Antes de retomar los últimos ensayos para su debut como actor en la obra Testosterona, el periodista y escritor Cristian Alarcón (La Unión, Chile, 1970) se escapa de la ciudad para descansar en la casa de campo que tiene en Abasto, cerca de El Peligro, localidad lindera con la ruta 2. La morada está ubicada en un predio que comparte con amigos desde hace unos 10 años y al que va desde su vivienda en San Telmo, Ciudad de Buenos Aires, cada vez que puede. El lugar, de alrededor de una hectárea, tiene árboles frondosos y variados. Cristian elige sentarse al pie de un tronco grueso, para gozar de la sombra, poca, que dispensa un enero a las 3 de la tarde. Además del magnífico paisaje bucólico, debe ser muy inspirador tener como vecinas a las escritoras Gabriela Cabezón Cámara y Selva Almada. “También está el dibujante de Beya, Iñaki Echeverry, pero no viene casi nunca”.
Cristian es el creador y editor de la revista digital Anfibia y ganador del premio Alfaguara por su novela El tercer paraíso. Hace un tiempo decidió escribir y poner sobre un escenario su propia historia, en clave performática. Testosterona es un biodrama que surgió como efecto de una experiencia traumática que vivió como niño, entre los 6 y los 8 años, cuando fue sometido a una terapia de conversión a través de inyecciones de esa hormona que pretendía “borrar” sus rasgos femeninos.
La escritura del texto teatral la realizó con la colaboración de Lorena Vega (Imprenteros, La vida extraordinaria, Las cautivas), directora del proyecto, que se verá en el Astros (avenida Corrientes 746, CABA) a partir del próximo jueves. “En realidad, todo surge de un poema y de la necesidad de sumar algo más a lo textual, al libro clásico, porque se trataba de trabajar con materiales de un tiempo en que las infancias padecían un sistema oprobioso y eugenésico para normalizar lo que se salía de control, tal como ocurrió en los campos de concentración alemanes con los homosexuales”, relata Alarcón.
“Con Lorena y un equipo enorme pudimos construir un biodrama y en su dispositivo se cruzan música, luz, sonido, arte digital y los cuerpos de Tomás de Jesús, actor y bailarín, y el mío”. La obra contiene referencias a los tratamientos nazis, los descubrimientos botánicos de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland, el folletín gay, y la construcción y deconstrucción de lo masculino”.
En el Astros, la gente podrá ver a Alarcón bailar, escuchar, interrogar al público, callarse, en el contexto de la performance que implicó más de tres años de ensayos y una inversión de tiempo y dinero significativa por parte de Cronos Lab, la usina de contenidos de Anfibia.
—¿Cuál fue tu primer contacto con el teatro?
—Genealogizar puede llevarnos a la adolescencia en Cipoletti, la patagonia argentina, donde nos exiliamos con mi familia cuando nos fuimos del Chile de Pinochet, en los ochenta. Tuve unos primeros pasos en un taller de teatro con Daniel Vitulich, un gran maestro que había estudiado con (Raúl) Serrano y nos entrenaba con las técnicas de Eugenio Barba, del Odin Teatret. Fue una experiencia muy adolescente, inaugural, que terminó muy pronto, donde conocí a los primeros personajes literarios de mi vida: un psiquiatra, que para mí era Hemingway o Miller, una pareja de lesbianas que viajaban en una gran moto y una de las mujeres era bellísima. Ahí escribí mi primer texto, una obra sobre un pacto suicida entre un chorro y un asesino. Pero lo que más me marcó en aquel par de años fue la relación con el entrenamiento teatral y con la idea de la creación.
—¿Cuál era el contexto político social de entonces?
—Estábamos en un impasse de la militancia estudiantil por las amenazas que chicos de 14 a 16 años recibíamos en el Alto Valle. Eran los tiempos de la presidencia de Alfonsín y en esa zona funcionaba parte del grupo de la revista Cabildo, los centros de los colegios habían adquirido una relevancia inusitada y el teatro apareció como un lugar de refugio. Toda mi preocupación era regresar a Chile y ese territorio fue el descubrimiento del arte en términos profundos, porque tenía compañeros y compañeras que encarnaban la libertad.
