Como les ocurrió a otros escritores que compaginaron la escritura de sus propias obras con la traducción de libros ajenos –entre los que destaca, por ejemplo, fray Luis de León– la faceta de traductor de Francisco de Quevedo (1580-1645) ha quedado relegada a un segundo plano.
Sin embargo, fue una actividad muy presente en su vida. Desde muy joven y hasta el final de sus días se relacionó con ella de maneras diversas y desempeñó distintos roles en este campo: lector crítico de traducciones, promotor, editor y traductor de un corpus nada desdeñable de obras.
Ser humanista y traductor
En la primera década del siglo XVII, Quevedo aspiraba a forjarse una imagen de humanista erudito en el contexto europeo y a ocupar un lugar destacado entre sus contemporáneos por esta faceta. Buena muestra de ello es que se carteó brevemente –entre 1604 y 1605– en latín con el célebre humanista belga Justo Lipsio.
Pocos años después, escribió España defendida, una inconclusa obra polémica de contenido histórico y filológico en la que refuta ataques antiespañoles de humanistas europeos y reivindica la historia y cultura españolas. Esta es la época de sus primeras traducciones: de 1609 datan su Anacreón castellano con paráfrasis y comentarios, primera versión en castellano de las Anacreónticas griegas, y la que también era la primera traducción castellana de las Sentencias de Pseudo-Focílides, un extenso poema gnómico atribuido falsamente a Focílides de Mileto.
A pesar de vivir durante el declive del humanismo, Quevedo nunca abandonó la traducción de los clásicos. Junto con la anotación erudita y la edición filológica, esta era una de las labores humanísticas por excelencia. Tradujo sobre todo obras en las lenguas más reputadas: el griego –las Anacreónticas, el Pseudo-Focílices, el Manual de Epicteto y la Vida de Bruto de Plutarco– y el latín –epigramas de Marcial, dos Suasorias y al menos catorce Controversias de Séneca el Viejo, Epístolas de Séneca y De los remedios de cualquier fortuna, falsamente atribuida a este autor–.
También trasladó al castellano un libro italiano contemporáneo, Il Rómulo (1629), exitosa biografía del primer rey de Roma escrita por el autor boloñés Virgilio Malvezzi; y otro francés, también muy difundido, Introduction à la vie devote, de Francisco de Sales, obra religiosa que contiene avisos para la práctica de la devoción.
Además, son innumerables los fragmentos de textos clásicos que tradujo para citar y comentar en sus escritos: versos de la Ilíada y la Odisea, poemas de Píndaro, Teócrito, Catulo, Virgilio, Ovidio o Propercio, entre otros muchos.
Versiones dispares
Como puede comprobarse, sus traducciones son muy variadas temáticamente, igual que su vasta obra original. En ella dejaron su huella estos clásicos en forma de citas eruditas o ecos literarios: desde los epigramas satíricos de Marcial y la poesía breve y ligera de Anacreonte hasta el Manual estoico de Epicteto.
Generalmente ha primado la imagen de Quevedo como un traductor negligente y se ha puesto el foco en la libertad con la que trasladó los clásicos. Pero no deben ignorarse sus traducciones literales. En realidad, experimentó con opciones radicalmente opuestas. En el Anacreón castellano, por ejemplo, parafrasea el texto con abundantes adiciones originales que llevan su sello poético. Esto se aprecia, por ejemplo, en que amplifica sobre todo aquellos versos que tratan sus temas predilectos: la fugacidad del tiempo, la vejez o la muerte.
En las antípodas de sus versiones poéticas se encuentran numerosas traducciones breves insertas en sus obras originales y, sobre todo, sus traducciones de los dos Sénecas, casi palabra por palabra, en una prosa castellana concisa y altamente latinizante debido a su literalidad.
Labor de orfebre
Quevedo solía tener a su alcance distintas ediciones de las obras que traducía y utilizaba los textos originales y versiones intermedias, lo cual declaró abiertamente. En varias ocasiones deja constancia de que se esfuerza por comprender incluso los pasajes más difíciles y de su respeto por los textos. Sin embargo, en sus versiones poéticas explica abiertamente que se permite la licencia de dar cabida a su libertad creadora.
Solo a modo de curiosidad, basta con fijarse en dos fragmentos en los que Quevedo compara las ediciones de los clásicos con piedras preciosas y oro, y su labor, con la de un orfebre.
En su traducción del Manual de Epicteto, afirma que leyó el original griego y las versiones previas a la suya “con el recato de quien trata joyas”. Se presenta humildemente ante el duque de Osuna, dedicatario de su obra, como un joyero que engasta un diamante en un anillo: “Hallo quejoso el estudio y culpada la voluntad en no haber dado al amigo alguna prenda útil; mía no lo podía ser: por eso busqué el precio de la obra en el grande Epicteto; basta que en la traducción v. m. le reciba de mí. Quien presenta el diamante en el anillo no da lo que hizo, sino lo que engastó, y se reconoce por dádiva”.
En Introducción a la vida devota, aludiendo a otra traducción española anterior a la suya, declara: “por el interés público me determiné a trabajar en restituirle a sí propio, imitando en este cuidado al que limpia el oro, que sólo atiende a descubrirle, sin gastarle; advirtiendo que quien le disminuye, más roba que limpia, y antes merece el nombre de ladrón que el de artífice”.
Y sin embargo, críticas
En su época recibió críticas por la libertad de alguna de sus traducciones y porque se dudaba de que supiese realmente griego. Y a partir del siglo XVIII en ocasiones se estudiaron sus traducciones anacrónicamente, sin tener en cuenta su contexto. Por ejemplo, en el siglo XVIII se rechazó una solicitud de impresión de su Anacreón castellano porque el encargado de elaborar el informe sobre la obra, un relevante helenista llamado Casimiro Flórez Canseco, consideraba excesiva la libertad de la paráfrasis –algo que el propio Quevedo había declarado– y reprobaba su estilo.
Sin embargo, dejando a un lado estas críticas esporádicas, Quevedo logró destacar por sus conocimientos de lenguas y literaturas clásicas y fue un reputado intelectual en el campo de la traducción.
Además de ser uno de los escritores más prolíficos y reconocidos de su época, tanto en prosa como en verso, desempeñó un relevante papel como mediador cultural. Difundió en España obras clásicas muy heterogéneas, muchas de las cuales no habían podido leerse en castellano hasta entonces. Esta faceta de humanista con profundos saberes de literatura clásica constituyó una relevante parte de su identidad y de su personalidad pública y, sin embargo, es una de las más injustamente olvidadas en la actualidad.
Lúa García Sánchez es investigadora postdoctoral de Literatura española, Universidade de Santiago de Compostela.
Publicado originalmente en The Conversation.