“Pasaron más de seis años desde que murió el infeliz y podríamos creerlo enterrado desde hace un siglo”. Así se refiere Léon Bloy a Joris-Karl Huysmans, y no lo dice en una carta secreta a algún amigo íntimo rescatada como una correspondencia fuera de época, no; es la primera página de un libro suyo, publicado en 1914, que hasta hoy permanecía inédito en español: Sobre la tumba de Huysmans. “Tal vez se me reproche, también, el hecho de faltarle el respeto a un difunto. ‘La muerte’, dijo alguna vez Jules Valles, ‘no es una excusa‘”. ¿Por qué el ensañamiento contra el autor de, entre otras novelas, A contrapelo, que en 1884 causó un gran impacto y mereció un largo elogio de Bloy? ¿Por qué el encono contra alguien que fue, además de su amigo, su discípulo en la conversión al cristianismo?
Con este libro publicado por Ediciones Bucarest, con traducción, prólogo y notas de Nicolás Caresano, Bloy vuelve desde el infierno de los olvidados con buenas dosis de bronca y espiritualidad. ¿Cuánto de aquella “sociedad escuálida contemporánea”, la de fines del siglo XIX y principios del XX, continúa en la actualidad? ¿Son su estilo, su forma y su fondo productos exclusivos de su época o este regreso sigue interpelando? Con ese enojo, sin concesiones ni preferencias, sin decoro ni condescendencia, este francés se propuso, en palabras de Caresano, “restaurar las letras”. Su diagnóstico es alarmante: “Nunca las fórmulas del arte habían sido más vanas e irritantes; nunca el sentimiento religioso había sufrido una pérdida tan prodigiosa”, escribe. Empecemos, entonces, a contar esta historia.
Los escritores religiosos
Léon Bloy nació en 1846 en un pequeño pueblo llamado Notre-Dame-de-Sanilhac, en Dordoña, a unos 500 kilómetros de París. A esa gran ciudad lo envió su padre, cuando le consiguió un trabajo; tenía 18 años. Creció agnóstico y anticlerical —el padre de Bloy era un librepensador volteriano— pero esa percepción cambió cuando conoció a Jules Barbey d’Aurevilly, escritor católico, monárquico y crítico de la Ilustración, casi cuarenta años mayor, que vivía frente a su casa, en la calle Rousselet. Se volvió su discípulo y tuvo una intensa conversión religiosa. “El cruce operó una metamorfosis ideológica en el joven provinciano”, escribe Caresano. Eso derivó en un “dogmatismo rabioso” que el proprio Barbey, su mentor, preocupado por eso, lo terminó definiendo como “un escritor demasiado eclesiástico”.
El prólogo de Caresano comienza con una escena sensible: “Una tarde lluviosa de 1892, en las afueras de París, Léon Bloy, un crítico literario pobre y marginal, fue a visitar a Émile Zola, uno de los escritores más renombrados de las letras francesas”. Barbey había muerto y lo que buscaba Bloy era ayuda financiera para gestionar el legado de su menor. Caminó tres horas hasta la casa. La respuesta se la dio el mayordomo: Zola no iba a recibirlo. ¿Fue desinterés o resentimiento? Hasta hacía poco, Joris-Karl Huysmans participaba asiduamente del Círculo de Médan, las tertulias que organizaba Zola, y estaba fuertemente influido por el naturalismo literario de quien era su máximo referente. Ahora, en cambio, había tomado como mayor influencia a Bloy: ese mismo año fue el mentor en su conversión al catolicismo.
“Demasiado religioso para los escritores y demasiado literario para los religiosos”, Bloy se fue haciendo un modesto lugar en el margen de la literatura. Publicó novelas, poemas y ensayos, y dejó una huella. Admirado por Borges —en el prólogo de “Artificios”, la segunda parte de Ficciones, dice que forma parte del “censo heterogéneo de los autores que continuamente releo” —, Michel Houellebecq, Franz Kafka y el papa Francisco —en 2013, durante su primera homilía, lo citó: “Quien no reza al Señor, reza al diablo”; diez años después dijo que estaba entre sus escritores favoritos, junto a Dante y Dostoievski—, su potencia está en su programa literario. Lo explica la cita de Bloy que eligió John Irving para su Oración por Owen: “Todo cristiano que no es un héroe es un cerdo”.
Huysmans, en cambio, era parisino. Nació en 1848 rodeado de literatura: su padre era un litógrafo holandés, su madre una maestra francesa. Luego de varios libros de corte naturalista —el movimiento literario de la época—, publicó A contrapelo en 1884, una novela que causó un enorme impacto. El entusiasmo de Bloy por ese libro tiene que ver con que detectó algo inédito: “Se vuelca, como en la napa de un golfo maldito, todo el inmenso azul del cielo”. Lo que veía en ese texto era una profunda denuncia espiritual a la época, aunque también, como explica Caresano, “le interesaba reivindicar A contrapelo porque era una novela católica”. Claro, hay que tener en cuenta que en ese momento la mayoría de los escritores e intelectuales de Francia eran ateos.
