Fui, vi y escribí: Formas de decir papá

El cielo y el infierno de la paternidad en una obra de teatro, una película basada en una gran novela y un exquisito ensayo biográfico. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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Paula Hernández hizo una adaptación
Paula Hernández hizo una adaptación de la famosa novela de Selva Almada, "El viento que arrasa". La película se estrena el 21 de marzo.

Hola, ahí.

Extraño a mi papá. Y cuando digo que lo extraño, digo que extraño al padre que tuve y no al padre enfermo y frágil del que me despedí. Me falta su abrazo fuerte, el cielo protector en tiempos de desamparo. Su presencia discreta y cariñosa, que no abrumaba.

Busco no idealizar: me sigue enojando todo lo que no me gustaba de nuestra relación —su talento para la descalificación era para el Nobel, te aseguro— pero, aún así, me gustaría volver a verlo para discutir sobre todo y para intentar, una vez más, ablandar esa cabeza dura que tuvo durante toda su vida.

Sería en vano, lo sé. Y así y todo extraño su risa, sus carcajadas, su cercanía amorosa aún a pesar de las discusiones.

Extraño increíblemente al que era antes del ACV que lo apaleó a los 62, aquellos tiempos en los que su capacidad para contar chistes era infinita. Extraño a ese hombre que superó las dificultades para hablar y andaba siempre con libros en el maletín y diarios y revistas bajo el brazo; el de la radio en la oreja para gritar los goles de River, el de las pasiones intempestivas, como cuando se enamoró de la obra de Philip Roth y comenzó una carrera contra el tiempo para leer todas sus novelas.

Lo extraño haciéndose el payaso hasta avergonzarnos cuando éramos chicas; lo extraño bailando en fiestas, canchereando mientras cantaba y mentía en inglés para acompañar la voz de Frank Sinatra o haciéndole la segunda en el auto a Julio Sosa o a Vinicius, mientras tamborileaba con los dedos de su mano derecha sobre el volante, como si durante esos minutos el volante fuera un instrumento de percusión ligera.

Lo sueño, además. Y aunque hay días y días en que ni lo menciono, como si fuera posible no acordarme de él, está ahí, como estuvo siempre. Como seguirá estando.

"Father and Daughter", de John
"Father and Daughter", de John Lavery (1898).

JM

Me encantaba ir al negocio de mi abuelo Jeremías en la calle Pasteur, con el aroma textil que te abrazaba en cuanto ingresabas al local, bastante pequeño al frente pero profundo, casi infinito, hacia el fondo.

Vuelvo a ver esas montañas de piezas de tela lisas y estampadas, opacas y brillantes y adivino allá, en el último limite, a Prado —cabello blanco ondulado, anteojos gruesos, un delantal de plástico oscuro protegiéndolo de los hilos que volaban acá y allá—, mientras estira los moldes sobre la enorme mesa de madera para luego recorrerlos con el terrón de tiza y darles, así, forma a las corbatas que serán luego enviadas a las costureras.

Acomodadas en las cajas rectangulares, las corbatas ya terminadas y extendidas esperaban a los clientes, que por entonces eran todos los hombres y de todas las edades. Corbatas para ir a estudiar o a trabajar, para ir a una fiesta, para mostrarse elegante o serio y, también, para destacar la excentricidad. Corbata de seda, corbata tejida, corbata de algodón y de polyester. Corbata, corbatín y moño. Pañuelos de mano y de bolsillo.

Del lado de atrás de cada corbata, la tirita con la marca bordada: JM, Jeremías Munitz, mi zeide. Esa marca también estaba en el logo de las páginas en las que se detallaban los pedidos y en las que escribí a máquina mis primeras palabras y relatos mínimos. Era un ritual para los nietos jugar a la oficina allí, en la parte de atrás del negocio, en el camino que iba desde los mostradores del frente hacia el fondo, rodeados de estantes de piso a techo y con el sonido familiar de las escaleras que se deslizaban de una a otra fila de cajas.

Ahí, con ese sonido ambiente del local del Once de mi abuelo materno, teclée por primera vez.

En "El punto de costura",
En "El punto de costura", Cynthia Edul repasa sus orígenes y la historia del negocio textil de su familia, que es una forma de hablar de la historia argentina.

