Un prejuicio pesa sobre Julio Cortázar. Un rótulo, una etiqueta. La profesora Mónica Jurjevcic lo dice en estos términos: “Cuando me acerqué a la obra crítica sobre Cortázar me encontré con un comentario ‘muy Puán’: es un autor para adolescentes”. Ignacio Molina comparte la apreciación: “Me parece injusto”, dice. Si décadas atrás era “lectura obligatoria”, dice, “hoy la academia y la crítica no le dan un lugar muy preponderante” pero “si uno sale a la calle a preguntarle a la gente a qué escritores argentinos conocen, todos van a decir Borges y Cortázar, aunque no sé si hoy es tan leído como en otras épocas”. Luego recuerda en los diarios de Bioy Casares, Borges dice sobre Cortázar: ‘Se ve que todos esos cuentos no le importan nada. Los escribió por deber, aburridísimo. Los inventó y después se encargó de redactarlos’. Yo no coincido con eso, pero me parece que es una mirada bastante extendida en ciertos círculos literarios que la van de vanguardistas”.
Enzo Maqueira, cortazariano confeso —muestra con orgullo un retrato de Cortázar colgado en su casa, arriba del piano—, dice que “un sector de la academia junto con alguna vanguardia ya oxidada pretendieron bajarle el pulgar, el precio, denostarlo, y todavía lo pretenden hacer. Pero ya está: Cortázar ya es un prócer de nuestras letras, un gran emancipador, un libertador, y contra eso no hay intelligentsia ni intelectuales ni vanguardias oxidadas que valgan. Si te ponés a hablar con un pibe o una piba de 18 años que lo esté leyendo te vas a dar cuenta que sigue vivo. Es uno de los autores argentinos más traducidos, sino el más traducido, a nivel mundial. Pero sobre todas las cosas ocupa un lugar en el corazón del pueblo argentino. Probablemente sea el escritor más popular y más masivo, junto con Borges, con la diferencia de que Cortázar es más cercano. Está en el corazón de sus lectores y eso ningún académico podrá borrar jamás”.
Los trucos infinitos
“Cortázar es un maestro de la novedad”, sentencia la escritora Leticia Martin. “Su relación con la palabra es la del enamorado que logra un vínculo maduro, que acepta las dificultades pero que no está dispuesto a perder el erotismo. Su confianza en el lenguaje es la de un matrimonio de cincuenta años de casados, pero su trabajo formal, siempre experimental, es el del amante que no se entrega a la rutina. Sus juegos son infinitos”. Luciano Lamberti sostiene que hoy se “dejó un poco de lado la tradición del cuento perfecto, esférico, a lo Poe”, ya que “ahora se escriben cuentos más abiertos, en gran medida por incapacidad”. “Lo que hacía Cortázar —afirma—, la forma de cerrar los cuentos, de tener todo completamente pensado y al mismo tiempo de que aparezca natural, fresco y recién escrito, era la perfección. Hay trucos que se nos siguen escapando, y lo hace dentro de esa inocencia que le criticaban los boludos. Es realmente muy genial”.
El descubrimiento
Quince años tenía Mónica Jurjevcic cuando leyó por primera vez a Cortázar: “Continuidad de los parques” en el secundario. “Me impactó el modo en el que estaba escrito. Le pedí a la profesora el libro de dónde había sacado ese cuento, me prestó el suyo así que era doble tesoro: era Cortázar y el libro de la profe. Y ahí arrancó el romance. De ese volumen, recuerdo mi impacto con ‘Final del juego’ y ‘Después del almuerzo’. Si bien lo fantástico era la puerta de entrada desde la clase de Literatura, siempre me atrajo más esa representación del mundo adolescente que se hace en muchos de los cuentos: la infancia casi pueblerina marcada con ritos de iniciación que te hacían arribar a los primeros amores, a la conquista de otros espacios. También, claro, lo fantástico. Me volví fan. Tan fan que en tiempos donde el único medio de comunicación era el teléfono de línea (ya hoy objeto de museo) conseguí en la guía telefónica el número de Roberto Ferro... y lo llamé”.
