Hola, ahí.
La semana pasada, al despedirme, te dije que seguramente no me iba a resultar fácil desprenderme del tema del envío por todo lo que había para leer, para ver y para escuchar sobre el asunto. Y así fue.
Desde hace unos días, es decir, desde que comencé a trabajar en el tema, encuentro claves de soledad en todo o, más bien, encuentro que es posible leer todo o casi todo en clave de soledad. Y cuando digo leer, me refiero a la idea de lectura en términos amplios. Hablo de mirada, de análisis, de interpretación.
Hoy voy a hablarte de algunas obras que por estos días pasaron por la lente de este fenomenal microscopio humano. Te dejo, para empezar y para marcar el territorio, la definición de la palabra soledad que da la RAE:
1- Carencia voluntaria o involuntaria de compañía.
Sinónimos: aislamiento, retiro, abandono, incomunicación, separación, desamparo, encierro, clausura, destierro.
2- Lugar desierto o tierra no habitada.
3- Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo.
Sinónimos: melancolía, tristeza, nostalgia, añoranza.
Un maestro gruñón
Invierno crudo en el hemisferio norte, diciembre de 1970. Paul Hunham es un profesor de escuela secundaria en la Barton Academy, un internado para chicos privilegiados en Nueva Inglaterra. Es un hombre culto y gruñón que conoce muy bien la materia que dicta: parece saberlo todo sobre los griegos y las civilizaciones antiguas y cuando habla lo hace con cierta petulancia desagradable, algo que está en la vereda opuesta a la seducción y la generosidad del saber que transmiten aquellos docentes que serán inolvidables para sus discípulos.
Hace años que Hunham (un soberbio Paul Giamatti, serio candidato a quedarse con el Oscar con una actuación fenomenal) trabaja con la cultura madre de Occidente y, aunque nadie duda de su competencia, se hace difícil quererlo o admirarlo. Exigente en exceso, parece gozar con las sanciones disciplinarias que aplica y no se lo ve sensible al dolor ajeno.
Paul Hunham no es un ser agradable y no solo porque tiene un ojo desviado que confunde a las personas o porque desprende un sudor enfermo sino porque es básicamente un misántropo que, aunque se ve obligado a intercambiar con los demás, se acostumbró a vivir tras la barrera infranqueable que alguna vez levantó entre su persona y el resto de la humanidad.
Hunham es el personaje principal de Los que se quedan (The Holdovers), la nueva y sensible película del gran director Alexander Payne, quien ya dirigió a Giamatti en la recordada Entre copas. Se trata de una película que se estrena algo a destiempo, ya que es una obra destinada a ser un nuevo clásico navideño de los que nos gusta revisitar en esas fechas en las que los recuerdos familiares afloran, todos estamos entre sensibles y excitados y procuramos suavizar la realidad, por dura que sea, imaginando tal vez que un nuevo año podría cambiarlo todo en nuestras vidas.
Sin padre, sin hijo
Hay otros dos solitarios que conforman el trío de personas que, mientras la enorme mayoría se va a su casa, se verán obligados a pasar las fiestas juntos allí, en la Barton. Uno es Angus Tully (Dominic Sessa), clásico chico problemático y perturbador, quien a punto de partir para pasar las vacaciones con su madre recibe un llamado de ella anunciándole que hay cambio de planes y que deberá permanecer en el internado.
Con solo ver sus gestos, ya sabemos que Angus proviene de una familia disfuncional y que si hace bullying a sus compañeros es porque antes quien fue molestado, agredido, maltratado por la vida y por los adultos fue él mismo. Hay un padre que falta y ese peso existencial no se aligera ni a los golpes ni con palabras altisonantes o insultos. Nada de lo que haga en esa dirección podrá curar la herida original.
Angus desprecia de manera ostensible al maestro, quien, a su vez, no encuentra en el chico nada que le resulte amable. Sin embargo, el encuentro forzado en la escuela durante muchos días y a solas; la posibilidad de ver al otro desde otra perspectiva y con una luz diferente, cambiarán definitivamente el vínculo entre el hijo sin padre y el padre sin hijos.