Regreso al espiritualismo cristiano
A contrapelo tiene poca trama o, mejor dicho, pasa poco. Jean des Esseintes, el protagonista, tiene lo que se conoce como taedium vitae, o asco por la vida. Se retira a un pueblo a leer, estudiar y odiar lo que el mundo a hecho con él. Es, de alguna manera, un catálogo de gustos y disgustos. La mirada decadente es tan grande que fascina. Para entender el nivel de impacto de la novela basta con saber que es mencionada en El retrato de Dorian Gray de Oscar Wilde, publicada en junio de 1890. La protagonista, notablemente escandalizada, dice: “Había momentos en que no se sabía si se estaban leyendo los éxtasis espirituales de algún santo de la Edad Media o las confesiones morbosas de un pecador de hoy día. Era un libro venenoso”. La crítica la ha catalogado como “un manifiesto del espíritu decadente”.
Luego de la breve introducción donde Bloy dice que fue una “desgracia haber sido su apóstol, haber trabajado y sufrido tanto tiempo para que se convirtiese en un cristiano”, Sobre la tumba de Huysmans se divide en dos: “Antes de la conversión” y “Después de la conversión”. El “Antes...” incluye dos reseñas. Una es de A contrapelo, titulada “Las represalias de la Esfinge”. La operación es ir más allá de la novela de Huysmans y dar su cosmovisión: “No hay ilusión que pueda sostenerse: o nos atracamos como bestias o contemplamos el rostro de Dios. No veo una obra contemporánea que declare con más decisión y de manera tan angustiante esta alternativa”. Aprovecha también para decirle “crapuloso” a Zola, “idiota arrogante” a Arthur Schopenhauer e “imbécil demente” a Stéphane Mallarmé.
La segunda reseña incluida en “Antes de la conversión” se titula “Huysmans y su último libro” y es sobre En nada, de 1887. Una pareja se va a vivir a un castillo en ruinas, en el medio del campo, rodeado de campesinos y todo es horrible. “En Huysmans, la intensidad del escritor radica, sobre todo, en su desprecio”, sentencia Bloy. Habla de “una pluma tan diabólicamente justiciera” que “este libro hace temblar”; dice que “ciertas exploraciones en lo más negro de los corazones podrán darnos una piloerección y la sensación de agonía que experimentaríamos al caer por un cráter”. “A contrapelo fue superada”, asegura. Para Bloy, este “pesimismo sinóptico” es una clave para un “regreso al espiritualismo cristiano”. “Nuestro siglo asqueroso tiene que terminar con coplas que acompañen su pinchadura”, cierra.
Satanismo y decepción
Algo se rompe en el vínculo entre Bloy y Huysmans, no solo como amigos, también en la relación entre crítico y escritor, y entre mentor y discípulo. “Dado que el autor no conoce otro procedimiento —escribe Bloy sobre la siguiente novela, Allá abajo—, se trataba de lo mismo en A contrapelo. Sin embargo, había por lo menos una especie de idea vertebral que daba la ilusión de unidad”, y continúa señalando “la mediocridad escalofriante de un escritor capaz de fabricar ocho o nueve volúmenes a partir de la premisa única de que el alma humana ha desaparecido y que no queda más que ‘cruzarse de brazos‘ para escuchar las palabras insípidas de una sociedad en vías de extinción”. Luego resume: “Me equivocaba de adverbio. Huysmans había escrito Allá abajo y yo me obstinaba en leer Allá arriba”.
¿Qué pasaba entre ambos autores? Hay una carta donde Huysmans dice: “Recibí otra carta de Bloy, que se queja como siempre de su vida miserable, miseria que él mismo sostiene. Ya no sé cómo ayudarlo. Está claro que agotó la paciencia de todos. Su orgullo es diabólico y su capacidad para odiar inconmensurable”. El distanciamiento se da en el momento en que ingresa en la vida de Huysmans un tal Joseph-Antoine Boullan: “Sacerdote católico romano, director de la Oba de la Reparación. Exorcizaba monjas con hostias consagradas y apósitos de orina y materia fecal. Tuvo un hijo con una de ellas y lo sacrificó en una misa ritual. Amigo de Huysmans, con el que practicaban cultos esotéricos, fue acusado de satanismo, condenado a prisión y secularizado por herejía”, se lee en una nota al pie.
Para Bloy, “el destino sereno de este narrador de los suburbios” se tuerce cuando abraza una “religión obscena”. “Lo que en realidad percibo de satánico en estos jóvenes es su estupidez y su profunda ignorancia”, agrega con acidez. Si, como dice Caresano en el prólogo, “la única manera de llegar al centro profundo de una época es correrse hacia sus márgenes”, Bloy llevó ese programa al extremo: “Su legado nos enseña que no es posible afirmar sin negar al mismo tiempo, admirar sin despreciar implícitamente”. La literatura, para este francés fallecido en 1917, era “algo más que un recreo o una excitación nerviosa”. Por eso, le reprochaba a Huysmans: “Si ya no puede mostrar la virilidad de una decisión, debería por lo menos saber cuándo callarse”. A Huysmans y al mundo el entero.