A mediados de la década del ochenta, Ferro —escritor y crítico literario fallecido el año pasado— daba clases sobre Cortázar en el Cultural San Martín. “Mi adolescencia conurbana descubrió que había algo que se llamaba campo intelectual del cual Cortázar era objeto de estudio. Yo no sabía en ese momento quién era Roberto Ferro pero fui a escucharlo hablar de Julio”, cuenta Jurjevcic y recuerda que en aquel salón “era la única con uniforme de escuela”. Claro: tenía quince años. “Ese movimiento de caza sobre el autor me acercó a otras obras que me acompañaron toda la adolescencia”, dice y agrega un detalle interesante: “Ninguno de esos libros de Cortázar que leí fue mío. Todos eran prestados por profesores o sacados de bibliotecas escolares. Recién cuando empecé a trabajar como profe de Lengua y cobré mis primeros sueldos, los libros de Julio, tangibles, empezaron a ocupar mi biblioteca. Pero ya estaban en mí hacía más de una década”.
No tan adolescente, en la universidad, Enzo Maqueira se topó con Cortázar. Un profesor llevó para leer “No se culpe a nadie”: “Me acuerdo que me impactó muchísimo la resolución del cuento”. “Con su literatura no descubrí solamente un buen autor o unos buenos cuentos —dice—, sino también cierta mística y una visión del mundo. Eso se complementó muy bien con lo audiovisual: él fue uno de los primeros escritores mediáticos, de alguna manera. Me acuerdo de su voz, cuando vi el documental de Tristán Bauer, la manera de pronunciar la R; me impactó todo él en su conjunto. Al poco tiempo, otro profe que trabajaba en una editorial con una colección de biografías me pide, casualmente o no, porque los que estamos en el mundo de Cortázar sabemos que las casualidades no existen, que escriba una biografía sobre Julio. Lo empiezo a estudiar y ahí el personaje y la literatura me fueron entrando a la vez. Con él me cuesta mucho separar la obra del artista”.
Cuenta Ignacio Molina que, “como buen adolescente de los años noventa al que empezaba a gustarle la literatura”, “Cortázar fue una de mis primeras lecturas obligatorias”. Lo primero que leyó de este autor argentino nacido en Bélgica y fallecido en Francia fue Bestiario, su primer libro de cuentos, publicado en el año 1951: “Lo leí en una vieja edición que encontré en la casa de mis tíos. Recuerdo que me gustaron cuentos como ‘Lejana’, ‘Casa tomada’ y ‘Ómnibus’. Me gustaba cómo en esas atmósferas que me resultaban tan cercanas y familiares, tan porteñas en muchos casos, ingresaba de pronto el elemento fantástico. Eso era algo que pasaba en las tramas de los cuentos pero también en el formato, en las estructuras y en la forma de contar. De repente ese realismo familiar se enrarecía sutilmente. De alguna manera esa lectura influyó en mis primerísimos intentos de escritura de cuentos”.
“Mis primeras lecturas de Cortázar fueron mis primeras lecturas a secas”, dice Luciano Lamberti y viaja a la infancia donde combinaba dos elementos en apariencia contradictorios: un genuino interés por la lectura y la ausencia de libros en su casa. El resultado: “Me leía enteros los manuales de Lengua que me compraban a principio de año antes de que empiecen las clases”. Ahí estaba Cortázar; luego lo encontró en la biblioteca del colegio. “Recuerdo haber leído completamente fascinado una antología con tres libros de Cortázar”, y se detiene en “Continuidad de los parques”: “No sé qué habré entendido, pero creo que es un cuento que te puede pegar cuando no entendés nada de esta cuestión de la ficción/realidad porque es muy flashero. Después leí esos libros almanaque, sin forma, como La vuelta al día en 80 mundos; era mítico para mí. Rayuela me partió la cabeza en un sentido estético y ético: de pronto Oliveira era un fucking modelo de vida”.
