Tal vez Los que se quedan sea una de las películas más “oscarizables” (dícese de aquellos films cuyos atributos los convierten en ideales para alcanzar alguna de las estatuillas doradas de Hollywood) de la temporada: el encuentro fortuito de tres personajes dramáticos solitarios que, enfrentados a cierta circunstancia, la atraviesan juntos logrando la realización de una experiencia.
Es un argumento que puebla los catálogos de sinopsis de films emotivos: Los que se quedan (”The Holdovers”, en inglés) se estrenó en Estados Unidos durante los días previos a la Navidad con el fin de que su consumo navideño comulgue con el espíritu de su visionado en las salas, decoradas con arbolitos para dar brillo y esplendor. Esto no quiere decir que sea un film malo, para nada: el cine de género (en este caso, sería “película de navidad”) es previsible por definición. En el reconocimiento de cada trayecto cinematográfico y cada vuelta de tuerca sobre ese trayecto reside el encanto de la obra.
En el caso de Los que se quedan, que transcurre en 1970, los personajes constituyen una tríada poderosa de hermosos perdedores. Paul Hunman (un gran protagónico de Paul Giamatti que, luego de usar el recurso durante una miríada de films, abandona por fin la costumbre de comer con ostentosos ruidos y densas respiraciones, su marca personal, tal como Jack Nicholson exhibía la cadencia rasposa en las palabras que pronunciaba) es un profesor de historia antigua en un colegio de pupilos de varones destinado a los hijos de las élites económicas estadounidenses, la Barton Academy. Bizco, antisocial, es despreciado por sus colegas, los directivos del colegio (el director había sido su propio alumno al empezar a dar clases en Barton) y por los alumnos, a quienes trata con desdén y exige furiosamente que le tengan el mismo amor que él a la historia antigua, claro, sin método pedagógico para lograrlo.
Se acerca el receso de Navidad y Año Nuevo y algún profesor deberá quedarse en Barton para tutelar a los chicos ricos, con mayor o menor tristeza, que deban quedarse en las instalaciones por las razones que sus familias esgriman para no recibirlos. Triquiñuela de por medio de parte de uno de los profesores que lo detesta, el director le pide a Paul Hunman que tome a su cargo la situación. Acepta. No es un hombre que suela salir mucho de los límites de Barton, donde posee un departamento con cama, baño, sillón y escritorio propios.
Se queda también la cocinera negra del colegio, Mary Lamb (una muy buena Da’Vine Joy Randolph), cuyo hijo de 20 años, que había podido estudiar en Barton como becario, cayó muerto en Vietnam y que es homenajeado en la misa de despedida antes de las vacaciones por el personal, los alumnos y los curas, casi todos blancos —Lamb resalta por su robusta figura y el uniforme de cocinera—. Se queda porque no tiene hijo a donde ir.
Y un grupo de estudiantes, cinco, que también deberán pasar las fiestas dentro de los límites de Barton. Angus Tully (Dominic Sessa en un gran debut) es uno de ellos, rechazado por su madre, que decide tomarse una luna de miel con su nuevo marido justo durante las fiestas.
Por si el lector no lo ha notado, se podría señalar que Borges escribió los siguientes versos:
Sí (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de ‘rosa’ está la rosa
y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’.
Y de estos versos concluir que los nombres de los personajes no son ajenos a un significado que suponga algo más que el rejunte de vocales y consonantes: Hunman es tan parecido a “human” (humano), Lamb es directamente “cordero”, “Angus Tully” tendrá más significación sonora para un hablante de una lengua latina: “angustuli”. Valga esto para reafirmar la clave de fábula que tiene el film en cuanto perteneciente al género de film navideño.
Bueno, cuatro alumnos, helicóptero mediante, se van (ya verán ustedes esa vuelta de tuerca hipermillonaria). Así que quedan los tres. Más un hombre, también negro, destinado a las tareas de mantenimiento de las instalaciones, pero cuyo rol es mínimo.
Probablemente, el lector adivine que el guión llevará las aguas narrativas hacia pericias y afianzamiento de las relaciones entre esos personajes esquivos, y que en el camino se producirá el encantamiento de la película. No se equivocará.
Pero, ¿por qué 1970?
El film transcurre en 1970, el hijo de Lamb ha muerto en Vietnam, pero esos son los dos únicos datos, bien podría transcurrir la película en 1985, 2004 o 1936. La recreación de época es fenomenal, desde el vestuario hasta el paisaje de Boston, desde los títulos del comienzo hasta el final. Pero nada más parece indicar que sea 1970, un año en el que los Estados Unidos vivieron en peligro (en rigor, en el cuarto del hijo muerto hay un póster de Martin Luther King, pero nada más).
Es que se trata de una conjura del aislamiento. Los personajes no son sólo seres solitarios, están aislados en su propia soledad, en su tristeza, en la angustia. Aislados de lo que los rodea, ya sea mediante el alcohol de Lamb y Hunman, la misantropía y el evitar al mundo por fuera de los libros de Hunman, el sostener una mentira de Tully. Un aislamiento peor que el que vivimos durante el Covid: quizás por la proximidad con esa pandemia es que el film toque la fibra íntima del espectador.
El simulacro de romper ese aislamiento es el nudo de la película. ¿Tendrá consecuencias luego? ¿O tan solo mientras dure el juego? ¿Se trocará el aislamiento en otra forma de vínculos afectivos o cambiará el aislamiento de paisaje?
Ahí también reside la tristeza del film.
El gran César Vallejo escribía en su poema “Considerando en frío, implacablemente” sobre esa característica de fragilidad de cada hombre, de cada mujer. Esa razón que al final produce que el espectador quiera tomar la mano de esos personajes. Porque como toda fábula, Los que se quedan habla sobre nosotros:
Comprendiendo
que él sabe que le quiero,
que le odio con afecto y me es, en suma, indiferente...
Considerando sus documentos generales
y mirando con lentes aquel certificado
que prueba que nació muy pequeñito...
le hago una seña,
viene,
y le doy un abrazo, emocionado.
¡Qué más da! Emocionado... Emocionado...
Créditos Fotos: Universal Pictures