La hija del tejedor

De todo esto me acordé días atrás, cuando fui a ver El punto de costura en El galpón de Guevara, la sala de Chacarita. Escrita, protagonizada y dirigida por Cynthia Edul, la obra recupera la memoria textil, comercial y familiar a partir del relato de la llegada de sus abuelos sirios a comienzos del siglo XX, quienes abrieron el primer local de venta a la calle y cómo luego esa misma firma fue pasando de mano en mano, de abuelos, a padres y a hijos.

Detrás de un escritorio con caballetes abarrotado de libros o caminando en escena, Cynthia lee y cuenta; a su lado, la pianista y compositora Guillermina Etkin toca el piano, canta, hace música con el pedal de la Singer y también produce experimentos sonoros con fragmentos de géneros, botones, tijeras, velcros, broches y otros elementos clásicos de la costura y el tejido. No es un capricho la experiencia, es arte: una tela frotada una y otra vez cerca de un micrófono puede escucharse como el bombeo de un corazón.

Una imagen del local de
Una imagen del local de textiles de la familia Edul, en San Cristóbal. (Gentileza Cynthia Edul)

Lo que nos rodea es el ruido ambiente del negocio. El negocio, esa manera de llamar a un local, a un material, a una forma de vida. El negocio, espacio en el que se fabrica y se vende. El negocio, el lugar en el que estaba el centro de la economía familiar y de la agenda diaria para todos o para muchos.

Mientras narra su propia historia, la de “Jacinto Edul e hijos”, Cynthia habla del racismo que recibió a sus abuelos en Buenos Aires y del crecimiento vigoroso del comercio, que arrancó callejero y terminó instalado en un local de San Cristóbal. Un negocio, un local, una comunidad.

“¿Qué es el archivo de una vida, de muchas vidas, de las vidas de una familia, de un legado? ¿Qué se tira? ¿Qué se conserva? ¿Puede haber obsolescencia en el archivo de una vida?”

Cynthia cuenta los entresijos del mandato familiar. Narra cómo fue la transformación de lo que comenzó como venta de manteles y sábanas a la fabricación de ropa para instalaciones hospitalarias. Habla de la sucesión familiar y habla de la pandemia, que lo congeló todo, y de la enfermedad de su hermano (que había sucedido a su padre), que la obligó a tomar las riendas de la empresa familiar.

Ella, la hija del tejedor, había eludido el mandato para poder dedicarse a la escritura y al teatro, sus verdaderas pasiones.

Ella, la hija del tejedor, ahora tenía que hacerse cargo del negocio.

Fotos y videos acompañan la
Fotos y videos acompañan la lectura del texto de Edul y la experimentación sonora que hace Guillermina Etkin consigue que el espectador se traslade al ambiente del negocio de San Cristóbal.

Biografía del algodón

“Al igual que escribir, hilar y tejer exigen tiempo y paciencia”.

Edul es licenciada en Letras por la UBA y licenciada en Dramaturgia por la Escuela Municipal de Arte Dramático. Dirige la Maestría en Teoría y Gestión de la Cultura de la Universidad de San Andrés y es escritora. Como novelista es autora de La tierra empezaba a arder, donde narra el regreso, junto con otras mujeres de su familia, al pueblo sirio del que partieron sus abuelos.

Es, también, una de las creadoras de Paraíso. Club de artes escénicas, que promueve el teatro argentino y en donde por el precio de una membresía se accede a la función de una obra por mes y también a otras actividades vinculadas a la obra.

Los abuelos de Cynthia Edul
Los abuelos de Cynthia Edul llegaron a la Argentina desde Siria a comienzos del siglo XX. (Gentileza Cynthia Edul)

Videos y fotos familiares que se proyectan sobre el fondo sirven como apoyo gráfico del relato y acentúan la cercanía de esas vidas y sus labores. Mientras cuenta en escena con delicadeza, melancolía y humor detalles de la lenta biografía del algodón, narra mitos y relatos de culturas exóticas vinculadas al tejido y la costura (como la de las tejedoras de arpillera chilenas, que denunciaban con sus dibujos los secuestros de sus maridos en tiempos de Pinochet) y selecciona y lee también frases de grandes autores (Saer, Shakespeare, Didier Eribon, Barthes, Sylvia Molloy) que hablan de urdimbre, tejido y el entrecruzamiento de hilos y nudos, una práctica tan similar a la escritura.