Teen Spirit
Mónica Jurjevcic es poeta, narradora y profesora de Lengua y Literatura en escuelas secundarias. Ha puesto a Cortázar en el fogón de las lecturas colectivas de las aulas y, asegura, “no tengo más que buenas experiencias”. “A mediados de los noventa, lo que para mí había sido una experiencia de lectura arrolladora, para algunos era solo moda pasada. Con el tiempo, me di cuenta, a fuerza de que sus cuentos en mi voz retumben en el aula, que Cortázar sí, efectivamente, es un lector para adolescentes, pero ya no en el sentido peyorativo que yo había escuchado sino en el de rescate de todo lo que un docente puede ofrecer cuando lo invita a leer: la reconstrucción de un imaginario de la infancia atemporal, los cuentos de estructura perfecta; la experiencia de lectura de una novela que se lee a los saltos; ese cruce maravilloso entre música y literatura; esa creación de un fantástico que aparece ahí, en medio de la ciudad, cuando menos te los esperás”, cuenta.
Cortázar en las aulas y los talleres
Hace varios años ya que la escritora Leticia Martin da un taller titulado “Narrar lo extraño” donde trabaja con cuentos de Cortázar, “esos donde algo ‘raro’ parte del realismo para cruzar una línea que nos lleva más allá”. Ahora nombra tres: “Las manos que crecen”, “Instrucciones para subir una escalera” y “No se culpe a nadie”. “A mis alumnos de la facultad, o del colegio secundario donde un tiempo di clases —cuenta—, les daba a leer sus ‘Jitanjáforas’, un tipo de texto que logra decir algo que no dice solo a partir de su trabajo formal con el ritmo y la raíz de algunas palabras. La maestría de Julio Cortázar está en ese juego serio y en la inspiración que produce leerlo. Cortázar es, antes que nada, ganas de experimentar, permitirse el error, y entonces sí: escribir”.
“Yo doy un cuento semanal en el taller”, cuenta Lamberti. “Siempre trato de dar contemporáneo o alguien desconocido para que no sientan que les doy García Márquez y Cortázar. Pero a veces les doy García Márquez y Cortázar porque el taller me obliga, y nos obliga a todos, a leer en términos técnicos: qué está haciendo este culiadazo que no podemos ver en una lectura más inocente. Yo realmente creo que el tipo escribió cuentos de antología mundial, que están en el top ten del mundo. A lo mejor soy muy fan”. Leyeron “Circe” por ejemplo, al que define como “un cuento sobre los chismes versus las realidades”: “Te presenta lo que se decía de la protagonista como cosas de viejas chismosas y vos decís ‘debe ser buena’, y no: al final era una psicótica. Eso es lo genial del cuento, usa tu progresismo y lo que vos podés llegar a pensar como lector para darte vuelta el final. No se puede creer lo que hace el chabón y en los años cincuenta lo hace”.
En el año 2004, cuando se cumplieron dos décadas de la muerte de Cortázar, Jurjevcic trabajó largo y tendido su obra en la escuela. “Dedicamos tres días enteros a poner en funcionamiento el Proyecto Cortázar: cada curso tenía que representar en el aula uno de los cuentos que le habíamos asignado. Eso incluía la ambientación y la narración o representación de la historia. Recuerdo entrar a un aula en donde se había montado una sala de hospital y andaban los alumnos con guardapolvos de médicos y enfermeras para contar la historia de Pablo y Cora. Otra en la que se entraban literalmente a un laberinto construido con cajas de cartón para encontrar al fondo del aula a un minotauro vencido. Otra en la que un lector en un sillón de terciopelo verde leía una novela. Fueron tres días que solo se usaron para eso, para que todos recorran quince textos de Cortázar, poniéndole el cuerpo, viviéndolos”, recuerda esta docente y escritora.
En los talleres que da Ignacio Molina se suele leer a Cortázar. “Me doy cuenta de que sus cuentos siguen interesando, tal vez a partir de la extrañeza y del realismo sutilmente fantástico”, reflexiona. “Es un autor muy lúdico, creo que eso es lo que atrae a los lectores. En los grupos me gusta leer ‘Grafitti’, un cuento que publicó en el libro Queremos tanto a Glenda de 1980, que resulta muy interesante tanto en el fondo como en la forma. Un hombre y una mujer se enamoran y se comunican clandestinamente a través de grafittis garabateados en una pared en una ciudad en estado de sitio y ella termina secuestrada y torturada. Saber que ese cuento fue escrito en plena dictadura militar le agrega un plus a la lectura. Y el uso de la segunda persona, que de repente se convierte en una primera persona, es muy llamativo. Es una muestra más de los giros y los trucos narrativos que propone Cortázar en sus cuentos”, dice.