—Ahora elegiste a Vega como partenaire, ¿cómo fue esa decisión?
—Con Lorena coordinamos durante cuatro meses un laboratorio de periodismo performático para Anfibia. Llevamos adelante una tutoría con cuatro artistas y periodistas que ganaron la última edición de la convocatoria. Lorena es una gran periodista con la que siempre hubo entrecruzamientos. Era una gran tentación trabajar juntos, con nuestra temperatura. Lo deseaba mucho.
—¿Por qué elegiste exponerte con un tema tan íntimo?
—Diría que es una especie de juego dentro de un camino donde lo importante es la posibilidad de entregarse desde la ficción biodramática de una escena infantil propia, con una vida transitada. Hubo que perderle el respeto a la memoria para avanzar en una verdad compleja que pretende atravesar la cuarta pared y llegar al espectador. No se trata solamente de dar cuenta de las cosas que ocurrieron y ocurren. Pude trabajar estos temas en mi análisis y no tengo asignaturas pendientes con mi familia de origen.
—¿Tuviste que transitar momentos incómodos?
—No tanto como la sorpresa que me produjo la idea de darle el control a la directora sobre mi cuerpo, asumir que Lorena tiene conocimientos extraordinarios y entrar en el juego con otra gente, además. El desafío es acercarme lo más verdaderamente que pueda, sin dejar que la mente me desvíe del presente. Cuando actuás o das una conferencia entrás en una narrativa del cuerpo, él y tu voz tienen que estar presentes en función del tema, del texto o la dramaturgia. Si la operación es superyoica, si el ego interviene, se arruina todo, el cuerpo se convierte en cárcel.
—En este proceso de construcción del actor, ¿sentís que te fuiste soltando?
—No estaba agarrado. Ser un cuerpo en el escenario me protege, me fortalece, me dignifica y me muevo con los instrumentos posibles de una historia muy difícil de ser dicha. Quizás, llegué, a partir de tener el tema trabajado, mi masculinidad reconstruida en la experiencia. El dolor infantil es un recuerdo que pude volver a explorar en cada segunda escena. La denegación del ego me permitió aterrizar en esta nueva realidad y construir algo positivo y polisémico. Testosterona no es solo una provocación, una búsqueda de sentido en el otro, ya no importan el dolor, ni el miedo, ni llorar.
—¿Cuál es tu objetivo con “Testosterona”?
—Me importaba explorar, desde la investigación periodística y teatral, qué pasa hoy con las hormonas, que juegan cada vez más un rol decisivo en la formación de las identidades. Estos descubrimientos no los hubiera podido hacer si no me hubiera metido en un trabajo de otro orden al que venía haciendo. Por eso: gracias, hormona. Porque los materiales que encontramos nos permiten crear algo con la directora, el músico, la coreógrafa, el escenógrafo y estallar en la escena. Trabajé sobre los migrantes peruanos y venezolanos durante seis años, sobre la vida de las chicas de la calle y el maltrato de la policía durante 10 años. He escrito todas las historias de corrupción que te puedas imaginar. Cuando volvimos a la presencialidad necesitaba hacer otra cosa, algo más vinculado con la poesía y con la política del cuerpo, desde mi propia respiración. Este es un momento muy luminoso para mí, pude hacer dieta, dormir bien, cuidarme, regular o suspender los consumos excesivos. Antes de empezar a trabajar, medito. De todos modos, tengo claro que también es un momento social y político brutal, en el que el sistema patriarcal, capitalista, necesita eliminar la diversidad y trabajar por una uniformidad que lo habilite a seguir reproduciéndose. Igualmente, vivimos una época de mutaciones. Quienes activamos en proyectos de emancipación deberíamos repensar la realidad desde una perspectiva no binaria, con una profunda autocrítica.