Uno de los tejidos de
Uno de los tejidos de arpillera de denuncia hecho por las tejedoras chilenas, en tiempos de Pinochet.

No hay veleidad alguna ni name dropping: son citas a las que Cynthia recurre con la sed de libros que muchos compartimos.

Un momento altísimo del espectáculo es cuando la protagonista hace referencia a la cantidad de dichos y refranes populares que remiten a la costura, a los géneros y las agujas, una forma de ver hasta qué punto lo textil (que antecede a la palabra escrita) es una marca de la humanidad: no deja puntada sin hilo, siempre hay un roto para un descosido, se le ven las costuras, perder el hilo…

La narración de la historia familiar es también la historia de la industria textil argentina y de la historia argentina, a secas, entre el esplendor y la derrota.

Almudena González, como Leni y
Almudena González, como Leni y el actor chileno Alfredo Castro, como el reverendo Pearson, en la película "El viento que arrasa", de Paula Hernández.

Palabra de padre, palabra de Dios

En 2012, la escritora entrerriana Selva Almada publicó en Mardulce su primera novela, El viento que arrasa, un título que tuvo muy buena recepción crítica y lectora, el combo soñado por cualquier autor.

Y es que con su maravillosa road movie en cámara lenta, Almada había conseguido crear no solo una historia original sino un clima original y una lengua poderosa.

Los personajes de la novela son cuatro: el reverendo Pearson y su hija Leni, quienes viajan misionando por las rutas que van entre el Chaco y Entre Ríos, y el Gringo Brauer y Tapioca, que atienden el taller mecánico perdido en un paraje al que llegarán el religioso y su hija jovencita la tarde en que la vieja camioneta, que los transporta hace años con sus enseres y sus biblias, los deja varados.

Trailer de "El viento que arrasa", de Paula Hernández

Se trata de personajes plenos de matices, vidas complejas que en el intercambio ponen en juego sus modos de ver el mundo, sus voluntades y deseos. Los adultos son hombres de palabra fuerte, acostumbrados a ser escuchados, atendidos y, en el caso de pastor Pearson, adorados. El religioso parece un hombre muy suave y delicado al lado de la rusticidad del Gringo, pero nada es lo que parece: la locura toma formas que muchas veces desconocemos.

Los jóvenes, por su parte, son como animalitos salvajes criados sin madre por hombres que pusieron a los hijos en el lugar de siervos o asistentes, un rol menor pero indispensable para el desarrollo de sus tareas. Ni Leni ni Tapioca están satisfechos con su vida.

Leni, al borde de la adultez, se ocupa de todo lo que Pearson necesita para seducir multitudes y conoce bien el efecto de sus sermones en los desesperados. Tapioca está acostumbrado al rechazo; su dificultad física lo ha puesto desde siempre del lado de los golpeados.

Otra imagen de "El viento
Otra imagen de "El viento que arrasa": el Gringo (Sergi López) y el pastor (Alfredo Castro): dos modos de ver el mundo, dos formas de la paternidad.

El encuentro entre los cuatro, durante las horas que dura la reparación de la camioneta, traerá cambios impensados y acciones inesperadas. Ninguno de ellos será la misma persona luego de conocerse y escucharse. Entre los que mandan, hay uno que cree y persigue el destino de hacer creer; el otro, en cambio, rechaza intensamente el Dios que le ofrendan.

“-Usted es creyente señor Brauer?

El Gringo se sirvió un poco más de vino y encendió un cigarrillo.

-No tengo tiempo para esas cosas.

El Reverendo sonrió y lo miró fijo.

-Vaya. Y yo no tengo tiempo para otra cosa”.

El pastor y Tapioca, en
El pastor y Tapioca, en la cocina del taller. La luz es fundamental en la película de Paula Hernández.

Tormenta de emociones

La gran directora argentina Paula Hernández (Herencia, Los sonámbulos, Las siamesas), encaró con libertad la adaptación de la breve novela de Selva Almada y consiguió el milagro de enriquecerla en el idioma del cine.