Maqueira da textos de Cortázar en sus talleres literarios pero también en la universidad, en materias ligadas a la escritura, a veces de ficción, otras periodística. “En general, uno cree que los chicos se van a volver locos, porque es un escritor que por lo general entra en la juventud, y no pasa siempre así. Pero sí sigue pasando”, asegura. Suele usar, por ejemplo, el capítulo 7 de Rayuela para enseñar de puntuación “desde una manera emotiva e intencionado, y no tanto organizativa del texto”. También les hace escuchar capítulos leídos por el propio Cortázar y recita ahora: “...Y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua”. “Es un final hermoso que todavía me estremece”, confiesa. “Me sigue sorprendiendo que no siempre enganchan enseguida, también que muchas veces no lo conocen. Y al mismo tiempo me sorprende que haya gente que lo descubre y se entusiasma con él y lo siguen adoptando”.
El contagio
Hace unos años Enzo Maqueira recibió un mail. Era un alumno que le recordó la vez que escuchó la voz de Cortázar leyendo Rayuela en una de sus clases. “Me decía que esa voz lo había cautivado, que lo empezó a leer, se hizo fan y terminó yéndose a París tras los pasos de Cortázar, lo fue a visitar al cementerio de Montparnasse. Esas cosas, que sigan pasando con Julio y no con ningún otro, me siguen volviendo loco. Son cosas muy cortazarianas además. Con Borges puede pasar, pero de otra manera. Con Julio es muy especial lo que sucede”, cuenta. A Mónica Jurjevcic, que lo dio mucho en sus clases, le han ocurrido escenas similares: “Admito haber aportado mi cuota de pasión en la lectura como para contagiar emoción. Siempre recibo mensajes en las redes: ‘el otro día nombraron a Cortázar y me acordé de vos’. Creo, entonces, que hay una cuota de amor personal que supe insinuar y lo demás es obra exclusiva de la experiencia de lectura de este autor”.
Compromiso, influencia y posteridad
¿Qué tiene para decir hoy su literatura, a cuatro décadas de su muerte, cuando el mundo donde habitaba y escribía cambió demasiado? Maqueira dice que “su obra es impresionante, disruptiva, lúdica, juvenil, revolucionario, fresca. Tiene un lugar fundacional porque deja de tributarle a España, empieza a hablar en criollo, en el argentino de esa época. En algún punto es un San Martín de las letras argentinas”. Jurjevcic lo define como un “autor hipertextual”: “Cuando trabajamos con estos alumnos que viven en un mundo de enlaces digitales, Cortázar es la invitación a que aprendan a construir sus propios vínculos, sus movimientos en el texto, sus modos de navegación y ese lector tan activo (y proactivo) que él proponía en los setenta”. Para Ignacio Molina, el lugar que ocupa no siempre fue el mismo y es algo que sigue cambiando. Sin embargo, sentencia: “Todo lector argentino, en alguna etapa de su vida, debe leerlo”.
Para Luciano Lamberti, “hoy ocupa un lugar muy grande porque el género ocupa un lugar muy grande. Cualquiera que escriba género no puede no tener algo de Cortázar. Más allá de esa blandura cursilonga el tipo tenía una estética y una ética, y todo apuntaba a la misma dirección. Establece puentes entre este mundo y el otro, y al final hay un giro donde las cosas se dan vuelta. A mí me encantaría tener algo de Cortázar, pero uno no elige sus influencias, o no elige su talento, básicamente. Tomás Downey tiene algo de Cortázar, también Mariana Enriquez y Yanina Rosenberg; ni hablar la Schweblin. Todos los que escriban género lo tienen como dios tutelar, me parece. Leídos desde hoy, se ven como una especie de nietos o sobrinos”. “Aprendimos cierta ética —concluye Maqueira— con respecto al rol de los escritores en torno al mundo que habitamos; un compromiso. Dejó un legado espiritual y una literatura llena de amor y de juventud para la eternidad”.