Mary Lamb (una potente Da’Vine Joy Randolph, nominada al Oscar como actriz de reparto) es la tercera pata de este trío. Mary trabaja como cocinera en la escuela y es huérfana de hijo —ya sabemos que no existe palabra en castellano para nombrar este estado—, un exalumno de la institución y soldado caído en la guerra de Vietnam.
Es una mujer afroamericana a principios de los 70 conviviendo con blancos: tal vez muchos no recuerden que fue recién en 1965 que el presidente Lyndon Johnson firmó la ley que prohibió las prácticas discriminatorias en el derecho a voto de la comunidad negra de los Estados Unidos.
Algo hosca, reservada, Mary sufre, no se perdona seguir viva y bebe mucho, igual que Paul Hunham, solo que él parece tener más capacidad para absorber el alcohol. Tanto el profesor como el alumno y la cocinera conviven con la depresión y conocen sus efectos, hasta que llega el momento de sobrevivir por unos días en equipo y lo que podría ser un desastre deriva en una curiosa variable familiar.
La música de los 70, el color de las imágenes que recuerda a las películas de la época y un vestuario apropiado y lejos de toda estridencia acompañan muy bien el argumento de la película de Payne, quien a puro talento consigue dar todo lo que suele dar el buen cine: entretenimiento, emociones y mucho para pensar.
Lo hace a través de una historia de género que, sin ser original, toca las fibras humanas y eso es un montón en tiempos en los que todos pasamos el día detrás de las pantallas, en los que la verdad ya no existe hace rato y la sensibilidad es una cualidad que, muy pronto, se estudiará en los libros de historia.
Recia y altiva melancolía
Ya que hablamos de almas solitarias y errantes en su soledad, hoy quiero hablarte de Joseph Roth, uno de los grandes escritores del siglo XX y una de las mayores influencias en lectores y escritores, pese a los pocos años que vivió.
Aunque él mismo confundía a todos con una permanente reconstrucción de su mitología personal, existe hace tiempo consenso para decir que Roth nació en el seno de una familia judía el 2 de septiembre de 1894 en Brody, en la región de Galitzia, entonces parte del Imperio Austrohúngaro y hoy Ucrania. Puntualmente en un lugar muy cercano a la frontera con la Rusia de los zares.
Su infancia estuvo dolorosamente marcada por la pobreza y por la ausencia de su padre, un hombre que primero abandonó a su madre antes de que él naciera y luego terminó internado por sus severos problemas mentales.
Roth fue a la escuela y tuvo también estudios universitarios de filosofía y literatura en la prestigiosa Universidad de Lemberg, centro de la Galitzia y ciudad conocida a lo largo de los años por sus diferentes nombres como Lwow o Leópolis o Lviv, según quiénes fueran los dueños del territorio, polacos, alemanes o ucranianos (la novela Calle Este-Oeste, de Philippe Sands, tiene como escenario a esta ciudad y su singularidad como centro intelectual europeo de su tiempo).
Durante la Primera Guerra Mundial, Roth sirvió en el ejército austríaco. Vivió en Viena y con la caída de los Habsburgo se exilió en Berlín, donde trabajó como periodista. Sus crónicas comenzaron a destacarse por su aguda observación social y su capacidad para registrar tonos y matices de la vida cotidiana. Los bares, la bebida, la calle con sus personajes lúmpenes, los olvidados: ahí estaba, ahí quería estar.
Según Herman Hesse, “A Joseph Roth siempre le gustaron los márgenes de la sociedad ‘instalada’, el mundo de los refugiados, de los excluidos, de los inclasificables, de los perseguidos, de los criminales y los apátridas”.
Fue en calidad de periodista que viajó por toda Europa y escribió sobre todo aquello que pasaba ante sus ojos. Con su sensibilidad, veía lo que otros no veían. Como a muchos artistas de su tiempo, el ascenso del nazismo lo llevó a un nuevo exilio, esta vez en París. Sus obras fueron quemadas en Alemania.
