Corría el año de 1960 y, después de la Segunda Guerra Mundial, había que dar de vuelta las barajas porque de otro modo todo hubiera sido neorrealismo y reconstrucción. Ojo, no es que el neorrealismo estuviera mal, pero las juventudes (y los no tan jóvenes, pero de espíritu entusiasta) estaban hambrientas por vivir otra vez los grandes sueños, emular a los surrealistas, jugar al futurismo ruso, volver al gran juego.
Sin embargo, André Breton había sido coronado papa del surrealismo, Antonin Artaud había muerto encerrado en el hospicio, y la Unión Soviética era una dacha de los burócratas comunistas del mundo entero.
Pero era 1960. Algo estaba por ocurrir. Se sentía en el aire y el asfalto. En los adoquines también. Ese año, se juntaron a discutir, como era habitual, el escritor Raymond Queneau y el matemático Francois Le Lionnais (el primero tenía una inclinación ardorosa por la lógica matemática y filosófica; el segundo conocía de literatura tanto como los estantes que poblaban su frondosa biblioteca). El entrecruzamiento de los mundos o lenguajes en los que ambos se movían, debía ser productivo. Para Le Lionnais las matemáticas proveen a la literatura de infinitas posibilidades de exploración: nuevas estructuras, o innumerables potencialidades a partir de un postulado inicial. Estaban dadas las condiciones para el nacimiento de Oulipo: ouvroir, es decir “taller” (OU) de literatura (LI) potencial (PO). Los socios fundadores brindaron a la larga salud de Oulipo, potencialmente eterna.
¿Pero a qué se dedicaban? Pues a hacer literatura de otra manera, poniéndose reglas raras y divertidas, como escribir sin usar la vocal “a”, o hacer un libro que se pueda leer al revés. Se les unieron escritores de la talla de Italo Calvino, Georges Perec o Marcel Duchamp, el fundador del arte contemporáneo, entre otros. Se reunían cada mes para hacer juegos de palabras, inventar formas nuevas y descubrir que otros autores también habían usado sus trucos. Oulipo no es un club secreto ni una secta, sino un taller abierto a todos los que quieran jugar con el lenguaje y crear objetos literarios nuevos.
Para entrar a Oulipo no basta con querer, hay que ser invitado por algún miembro del grupo. Luego, los demás oulipianos votan si lo aceptan o no. Si el resultado es afirmativo, se hace una ceremonia de iniciación en la que se entrega un diploma y un anillo. Los oulipianos son muy exigentes y selectivos y no admiten a cualquiera. Además, una vez que se es un oulipiano, no se puede salir porque Oulipo es para siempre.
Los oulipianos se reúnen una vez al mes, normalmente el primer jueves, en un lugar secreto de París. Allí, se ponen al día de sus proyectos, presentan nuevos desafíos literarios, leen textos y comparten proyectos. También se disculpan a los oulipianos ausentes, por varios motivos: viaje, enfermedad, o muerte. Aunque los oulipianos muertos siguen siendo parte, porque la muerte no es una excusa para dejar de escribir. De hecho, los llaman “excusados provisionales”, porque esperan que algún día vuelvan a la vida y a la escritura. Por eso, nunca los borran de la lista de miembros, ni les quitan el anillo, ni les dejan de enviar las actas de las reuniones. El primer oulipiano latinoamericano es el argentino Eduardo Berti, incorporado en 2014, quien reside en Francia.
La página oficial del grupo es www.oulipo.net.
Todo esto para comentar que llega por primera vez a la Argentina la deliciosa novela de Hervé Le Tellier (muy oulipiano él) No hablemos más de amor. Se trata de un complejo entramado literario y arquitectónico que muestra las posibilidades del amor cuando se han superado ya los cuarenta años, los cincuenta. Cuando de pronto el amor aparece con sus formas más dichosas, aunque estén casados con otras personas. Pero el amor puede vencer, o no, a un documento legal.
Anna es paciente del psicoanalista Thomas Le Gall, quien la considera su preferida y que debe tomar los recaudos necesarios para que la relación terapéutica no sucumba ante las posibilidades de la seducción. Anna conoce al escritor Yves Janvier en uno de esos encuentros que suele hacer cierta gente que abre su casa cierto día del mes. “Hoy recibe”, se decía en los salones post 1789, tradición que se mantiene. Desde que se ven los consume un amor pasión irreductible. Ella está casada con una eminencia en la oftalmología, con quien tiene dos hijos. Pero sabe que seguir con él sólo reserva una medianía.
Thomas, a la vez, conoce a Louise, una abogada que usa toga y debajo, los modelos de ropa más picantes, de una inteligencia superior y una emotividad hermosa. Se enamoran también, a pesar de que ella esté casada con otro hombre.
El amor clandestino lleva a que se quiera conocer al otro, que se lastime al otro, que el otro quiera conocer al amante de su esposa. Cosas de franceses, según parece indicar la nouvelle vague y las novelas de iniciación amorosa de la época previa a la guillotina. Admirables, los galos. Porque dan además la posibilidad de escribir exquisitas novelas como esta, que no permiten que se quite la vista del texto y porque, si bien el amor es un viaje interior, su velocidad es atrapante como en la Fórmula 1.
Por otro lado, el espíritu Oulipo se encuentra en estas páginas. Yves escribe una novela mientras se desarrolla el amor con Anna. Su proyecto es: “Podemos añadir que este libro está construido, aunque con algunos “clinámenes”, a partir de un juego de dominó, el dominó abjasio. En el dominio del dominó abjasio, algo poco común, es posible recoger una ficha ya colocada. En esta novela, un doble planteado dará lugar a un capítulo con un solo personaje, uno solo a un capítulo con dos personajes, excepcionalmente tres si uno de los personajes no actúa ni habla. Doble cero es un caso interesante: creará un capítulo con dos personajes secundarios, o solo uno”. Parece complicado, pero no. Comprenderán el método cuando la lean.
Se llama No hablemos más de amor (Seix Barral), pero es una forma de decir. Un título más apropiado habría sido “Amor constante más allá de la muerte”, como decía durante el Siglo de Oro el gran Francisco Quevedo.