Algo nuevo, algo viejo, algo prestado, algo azul

Un devaneo sobre lo funcional, la belleza y el misterio, desde una serie con Emma Stone hasta el cuestionado código urbanístico, pasando por el Gato Félix y una novela centenaria

Explora cómo una supuesta maldición perturba la relación de una pareja recién casada mientras intentan concebir un hijo y al mismo tiempo coprotagonizan su nuevo programa de mejora de viviendas (Showtime)

1. Algo nuevo ¿Vieron la serie The Curse? Está en Paramount+, actúa Emma Stone. Una pareja quiere hacer casas ecológicas y funcionales para revitalizar una comunidad, pero todo sale mal, y más que revitalizarse, la comunidad se vuelve hosca, refractaria, invisible.

Hace poco, acá en la esquina terminaron de poner una casa encima de otra casa. La casa de abajo es blanca y siempre tiene las persianas bajas. Es sobre todo un muro que bordea la curva de la cuadra como el borde merengado de un pastel. Para entrar, hay que subir una escalera que da a una puerta estrecha y sola. El barrio estaba hace años más cerca de la costa del río, por eso las casas están hechas así, recostadas en lomas; por eso tienen sus pisos a unos metros del suelo: para evitar la inundación. La casa de abajo es algo que permanece de ese tiempo y que se quedó igual a ella aunque el río se fue y el agua ya no vuelve a tapar y a hacer desmadres. Es como es la casa de abajo porque, en algún momento, ser así era necesario.

La casa de arriba es cuadrada y tiene ventanales amplios. Una caja de vidrio y sal. La casa de arriba, vista con apuro, es transparente. Toda la luz que la casa de abajo rechaza la de arriba la toma, toda la sombra que la casa de abajo se procura, la de arriba la refracta. Mirar la casa de arriba encandila.

Yo no sé, no puedo ver, qué hay adentro de la casa de abajo. Paso todos los días y rozo a veces con los dedos la textura rugosa de su pared como si acariciara el lomo de un reptil doméstico. Una lagartija, un camaleón. Algo vivo, fresco y quieto. De la casa de arriba, puedo ver todo: el living con su televisor enorme, la disposición de las piezas con sus camas bajas llenas de almohadones, la cocina plateada, las lámparas enroscadas de diseño. Lo viejo lo adivino misterioso, lo nuevo se me ofrece obvio.

Hay, alrededor, en el barrio, otras casas viejas con escaleras serpenteantes, jardines brutos que las preceden, lomas de tierra y arbustos y suculentas espinadas. Cada vez menos. Entre esas casas, puestas encima y a los costados, van creciendo otras formas nuevas y funcionales. Para crecer hacen un ruido que tapa al de las cotorras y el tren y los otros pájaros. Como antes se fue el río, corrido por arena y gente y caminos, ahora retiran los edificios el silencio de las casas. Tapan lo que antes podía verse: un cielo, un horizonte, el secreto detrás de las paredes. Ofrecen transparencia y espejos: sin privacidad, ver y vernos. Puede ser que haya en esta arquitectura una función, en esas torres. Dar un lugar simple para una vida simple. Mientras paseo, este verano, lo funcional, como en The Curse, no me funciona. Si hay un arte en esta arquitectura nueva de vidrios y reflejos, debe ser un arte esquivo. Por lo que veo, asumo, en relación a la belleza y el misterio, un arte de la desaparición.

"Winesburg, Ohio", la novela de Sherwood Anderson

2. Algo viejo El verano es también una casa. Se puede estar en un rincón del verano, tomarse un tiempo al amparo de una sombra. Tiene una puerta el verano. Podemos entrar y cerrarla; tirarnos a leer un rato y ponernos al día con los libros postergados.

Por ejemplo: Winesburg, Ohio, la novela que Sherwood Anderson publicó en 1919, hace 105 veranos.