Su conversión al catolicismo fue una excentricidad en la que halló una forma más de consumar su lealtad hacia su única patria, el Imperio Austrohúngaro. “Sólo la Iglesia católica romana es capaz de imponer todavía su marca a este mundo podrido, de mantenerlo en forma”, dirá, sobre lo que Edgardo Cozarinsky llama su “fe crepuscular”.
Sin embargo, es en clave judía cuando mejor se lo lee, algo que han demostrado muchos expertos en su obra.
El “pobre judío apátrida”
La novela más famosa de Roth, La Marcha Radetzky (1932), pinta un retrato amargo y melancólico del Imperio finalmente derrumbado. Lo hace a través de la saga de tres generaciones de la familia Trotta. Hay un gran artículo de mayo de 2002 del cubano Guillermo Cabrera Infante en la revista Letras Libres, que lleva por título simplemente “Joseph Roth” y que dedica gran parte del texto a analizar esta novela central en la historia de la literatura europea.
Otras obras importantes de Roth son Hotel Savoy (1924), en la que músicos, artistas de varieté y veteranos de guerra viven su desesperanza día a día, Job (1930), libro en el que Roth explora la identidad judía y el sufrimiento humano, La rebelión, Judíos errantes, donde narra la vida de los shtetls, las aldeas judías de Polonia y Ucrania; La cripta de los capuchinos y La Leyenda del Santo Bebedor (1939), hermosa nouvelle publicada meses después de su muerte en Amsterdam, suerte de fábula sobre la redención y los milagros y seguramente el más popular de sus relatos.
En esta historia, el protagonista es Andreas Kartak, vagabundo polaco que duerme bajo los puentes del Sena. Indigente y borracho, desesperanzado y mugriento, un día tiene un encuentro fortuito con un hombre que, sin que se lo pida, le presta dinero. Andreas lo acepta y se compromete a devolverlo, a lo que el hombre le dice que, en ese caso, se lo entregue a Santa Teresa de Lisieux, un domingo de misa en la capilla de Sainte-Marie des Batignolles.
Lo que sigue es aventura y parábola, milagro tras milagro, con encuentros más o menos felices con pícaros y pícaras de la ciudad y la imposibilidad de Andreas de devolver ese dinero pese a su voluntad de hacerlo.
Muchos lectores aman pensar que, tras esa historia, es posible leer al propio Roth y a lo que fueron sus últimos días. Un hombre solo aunque siempre se las ingeniara para tener a alguna mujer cerca. Esposa, solo una: diagnosticada como esquizofrénica en 1932, Friederike vivió desde entonces internada en instituciones para enfermos mentales y con Roth ocupándose de los fondos para sostener esa internación.
La mujer fue asesinada por los nazis en 1940 en lo que era la eutanasia forzada bajo el argumento de sus leyes eugenésicas. Su esposo había muerto poco tiempo antes.
“Vivió pendiente de las necesidades de una esposa demente y de una amante mulata con hijos ajenos”, escribe Cozarinsky en su Variaciones Joseph Roth, una biografía compuesta por breves ensayos sobre la vida y la obra de Roth que conforman, a su vez, la historia de una gran pasión lectora. Quien escribe es el lector Cozarinsky y es también el investigador, el detective, el cineasta, el crítico, el biógrafo y el tremendo escritor que es el autor de La novia de Odessa, El rufián moldavo y Cielo sucio, entre tantos títulos.
Roth murió a los 44 años a causa de una cirrosis en un hospital parisino el 27 de mayo de 1939, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Durante su entierro, en el cementerio de Thiais, a once kilómetros del centro de París, algunos comunistas arrojaron claveles rojos en su tumba en memoria de quien alguna vez había firmado artículos como “Joseph el rojo” y nadie dijo kadish por él, por converso.
Apenas un capellán intentó una homilía debió cesar: el paso del tren no permitía escucharlo. Tampoco hubo misas, ya que dudaban seriamente de que estuviera bautizado ese “pobre judío apátrida y alcoholizado”, como lo llamó Sergio del Molino en una muy buena nota de El País. El conde Trautmannsdorf llegó hasta el cementerio en representación de Otto de Austria, heredero de la corona imperial. Cuentan que discretamente el noble arrojó un puñado de tierra sobre el ataúd.