Tomó para eso algunas decisiones clave (no hay flashbacks como en el relato original, el punto de vista es el de Leni, Tapioca no es rengo sino que tiene una malformación en su rostro) y preservó la sutileza y la tensión en los vínculos y la fuerza de la naturaleza sobre los personajes, que pueden ser cielo o infierno. Otra decisión importante fue no doblar a los actores y, lejos de cualquier sombra de torpeza, lo que consiguió es un idioma propio de los escenarios en los que transcurre la historia.

El casting es un hallazgo, una bendición podríamos decir, teniendo en cuenta la temática de la película. El gran actor chileno Alfredo Castro le da vida al reverendo Pearson, en una actuación plena de matices y sensibilidad; la joven actriz argentina Almudena González es Leni, y además de dar en el rol en términos físicos consigue transmitir el misterio, el resentimiento y el deseo que son motores de su vida. Como el Gringo está el grandioso actor español Sergi López, que actúa con el cuerpo, con la voz y la mirada. Joaquín Acebo compone a Tapioca a fuerza de pura sensibilidad.

La palabra del pastor y
La palabra del pastor y la adoración de los fieles. (Imagen de "El viento que arrasa").

La película El viento que arrasa (coproducción entre Argentina y Uruguay) ya pasó por varios festivales, se estrenará el 21 de marzo y es una gran oportunidad para ver la maestría en la dirección de actores que tiene Paula Hernández: lo que puede parecer una escena quieta y falta de acción se convierte así en una tormenta de emociones.

Las actuaciones de Castro y Sergi López son monumentales y sus cruces, pura tensión dramática. La mirada de Almudena González en el único momento de rebeldía explícita, cuando le dice a Pearson: “Vos no sos mi Dios ni mi pastor, sos mi padre”, resulta inolvidable.

Leni, la hija del reverendo
Leni, la hija del reverendo Pearson, sabe que aunque su lugar junto a su padre aparenta ser subalterno, es clave.

Los sermones de Pearson —que son centrales en la novela— adquieren nueva vida al pasar de la letra escrita a la acción, al movimiento. El vestuario preciso y austero y el color y la luz que convierten cada escena en una pintura transmiten formas de la belleza que conmueven.

La música que Leni escucha en sus walkman y que el espectador solo escucha durante los créditos finales es, como idea —y por la fuerza del tema de Virus— un hallazgo.

"Vida de Horacio", de Mercedes
"Vida de Horacio", de Mercedes Halfon, fue publicado por Entropía.

Papá y maestro

Me gusta mucho cómo escribe Mercedes Halfon (Buenos Aires, 1980), me interesan sus artículos y sus libros, la forma fragmentaria de su narrativa, la elegancia criolla de su prosa.

Hace varios años escribí sobre El trabajo de los ojos, un ensayo biográfico en el que reflexiona sobre su estrabismo y también escribe sobre otras historias relacionadas con la vista y con la luz.

Leí luego su retrato de Berlín en Diario pinchado (Entropía), novela en forma de diario que cruza la crónica sobre la ciudad con el desengaño amoroso y comencé a leer su Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gobrowicz (Ediciones de la Universidad Diego Portales).

En estos días volví a ella con la lectura de Vida de Horacio (Entropía), nuevamente en el registro biográfico y en el que el protagonista es su padre, que tenía 40 años cuando ella nació, edad crucial en la vida de todo ser humano y la misma que tenía ella cuando arrancó a escribir lo que terminaría siendo este libro.

Halfon graba a su padre, quien le cuenta su historia, que es también la de ella y, por qué no, la historia argentina. Me detengo y pienso: no, la historia argentina, no. La historia de la clase media argentina, sí.

“En todas las vidas, creo, hay muchas vidas. Pienso en la de mi padre y también en la mía. Las personas cambian, partes suyas se mueren, algunas aparecen como un brote inesperado y otras, que parecían dormidas, renacen de pronto, en todo su esplendor. Es difícil aceptarlo cuando sucede, pero hay períodos que son ni blanco ni negro, crecimiento lento, pura transición.”

"Padre e hija", de Lucien
"Padre e hija", de Lucien Freud (1949).

