorial Siglo XXI) y las autoras son tres: Pilar Calveiro, Mercedes Campiglia (1975) y María Campiglia (1977), esposa e hijas de Horacio Campiglia, el Petrus, alto dirigente de Montoneros secuestrado en el marco del Plan Cóndor en 1980, cuando regresaba a la Argentina para la contraofensiva montonera.
Campiglia continúa desaparecido. Lejos de sus papers y sus artículos especializados, en la primera parte del libro (“Horacio Campiglia, el Petrus”), Calveiro esta vez hace un relato personal de aquellos años, en el que cuenta su historia de a dos, las diferentes etapas de una pareja atravesada por la militancia, la clandestinidad y la resistencia, e incluye sus diferencias con la organización armada y sus máximos dirigentes y algunas apreciaciones sobre su propia experiencia como secuestrada (se la llevaron en 1977, a pocos meses de tener a su segunda hija; la liberaron en 1978), un tema del que ha hablado cada vez que testificó ante la Justicia pero del que hasta ahora no había dado cuenta en su literatura.
Junto con sus hijas, con quienes viajó cuando fue liberada primero a España y luego a México, donde vive, componen una suerte de retrato coral del hombre que marcó sus vidas por presencia y por ausencia. Es la historia de vida y militancia de un hombre de los 70, ex alumno del CNBA (igual que Pilar) y con un recorrido político que llegó a altos cargos con todas las contradicciones que la lucha armada pudo despertar en las personas que imaginaban, realmente, que era posible cambiar el mundo con una revolución.
“Es cierto que fuimos soberbios al pensar que podríamos cambiar el país y el mundo a partir de nuestra voluntad, e incluso de nuestro “sacrificio”, pero hay que decir también que había mucho de noble y ético en eso. Estábamos más dispuestos a dar que a recibir; pensábamos más en los otros que en nosotros mismos. (...) Lo que definitivamente no es cierto es que menospreciáramos la vida, ni la nuestra ni la de los demás.” (Pilar Calveiro)
Hay una esposa que narra una vida interrumpida a los 31 años en clave apasionada y política (“ejercicio de memoria”, lo llama) y que se propone explicar también el modo en que se vivía la clandestinidad y cómo en las condiciones de mayor inestabilidad posibles deseaban tener hijos, seguir vivos en esa herencia. También es el relato de encuentros y desencuentros; la crianza obligada de las nenas chiquitas en manos de los abuelos, con una madre secuestrada y un padre escondido y la fuerza arrebatadora de los pocos momentos que tuvieron para estar juntos. Hay fotos que dan cuenta amorosa de esa familia por espasmos.
Hay una hija mayor, Mercedes, que bucea en familiares y amigos (también Pilar incluye al final de su texto una lista de nombres que dieron testimonio para este libro) y recupera la historia infantil y adolescente de su padre. Para pintar su retrato (“Una historia rota”), apela a una lengua más poética que la de su madre y también a una forma que altera la tercera persona con la segunda. Cuenta la historia de Horacio y le habla a su papá, le cuenta qué fue de sus vidas, quiénes son sus nietos.
Recupera notas que Campiglia consiguió enviarles y también transcribe la grabación de un mensaje de 1978, en el que hay análisis de coyuntura y también palabras amorosas para sus padres (que perdieron a su otra hija, también militante, cuando en el momento de ser secuestrada tomó la pastilla de cianuro, dejando una hijita de un año y un mes) y para su esposa y sus hijas. “Hacemos de este acto nuestro ritual de despedida”, escribe en el final Mercedes, “no con una lápida sino con un libro, algo vivo que ha crecido de tu muerte”.
“Cuando el río vuelva al mar” es el espacio en el que una hija menor, María Campiglia, artista plástica, trabaja y obtiene belleza de algunas de las fotos de su padre que fue siempre palabra e imagen y, además, escribe un texto breve, que arranca con “Te andaré siempre buscando”.
Con prólogo de Ana Longoni, lejos de ser una hagiografía o un intento de novela romántica, el libro es un ejercicio que busca recuperar la figura de un hombre más allá de cualquier trama de héroes, villanos y víctimas. Es un homenaje al marido y al padre ausente, una biografía personal y política y, a su manera, el retrato resquebrajado de una familia argentina de clase media atravesada por la tragedia de los 70.
El sonido de Auschwitz
Vi Zona de interés, la película del británico Jonathan Glazer, ganadora de varios premios y con nominaciones al Oscar. Es más que una película, es una obra de arte.
Como seguramente ya leíste, la película está basada libremente en una novela de Martin Amis y cuenta la historia de la familia del jerarca nazi Rudolf Hõss (Christian Friedel), máximo responsable del campo de concentración de Auschwitz. Los Hoss vivían una plácida vida en una hermosa casa con jardín y piscina, apenas separados del campo por un muro.
El muro oculta el infierno para la vista vecina pero el humo de los crematorios se ve y se huele. Lo más alucinante de la película es, sin embargo, todo lo que se escucha por encima de las conversaciones y los silencios de los protagonistas. Gritos, disparos, corridas. De este lado hay una vida familiar y campestre, hay niños que crecen, hay animales bien alimentados. Al otro lado hay hambre, tortura, enfermedad y una industria de la muerte.