Si hubiera que caracterizar la vida de Roth en unas pocas palabras habría que hablar de su talento, claro, pero también de la errancia, el alcoholismo y la miseria que hicieron de él quien fue.
En el artículo que te mencioné recién, Del Molino sugiere seis razones por las que a casi 85 años de su muerte sigue habiendo tanta gente que ama a Roth y a su obra:
1- Es un profeta (predijo el Holocausto aunque no llegó a vivir lo suficiente para verlo).
2- Es un nómada que nunca tuvo casa.
3- Añora lo sagrado.
4- Es un narrador legible que trasciende las modas.
5- Fue un tremendo e ingenioso polemista (su intercambio epistolar con Stefan Zweig, en el que lo destruía y luego le pedía dinero para pagar deudas, es uno de esos libros para llevarse a una isla desierta).
6- Su tragedia personal conmueve a quienes todavía hoy conservan el sentido de lo sentimental.
“Si los libros de Roth no bastasen por sí solos, la vida del escritor (o más bien su muerte) le colocaría en el Parnaso del siglo XXI: solitario, desahuciado, enfermo y víctima preventiva de los victimarios más horribles de Europa. Cuando la dueña del hotel de París donde vivía en los últimos meses le negaba el alcohol, diciendo que ya había bebido bastante, se iba a escondidas a otro café y pedía allí un pernod clandestino. No era un borracho petulante, tan solo triste, un pobre hombre resignado y consumido. Alguien a quien querer”, escribe Del Molino, reciente ganador del Premio Alfaguara por su novela Los alemanes.
La mirada de Cozarinsky
Los libros de Roth han sido publicados en español por la editorial Acantilado y estos últimos años, la editorial argentina Godot está publicando toda su obra. Dice Cozarinsky en su precioso libro, publicado en la colección Vidas Ajenas de la editorial de la Universidad Diego Portales de Chile, que aunque en el caso de Roth no se puede hablar de “encanto”, una cualidad esencial del escritor según autores como Borges y Stevenson, sí es posible pensar en “una posibilidad de atracción que, entremezclando la obra con el personaje del autor, ha generado un culto”.
Cozarinsky se detiene en detalles de la vida de Roth, en la forma clásica de los comienzos de sus relatos, en su propio vínculo con la literatura del autor y en cada capítulo observa un ángulo de la biografía.
Insiste con que el periodismo de la época fue su escuela y dice que “en su corta vida Roth escribió con la facundia de los grandes narradores del siglo XIX, pero limando, desollando toda adiposidad, ‘desgrasando” (la expresión es de Cocteau aplicada a la música de Satie) el cuerpo del relato para poner en valor músculos y nervios. Y sin embargo, cuánta materia de ficción digna de Balzac, de Dickens, peripecias, personajes secundarios, observaciones de conducta, un lirismo que asoma entre luces y colores y olores de la estación del año, viven en novelas que rara vez superan las 200 páginas”.
Roth, un periodista que legó una de las obras literarias más importantes del siglo XX, nunca dejó de ser cronista, de mirar, de escuchar a los otros. Cozarinsky dedica un capítulo a la leyenda sobre La leyenda del santo bebedor y el origen de la historia de la nouvelle.
El biógrafo de Roth David Bronsen y la experta Soma Morgenstern “coinciden en que el argumento le fue contado a Roth por Serge Dohrn, hermano menor de Klaus, amigos católicos del autor, activos partidarios, como Roth, de la restauración de los Habsburgo”.
Cuenta Cozarinsky que Roth escuchó la historia más de una vez, sentado ante su mesa del Café de Tournon de París, y que incluso llegó a contratar a una secretaria para que tomara notas. Dice que cada tanto interrumpía a su amigo “para dictar con sus propias palabras lo que acababa de oír”.
Me encantan las cosas que recupera Cozarinsky de la obra de Roth, frases de sus novelas que, reordenadas en otros contextos, cobran nueva vida.
