Bélgica es una pipa que no es una pipa, un cuadro donde llueven señores con corbata y otro donde una sirena tiene piernas de mujer y torso de pez. Todo al revés. Y también un huevo en una jaula y una jirafa en una copa de vino que antes de llegar a sus lienzos vivían en los sueños de René Magritte. El surrealismo tiene un profundo arraigo en Bélgica, un Estado joven que ha adoptado con orgullo la traición artística a la lógica como distintivo internacional.
Y en el marco de la presidencia belga del Consejo de la Unión Europea, el museo y el centro cultural más prestigiosos del reino de las papas fritas y la lluvia recorren juntos cien años “del movimiento artístico más importante de Bélgica en el siglo XX”, una corriente que no tiene aún fecha de defunción.
“Se mantiene una manera de ver el mundo que es típicamente belga (...). Es un país tan extraño que hay que reírse a veces para sobrevivir”, comenta Xavier Canonne, curador de la exposición No es cosa de risa. El surrealismo en Bélgica, título que proviene de un juego de palabras en francés (Histoire de ne pas rire. Le surréalisme en Belgique).
Las dos retrospectivas, la primera centrada en el surrealismo doméstico y la segunda –Imagine– en su vertiente internacional, coinciden con el centenario de la publicación en 1924 del “Manifiesto del surrealismo” del francés André Breton, que definía esa corriente como “un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
Breton fundó el grupo surrealista de París, al que se irían acercando Joan Miró, Max Ernst, Man Ray, Salvador Dalí o Luis Buñuel, mientras el movimiento se empezaba a propagar por Bélgica con los panfletos de Paul Nougé, aquel poeta que planificaba sus poesías como una partida de ajedrez y que dejó versos con “pies y manos para reír pero los ojos para llorar”.
Nougé, bioquímico de profesión, fue el instigador de un clan de intelectuales belgas como E. L. T. Mesens, Irène Hamoir, Louis Scutenaire o Camille Goemans que discutían sobre las relaciones improbables entre las imágenes y las palabras.
El único pintor del grupo en sus inicios, Magritte, plasmaba después esas incoherencias entre el objeto real y el representado en cuadros salpicados de manzanas, antifaces y cortinas.
París y Bruselas: Breton y Magritte
El grupo surrealista de París y el de Bruselas mantuvieron una estrecha relación en los albores del movimiento, pero se fueron separando, entre otros, por la pérdida de sintonía entre Magritte y Breton.
El belga, a caballo entre ambas capitales, se alejó del francés en parte por el trato que éste le dedicó a su esposa, Georgette, cuando en una reunión le pidió que se quitara un colgante con un crucifijo que llevaba en recuerdo de su abuela.
Pero también existían diferencias entre los impulsos artísticos y políticos de ambas tribus. Los surrealistas de París eran herederos del dadaísmo, tenían una visión antiartística y se entroncaron estructuralmente con el comunismo por decisión de Breton, que presionó a los belgas para que siguieran el mismo camino.
Los de Bruselas, en cambio, eran más introvertidos y con inclinación por el anonimato, que les hacía sentirse más libres. También eran comunistas, pero no al dictado de Breton. Y no querían poner su arte al servicio de la propaganda política. Además, rechazaban la escritura automática y la pintura inconsciente.
Para no perderse en laberintos, la retrospectiva enumera siete características que definen el surrealismo en Bélgica: la fusión entre palabra e imagen, el humor subversivo, las imágenes oníricas extraídas de la realidad cotidiana, la sobriedad científica en la lucha contra la razón, el anonimato controlado por el grupo, la creencia “temporal” en el comunismo y la paradoja de que unos pequeñoburgueses bien vestidos se volvieran revolucionarios.
El recorrido cuenta con 260 obras de una vanguardia que duró casi 75 años, con trabajos de Giorgio de Chirico, inspirador de Magritte, o del tardío pero célebre Paul Delvaux, con sus mujeres desnudas, sus trenes y esqueletos.
Pero se detiene también en figuras menos conocidas pero cruciales, como el provocador Marcel Mariën, hijo espiritual de Nougé y amigo de Magritte que editó los escritos del pintor y fue el primero en analizar la corriente en Bélgica con perspectiva académica.
Fuente: EFE