En el último tramo del ascenso, llegamos al zigzag final, que va serruchando una ladera de piedra rojiza y que nos habían dicho en el Campamento Barroso que era la llegada. Fue un esfuerzo intenso en el que tuvimos que hacer descansos cada tanto. Con Andrés dijimos “esto es duro, pero preferimos hacerlo caminando y no a caballo”. La pendiente es como de 45°, e imaginarla desde la altura de un caballo da vértigo de solo pensarlo. Cuando llegamos arriba no estaba el memorial. Es el mismo efecto de una falsa cumbre en el ascenso a un cerro. Cuando uno cree estar llegando, todavía falta. En ese lugar había un área plana con un círculo grande demarcado con rocas. Era el helipuerto que se usó para transportar al equipo para el rodaje de la película La Sociedad de la Nieve. Muchos exteriores se hicieron en el valle mismo del accidente.
Pero desde ese lugar sí pudimos alcanzar a ver el destino final: el Memorial del Valle de las Lágrimas. Se visualiza como a unos 300 metros lineales, arriba de un filo que serpentea internándose en el valle. Ese punto permite tener la panorámica completa. El sitio del Glaciar de las Lágrimas, donde quedaron los restos del avión, hoy es un valle nevado. Al oeste está el monte Seler, por el que emprendieron la travesía que llevó al rescate. Al sur, se encuentra el filo donde se presume que impactó el avión y una formación rocosa se divisa al norte en forma de serrucho, por encima del glaciar, que se ve de fondo en muchas de las fotos de los sobrevivientes. Desde ese punto también se ve con claridad, aunque a lo lejos, la pirámide de mármol negro puesta por el municipio de Las Leñas, que es el punto más visible del memorial. Todavía faltaba un poco para llegar.
Desde ahí bajamos a una quebradita que estaba cubierta por nieve y que figura en los mapas como origen del río Lágrimas. La cruzamos transversalmente sin mayor dificultad. Del otro lado volvimos a trepar hasta el filo en el que se encuentra el memorial.
Pero en ese punto de la travesía, cuando faltaban menos de 30 metros para llegar, mi amigo Andrés y yo nos separamos mentalmente. Era el segundo día de expedición y habíamos hecho todo el trayecto juntos, hablando de la vida, de lo que cada uno leyó sobre “el Milagro de los Andes”, de las distintas escenas de la película La Sociedad de la Nieve, de las familias, de los hijos y, como siempre los médicos, de medicina. Pero al estar tan cerca del Memorial, cada uno entró en un trance hipnótico introspectivo y tomamos caminos distintos. Siendo fieles a nuestros respectivos símbolos de trascendencia, fuimos abducidos por atractores diferentes. Yo me abrí hacia el sur del promontorio para rodearlo por abajo, antes de subirlo. Andrés lo encaró de frente. Los dos trepamos los últimos metros a la tumba por distintos senderos, en perfecto silencio. Como si cada uno hubiera comprendido de repente que enfrentarse a semejantes misterios, fuera una labor solitaria.
Dónde está el Memorial “Milagro de los Andes”
Al llegar al punto más alto, todavía agitado por la última subida, miré el altímetro en mi GPS: estábamos a 3680 metros de altura sobre el nivel del mar. Había pensado que con esa altitud haría más frío, pero no. Así que no saqué la campera que traía en la mochila. Tomé unos sorbos de bebida isotónica, que me resultaron reconfortantes. El ascenso en solo 2 días, sin aclimatación, produce algunos síntomas leves de mal de altura y la hidratación es clave para evitar descompensarse.
Me llamó la atención un sendero que sale desde el memorial y continúa por encima del filo, internándose más hacia el oeste. Lo seguí con la mirada y vi cómo bajaba hacia el valle mismo, donde estaba el avión. A lo lejos pude ver el tren de aterrizaje y entendí que el sendero era para llegar hasta ahí. Ese tren de aterrizaje estaba pegado al fuselaje, como se ve en las fotos originales de los sobrevivientes. El fuselaje ya no está. Algunos creen que lo tragó el glaciar mismo.
Me puse a recorrer los distintos puntos en los que se concentran plaquetas con homenajes, alrededor de la cruz, de la pirámide de mármol negra, pero también otros cúmulos de mensajes organizados aparte. También vi montículos de objetos que la gente ha dejado como señales de condolencia, banderas uruguayas, pero también argentinas y chilenas, rosarios, camisetas, escudos deportivos, banderines, gorras, botines. Los restos del avión se encuentran todos juntos en un sitio aparte. Ahí se ven un pedazo de ala, mecanismos hidráulicos, fierros oxidados, pedazos del fuselaje y una ventanilla.
Leí en la pirámide de mármol negro el listado de los fallecidos en una cara y el de los sobrevivientes en otra, así como un mensaje de condolencia y un pedido de respeto por parte del Municipio de Las Leñas, jurisdicción que engloba el valle.