“Allí estaba mi amigo Tunda, con treinta y dos años de edad, sano y alerta, un hombre joven y fuerte con todo tipo de talentos, en la Place de la Madeleine, en medio de la capital del mundo, sin saber qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni deseo, ni esperanza, ni ambición y ni siquiera egoísmo. Tan superfluo como él no había nadie en el mundo” (Fuga sin fin).
Sobre el personaje de Friedrich Kargan, observa Roth en el último párrafo de El profeta mudo: “la recia y altiva melancolía de un solitario que deambula al margen de los placeres, las locuras y los dolores”.
Más frases de Cozarinsky sobre Roth, el judío errante.
“Con la escritura ocupó una vida breve hasta agotarla”.
“Como la mayoría de sus personajes, Roth vivió insatisfecho consigo mismo, modificando compulsivamente toda huella de su pasado. De los ocasionales fragmentos de autobiografía en su correspondencia, de los rastros de su conversación, vemos al mitómano en acción”.
“Se diría que la sombra de lo desaparecido fue la única luz que conoció. Tal vez por ello quienes hemos sobrevivido a la catástrofe de los ideales humanistas, a la ruina de la ilusión política, lo reconocemos como hermano”.
“Sus lectores actuales son herederos de todas esas pérdidas que son nuestra única riqueza”.
“Podría decirse que el acercamiento final de Roth al catolicismo, en medio del descalabro que preparó la Segunda Guerra Mundial, fue en busca de la imagen idealizada de una Austria perdida, un último intento de su imaginación por recuperar la patria que la historia le había robado”.
Algo que se me ocurrió
Edgardo Cozarinsky —insisto, un escritor de los grandes, quien vivió entre París y Buenos Aires y que es por naturaleza poco inclinado a las apariciones estelares— nació a comienzos de 1939, el mismo año en que murió Joseph Roth. El dato me resultó significativo, aunque no sé bien a propósito de qué.
Posiblemente no tenga demasiada importancia en este contexto y sé bien que prestarles atención a estas cosas no obedece a mi sagacidad como investigadora sino a una modesta herencia de mi madre, una mujer sola sin voluntad de soledad, quien como buena apostadora de quiniela y de bingo depositaba la fe en el poder de las cifras y en esta clase de coincidencias.
Como si la razón hubiera venido a darle la derecha desde el más allá, la fecha de su muerte resultó afín a sus inquietudes.
Mi madre murió el 5 de mayo de 2005. O sea: el 5/5/5.
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Ya me despido y te cuento que me siguen quedando en el tintero cosas de las que quiero hablarte y que también se vinculan con la soledad o con variantes como el aislamiento y el desamparo.
Todo indica que la semana que viene voy a volver a ocuparme de algo cercano al tema. Las imágenes son de la película Los que se quedan, de Alexander Payne, (que se estrena hoy, 8 de febrero, en Argentina), de Joseph Roth y de los libros que se mencionan y hay una foto que me gusta mucho, de Roth con Stefan Zweig.
Una vez más, te recuerdo mi correo: es hpomeraniec@infobae.com.
Para ponerle música a esta despedida, pienso en Un ángel para tu soledad, de los Redondos y en el Oifn pripetchik, un clásico tema en idish del que habla Cozarinsky en su libro y que muchos recuerdan por haberlo escuchado —y llorado— viendo la película La lista de Schindler, de Spielberg.
Es una canción famosa del músico nacido en Odessa Marc Warshawsky (1848 – 1907), que escucharon cantar generaciones de judíos europeos y que narra cómo un maestro les enseña a los chicos a leer y a escribir delante de la chimenea.
En los párrafos finales, la letra en castellano dice algo así:
Cuando hayan crecido, niños,
Entonces comprenderán
Cuántas lágrimas y cuántos llantos
Se hallan en este alfabeto.
Cuando deban, niños, aguantar el exilio
Y quedar exhaustos,
Ojalá puedan traer de estas letras más fuerzas,
Y mirar dentro de ellas.
(Ya sé que no me ves, pero te la estoy cantando).
Hasta la próxima.
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