Hedwig, la esposa de Hoss (protagonizada por Sandra Hüller, la actriz de Anatomía de una caída), cría a su batallón de hijos con la asistencia de un ejército de criadas —a las que maltrata impiadosamente— mientras siembra rosas y dalias y vegetales para colmar la tierra que la rodea.
Rústica y poco atractiva, procura belleza para los ojos y comodidad y bienestar para los suyos. Cada día recibe abultados paquetes con ropas, maquillajes y otros enseres que les fueron arrebatados a las mujeres judías que ingresaron al campo, a las que antes o después también les arrebatarán sus vidas.
Lo que no le interesa se lo cede a las chicas, para que se elijan alguna pavadita. La escena en la que se prueba un tapado de visón frente al espejo es posiblemente una de las más obscenas que vi en mi vida. Esa lujuria… La dueña del tapado está o estuvo al otro lado del muro y por judía fue despojada de sus bienes y será asesinada. La esposa de Hoss no lo ignora, como queda en evidencia en la breve charla con sus amigas. Los judíos merecen morir y algunos de sus bienes merecen pasar a mejores manos.
Los prisioneros no se ven. Los asesinos no se ven. Los instrumentos de los asesinatos en masa, sí. Una de las escenas más shockeantes de la película es la que muestra a los fabricantes de los hornos cuando visitan a Höss y le muestran unos detallados dibujos con las ventajas de su producto. Hay cero sentimiento en esa gente, como si lo que estuviera por pasar por esos hornos no fueran seres humanos.
El shock sigue en cascada. Una noche, Höss llama a su esposa, está excitado porque consiguió que no lo envíen a otro destino: van a poder seguir viviendo en la casita de sus sueños. Poco antes, se lo vio observando detenidamente a una multitud de vestidos largos y uniformes desde un piso de arriba del edificio donde algo se celebra. Luego le dirá a su esposa una frase que prueba que no veía en ellos vestuarios ni personas, solo cuerpos. Le dirá a su mujer que, mientras los miraba, calculaba la mejor forma de gasearlos a todos; le dirá que pensaba en cómo hacer más eficiente y rápido el método de eliminación. Ella, uno de los seres más ruines que vas a ver en tu vida, lo escucha y le pide que mejor le termina de contar en otro momento, que está cansada.
Lo incómodo, lo intolerable
Cuando digo que Zona de interés es una obra de arte es porque está pensada, concebida así. Porque quien la pensó es un artista. Desde el planteo —todo lo que no se ve, todo lo que es escucha— hasta la estética, que desborda un buen gusto vomitivo: no hay forma de que el espectador olvide qué hay al otro lado del muro.
Pienso, por ejemplo, en el traje blanco inmaculado de Hoss, junto al río. Pienso en el traje blanco arrugado y rancio de Von Aschenbach (inolvidable, Dirk Bogarde) en Muerte en Venecia.
La película es incómoda, extrema. Podría, intuyo, advierto, resultar intolerable. Glazer no necesita mostrar sangre, ni cenizas ni fosas comunes para poner en escena el horror y la vergūenza humana del Holocausto y la ignominia de quienes lo pusieron en acto.
La incomodidad —y la inquietud— que siente el espectador se advierte en pocos personajes (la madre de Hedwig, que huye; la vecina que cierra la ventana porque se ahoga con el olor que desprenden los hornos crematorios, una de las hijas de los Höss, que tiene pesadillas feroces).
En la mayoría de los casos (incluso en los trabajadores esclavos, que traen, cabizbajos, en pesadas carretillas los objetos que serán parte de la “feria americana” de los Hõss o en la prisionera subterránea que cede su sexo al comandante) la vida avanza y se despliega en pulsos humanos, aunque el sonido ambiente de los días y las noches y los días y las noches esté atravesado, todo el tiempo, por los alaridos de la masacre.
Muchas gracias por haber llegado hasta acá con tu lectura. Sé que el de hoy es un envío difícil, un tema poco confortable y que traigo esto en tiempos difíciles. Por eso, gracias por partida doble.
Las imágenes que ilustran esta newsletter son las tapas de los libros comentados e imágenes de la película Zona de interés, que puede verse en los cines. Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Escribime si tenés ganas de hacerme un comentario o alguna recomendación.
Espero que tengas una buena semana. Así como arranqué diciendo que prefiero ahorrar adjetivos cuando se trata de narrar el mal, vengo trabajando en administrar la indignación. Es demasiada energía la que se pone en juego y, además, parece inútil.
No estoy diciendo con esto que dejemos de mirar lo que pasa al otro lado del muro, de ninguna manera. Sólo que, tal vez, pensar un poco y enfriar la cabeza antes de hablar o de actuar puede ser más beneficioso para el día a día.
Te lo digo a vos, pero en realidad me lo estoy diciendo a mí.
Hasta la próxima.
*Para suscribirte a “Fui, vi y escribí”, tenés que entrar acá.
** Para leer los “Fui, vi y escribí” anteriores, clickeá acá.