Fue sin lugar a dudas Woody Allen en su film Manhattan –enteramente rodado en blanco y negro y estrenado en 1979- quien mejor comprendió la verdadera y trascendente significación de Rhapsody in Blue, la popular composición para piano y orquesta de George Gershwin que por estos días cumple un siglo desde su creación y estreno.
La recurrencia de Allen a la obra del compositor nacido en Brooklyn en 1898 y muerto prematuramente de cáncer en 1937, no puede ser más elocuente. Apoyados con bellísimas imágenes de su querida ciudad y a modo de obertura, los primeros minutos del film dejan escuchar el famoso inicio de la obra, con el trino y el sonido forzado (glissando) de una serie de notas en el clarinete. A modo de epílogo, la historia encuentra su desenlace a partir del momento en que se deja oír el tramo final -primero lírico, luego impactantemente resolutivo-, de la Rhapsody.
A esa altura no hay dudas: solo la música de Gershwin –emblema de la música norteamericana de una época- hizo posible que, juntos, Allen y Nueva York se convirtieran, también ellos, en emblemas.
La música como expresión de la identidad
Hijos de inmigrantes ucranianos de origen judío, los Gershwin (Ira, el hermano de George fue una pieza clave en muchas obras concebidas conjuntamente, especialmente en Porgy & Bess, la más difundida de las óperas norteamericanas) se destacaron rápidamente como prodigios artísticos.
George evidenció sus dotes de modo autodidacta primero, pero luego su padre, convencido de su talento tanto como pianista como compositor, buscó que su hijo tuviera una formación académica. Con ese fin, George viaja a Europa y allí toma contacto con Maurice Ravel, momento en el que comienza a difundirse la respuesta que el músico francés –impresionado por las dotes del americano- le habría dado a la petición de Gershwin de formarse con él: “¿Para qué quieres ser un Ravel de segunda si puedes ser un Gershwin de primera?”.
De aquel periplo europeo data la primera plasmación de su preocupación por intentar que su obra refleje la fusión de la música popular norteamericana –el jazz y el blues, centralmente- con la sinfónica académica. Fue así que estando todavía en Europa concibió su también luego muy difundido Un americano un París, obra que sería recibida con frialdad cuando se estrenara recién en 1928.
De regreso en su país y mientras seguía componiendo canciones que iban consolidando su popularidad –siempre con la participación de su hermano como letrista-, Gershwin se dejaba influir de un modo particular aunque indudable, por buena parte del espíritu musical de la época. En particular, se vio seducido por el particular interés de varios de los músicos de entonces por explorar y explotar al máximo los recursos que brinda la orquesta sinfónica.
En esta línea y además de la influencia de Ravel, es posible distinguir también en su música las influencias de Igor Stravinsky y Claude Debussy, aunque Gershwin siempre buscó incorporar esos estilos y procesarlos, no solo mixturando sino buscando dar a luz una identidad propia que, a su vez, pudiera ser representativa de la propia identidad cultural norteamericana.
Esa búsqueda tuvo mucho de “clima de época”, en particular en aquellos países que por diferentes motivos no habían ocupado hasta ese momento el lugar de relevancia que sí habían tenido algunas potencias europeas. O como en el caso de los Estados Unidos o de algunos países latinoamericanos, que venían de un período prolongado de apertura de sus fronteras a una multiplicidad de identidades migrantes. Aquella exploración de Gershwin –sobre todo mediante la fusión de la popular con la académica, o al recuperar en la ópera Porgy & Bess el ambiente negro del Harlem- tuvo su correlato por aquellas misas décadas, en las búsquedas de Manuel de Falla (1876-1946) en España o, algo más tarde, por el primer Alberto Ginastera (1916-1983) en la Argentina. En todos los casos, la música fue una de las tantas manifestaciones culturales en las que quedó reflejada aquella pulsión identitaria propia de las primeras décadas del siglo pasado.
La expresión más lograda. Y la más popular
Junto con la posterior ópera Borgy & Bess –en la que a los pocos minutos de su inicio incluye la celebérrima canción/aria “Summertime”-, la pieza más famosa de Gershwin resultaría sin lugar a dudas Rhapsody in Blue. En efecto, su propio proceso de concepción confirma no solo la llegada a la meta tan buscada por Gershwin, sino su indiscutible talento y precocidad. Y como toda gran obra, de la mano de su popularidad los años la fueron envolviendo con su propia leyenda. Esta cuenta que estando George Gershwin jugando al pool con un amigo, y con su hermano recorriendo el ejemplar de ese día del The New York Herald, este leyó en voz alta el anuncio de que el 12 de febrero de ese año 1924, el afamado director de jazz Paul Whiteman, tendría a cargo junto con su banda la realización de un espectáculo titulado “An experiment in modern music”. Junto con un amplio conjunto de obras, para aquella velada se anunciaba la inclusión de una nueva: un “Jazz concerto” de George Gershwin. Y que la trascendencia de aquella sesión se vería potenciada por la presencia entre la espectadores de músicos de la talla de Sergei Rachmaninov, el director de orquesta Leopold Stokowski y el violinista Jascha Heifetz.
Al parecer, el compositor, cayó sobresaltado en la cuenta de haber olvidado el encargo recibido con la antelación debida, y en pocas semanas concibió la que finalmente llevaría el nombre de Rhapsody in Blue. En su aplicación a los géneros musicales, una rapsodia es una obra en un solo movimiento, por lo general basada en un tema popular o folclórico, o bien de otro compositor. En este caso, la pieza fue concebida por Gershwin para piano y banda de jazz, su orquestación definitiva estaría a cargo de Ferde Grofé y luego de su estreno, ocurrido en el Aeolian Hall de Nueva York aquel 12 de febrero de 1924, toda vez que es ejecutada, el piano es acompañado por una orquesta sinfónica de las que se presentan habitualmente en las salas de conciertos de música clásica. El éxito fue resonante y de allí en más, la obra se impuso como una más dentro del repertorio de pianistas y directores de orquesta pero sobre todo como una de las más importantes creaciones musicales americanas del siglo XX.
Si detrás de cada una de las películas del genial Woody Allen hay siempre –críticos, matizados y nunca lineales- varios homenajes superpuestos, en Manhattan -tal vez el más explícito homenaje a su amada Nueva York-, el blanco y negro de las películas de entonces no podía faltar a la hora de homenajear a las primeras décadas del cine americano. Como tampoco podía faltar Gershwin y, en particular, su Rhapsody in Blue. Porque en todo caso, la operación magistral de Allen fue postularla -casi en lo que podría ser una verdadera rapsodia cinematográfica- como la obra emblema de Nueva York.
En definitiva, al igual que aquella ciudad, en estos cien años de existencia, esta pieza de Gershwin supo convertirse en una de las expresiones más emblemáticas de una cultura ávida de manifestar a los cuatro vientos que su identidad reside en la caleidoscópica presencia de varias otras. Pero, a la vez y sobre todo, como algo bien diferente de su mera suma. He allí, fundamentalmente, una de las razones de la proyección y vigencia de Rhapsody in Blue, hoy un clásico de la música norteamericana pero también de la universal.