Empecé a caminar alrededor de la cruz de hierro, que está arriba de un montículo de rocas. Esa es la tumba propiamente dicha que excavaron los miembros del Cuerpo de Socorro Andino de Chile en enero de 1973, para dar sepultura a los restos de las personas que fallecieron en la montaña. Todos menos Rafael (El Vasco) Echavarren, que fue el único que no fue enterrado en la cordillera, sino en el Cementerio del Buceo en Montevideo, por gestión especial de su papá.
Alrededor de la cruz, por entre las rocas, hay plaquetas conmovedoras. Cada una cuenta una historia en pocas palabras, como tuits de bronce. La primera placa a la que me acerqué me llamó la atención por su contextura física. Era robusta, gruesa, con los bordes biselados y una esfera metálica en cada esquina.
En recuerdo a nuestra visita
Los 16
A nuestros 29 hermanos
Como siempre unidos
13-10-72 11-03-95
Seguí con el recorrido circular caminando lento alrededor de la gran tumba. Una piedra de canto rodado que tenía pintada la bandera uruguaya con pinceladas infantiles, me sacó una mueca de sonrisa. Justo al lado vi un frasco de vidrio con tierra negra, que supuse también oriental. Otra plaqueta cromada, más modesta, decía:
“No hay amor más grande que dar la vida por los amigos”.
En memoria de Numa Turcatti
Montevideo 1948 – Los Andes 1972
La gran frase del último en fallecer en el avión, Numa Turcatti, que en la película, como una licencia narrativa muestran escrita en un papelito que se van pasando el resto de los sobrevivientes, pero que en la realidad dejó escrita Numa en su mano, al momento de su muerte. Debajo de algunas plaquetas había varias banderas uruguayas fijadas con rocas por arriba. Y más allá una camiseta del Old Christians Club, con un trébol como escudo. En la parte más alta, al pie de la cruz de hierro, encontré una placa que decía:
Javier A. Methol Abal
11-12-1935 04-06-2015
“No te quejes por lo que te falta,
agradece lo que te queda.”
Fue el más grande de los sobrevivientes, que perdió a su esposa en la avalancha y el primero de los 16 en morir.
Siguiendo alrededor de la tumba, vi un cubo de vidrio con la imagen de un Cristo y al lado, escondida debajo de unas rocas, una urna con cenizas. En una plaqueta de bronce fijada con tornillos a un pedazo de mármol, leí:
A ustedes todo honor
y toda gloria
José Luis “Coche” Inciarte y familia
1972 - 2022
Fue el segundo en fallecer y hasta ahora el último. Cuentan que el director de La Sociedad de la Nieve, Juan Antonio Bayona, al ver a Coche ya muy enfermo, le hizo una avant premiere privada para que pudiera ver la peli antes de morir. Me llamaron la atención las fechas. Porque comprenden el período desde el accidente hasta el fallecimiento y no desde su nacimiento, que fue en abril de 1948. Es decir que homenajea al período de vida ganado a la tragedia. En los libros que leí y las entrevistas que vi, los sobrevivientes lo señalan a Coche como la buena onda, el buen humor, la ternura del grupo. El gran amigo de todos. El que impidió que los ánimos se derrumbaran.
En ese punto me encontré casi fortuitamente con mi amigo Andrés, tan compenetrado y conmovido como yo. Sólo atinamos a abrazarnos y quedarnos así, por un rato. Al separarnos, uno de los dos dijo “qué increíble este lugar”.
Y es así. El lugar es increíble. Cuesta explicar por qué, pero se viven emociones muy intensas. Por un lado, está la noción de pequeñez ante la inmensidad, ya que son por lo menos dos días de caminata internándose en la cordillera para llegar a la nada misma, porque el memorial es apenas un sutil rastro humano minúsculo en un valle inhóspito. Por otro lado, se respira una noción intuitiva de transitoriedad. Uno se encuentra en el centro de un anfiteatro de roca, nieve y hielo de proporciones no antropométricas, asistiendo a un espectáculo que levanta el telón todos los días, sólo que casi nunca hay público para verlo. Y el silencio. Un silencio geológico. Un silencio pre humano. Un silencio que te hace forastero en este planeta.
Finalmente, están los mensajes de amor, de condolencia, de cariño. Los esfuerzos de mucha gente para recordar y homenajear a personas que vivieron sus vidas y que ya no están, transmitiendo conciencia de finitud, de que no hay tiempo que no aprovechar y además, de cuáles son los valores fundamentales para efectivamente aprovecharlo: el compartirnos unos con otros.
En ese punto los síntomas de la altitud se empezaron a sentir. Con pocas palabras Andrés y yo decidimos que empezaríamos a bajar. Mientras mi amigo tomó el sendero para volver, yo saqué las últimas fotos e hice un paneo visual general, como una despedida personal. Después lo seguí. Lo alcancé cuando cruzaba la quebrada de nieve, afirmando cada pisada para asegurar el paso.
Atrás, allá arriba, para el que quiera pasar y ver, queda aquel testimonio. Ese que muestra, desafiando toda obviedad, cómo una ética de la simpleza puede convertirse en anhelo suficiente.