Horacio comenzó socialista, se hizo peronista. Es tanguero, tiene bigotes como marca de estilo y ama los autos. Fue maestro, al igual que su mujer, la madre de la escritora y de otros tres hijos mayores. Se conocieron estudiando Historia, armaron una familia, el primer departamento lo compraron con un dinero que consiguieron al vender un auto lujoso que él había ganado en un concurso.

Nació en La Pampa pero es ciudadano histórico de Caballito y fue director de escuela. Por las noches salía con los hijos a pegar carteles de publicidad de la escuela para adultos que dirigía.

“Mi padre tiene una doble vida. De día, con traje y guardapolvo blanco, es director de escuela. Y de noche, vestido como un maleante, pega por el barrio carteles en los que promociona esa misma escuela”.

Los carteles los escribía él, en el reverso de afiches políticos en desuso, y es esa imagen la que aparece como metáfora de la propia escritura: escribir en el reverso de otra cosa, los afiches descartados pero también las pilas de hojas usadas que sus padres llevaban a casa para reutilizarlas. “Usar las hojas hasta agotarlas. Escribir siempre en el reverso de otra cosa”.

Horacio es la letra manuscrita que se impone en la memoria, es también el guardián que la cobija y es esa persona mayor y magnética a la que muchas veces cuesta entender. Como la tarde en la que la narradora estaba charlando con su amiga Sofía en su habitación cuando empezaron a escuchar ruidos y golpes, objetos que caían o eran arrastrados. Cuando se acercó vio de qué se trataba. Eran libros. Libros que Horacio arrojaba con violencia y que luego juntaba y metía en bolsas de residuos.

“Me quedé mirándolo perpleja y mi amiga se acercó hasta la puerta del cuarto. No le dije nada, no podía formular una oración que justificara qué estaba pasando y eso, de algún modo, no era del todo inhabitual. Quería decirle que no siempre entendía a mi padre. Que si había algo que sabía de él era que su comportamiento no seguía una lógica constante, que lo movía una fuerza impredecible, porque él estaba enojado o muy triste, o las dos cosas al mismo tiempo. Lo que quería decirle a Sofía era que mi padre estaba roto. Que una parte suya estaba perdida, que no sabía por qué y que sólo ella podía entenderme”.

Mercedes Halfon, periodista y escritora
Mercedes Halfon, periodista y escritora argentina. (Télam)

Las vacaciones en familia, las primeras películas, los primeros bailes, las visitas a la escuela donde enseñaban los padres, el tiempo en que la abuela vivió con ellos hasta que finalmente murió. Las rutinas. Ser la hija chiquita de una familia con años de folclore propio. Y la lengua Horacio, que termina adoptada por todos y siendo el léxico familiar del que habla Natalia Ginzburg, y que su hija no sabe si atribuirla a La Pampa o al ingenio personal del padre.

“Anelito (persona con facultades mentales reducidas), bien debute (de excelencia, en el momento justo), bien pochito (generoso, abultado), color calipso (turquesa o violeta, no queda claro), de cuerpito gentil (salir desabrigado)...”

El diccionario Horacio continúa, Halfon ofrece registro de eso y naturalmente conozco muchas de esas expresiones, aún sin ser de la familia. Aunque soy mucho más grande que la autora, su padre nació cuando nacieron los míos, compartieron biblioteca, digamos.

Me engancho con la melancolía de un pasado que no me pertenece.

O sí.

En "El viento que arrasa",
En "El viento que arrasa", el personaje de Leni crece sin madre, a la vera de su padre, un pastor protestante y nómade. Ella lo acompaña a misionar.

Me despido, en medio de una gripe fuerte que me tiene a maltraer y a mal escribir. Todavía no me acostumbro a no tener al otro lado del teléfono al doctor Pomeraniec para indicarme qué tomar o cómo proceder o, lo más probable, para escuchar su recomendación de siempre: “Matalo con la indiferencia”.

Son días difíciles, de meses difíciles, de años difíciles. Hay mucha agresividad en las palabras, demasiada soberbia y falta de humanidad en muchos discursos. Te propongo seguir buscando belleza para contrarrestar tanta violencia y para aislarnos de este clima de apocalipsis de cómic que nos rodea.

Espero, así y todo, que pases una buena semana. Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com. Ahí podés escribirme cada vez que quieras.

Hasta la próxima.

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