Un libro es también una casa. Con ventanas y pasillos y habitaciones y goteras y ruidos a la noche cuando se distiende y bosteza la madera de los muebles. Con otros. Winesburg, Ohio es una novela hecha con 22 relatos. Cada uno cuenta la vida de un habitante de ese pueblo inventado con un nombre verdadero. Esa gente que aparece y se nos acerca y nos habla en esa casa, en ese verano, en ese libro, nos ofrece una historia y nos pide compañía. Hay, en el pueblo, pareciera, algo ominoso y opresivo. La intención de sus habitantes siempre es perseguir el amor, la vocación, el llamado de la fe o de la fortuna, para saltar la tapia, la tranquera, cerrar la puerta y escapar a un destino que se les ofrece más bien chato y parecido. La intención es irse. En ese libro, en este verano, de esas casas.

Un pueblo es también una casa. No de paredes y tejas, un pueblo de palabras y de historias. Acompañado por esos fantasmas, estos días hechos para escaparse un rato, descubro que puede haber en un pueblo, una casa, un verano, un libro; puede haber caminos que se abren y gente sola que pide, desde hace 105 veranos, escucha en nosotros, un rato de amparo, compañía.

El Gato Félix con su valijita

3. Algo prestado

Hay una versión nueva del Gato Félix. Para cada generación hay una. Mi abuelo me hablaba de un Gato Félix mudo, puede ser que el mismo que veían mis padres, yo conocí a otro con una voz parecida a la de Mickey Mouse, mis hijos tuvieron el suyo en DVDs copiados que comprábamos en un kiosco de revistas. Ese tampoco hablaba. Ahora hay otro. Como todos los demás, el Gato Félix nuevo tiene un bolso del que puede sacar cosas que no se acaban nunca. Una escalera, un avestruz, un agujero. Si quiere, además, puede entrar en el bolso. El bolso del Gato Félix puede ser, sí, claro, también, su casa.

Mi abuelo usaba a su Gato Félix para hacerme notar que me estaba desensamblando. “¡Dale, Gato Félix!”, me arengaba en los paseos a mis once, doce años. Y lo que quería decir era que yo, como el dibujo, me movía desgarbado y elástico, moviendo las piernas y los brazos como si los llevara sueltos. Mi mamá cantaba una canción cuando estaba contenta. Así nos lo hacía saber sin decirlo. Eso suponíamos, mis hermanos y yo. Ella cantaba: “Félix el Gato, el único único gato…”. Y todo estaba bien.

Yo, de Félix, uso su valijita. Hay que tener siempre a mano una así. Me convenzo y trato de convencer a mis hijos de que podemos llevar con nosotros escaleras, avestruces, agujeros. Sí, ya sé, papá: “El poder de la imaginación”, “todo lo que se puede inventar, se puede tener”. Papá, ¿te comiste un coach? Bueno, no. Tienen razón. Como metáfora es pobre y básica, pero sirve en la literalidad. Y es que, como el gato, yo, cuando salgo, llevo un bolso y en el bolso un libro y en el libro algo que me ponga más allá de mí (una escalera), la compañía de algo extraño (una avestruz), la opción del silencio (un agujero). Yo, cuando salgo, llevo conmigo una casa.

4. Algo azul

Conozco apenas una banda española que se llama La Casa Azul. Sé que existe, la oí nombrar. Les gusta a amigos. Creo poder reconocer algunas canciones. Desde que escribo estas columnas, estoy siempre buscando algo azul. Así que la busco y la pongo y la escucho mientras camino por el bulevar. Es feliz, es una alegría, colores, algo nuevo, distinto a lo que escucho todos los días. Voy por el barrio contento y con los brazos sueltos. Escucho algo que no es mío en La Casa Azul.

Camino el bulevar desde hace más de treinta años. Antes, el bulevar era solamente casas bajas. Yo sabía el nombre de la gente que habitaba esas casas. No de todos, de muchos. Pero, para redondear, para contar el cuento, digamos que de todos. Señalaba y decía: “Ahí vive Don Coco, ahí viven los melli”. Podía suponer, detrás de cada fachada, una historia, una vida sucediendo. Ahora, hay más edificios y más gente que yo no sé nombrar. Entre los edificios espejados que quieren reflejar el cielo pero reflejan edificios espejados, hay, veo, una casa azul. Una verdadera. Es la Biblioteca Popular Cornelio Saavedra. “Creada por el barrio en 1918″. Sacada de una valijita por el barrio y apoyada en la vereda para que el barrio pueda entrar a buscar lo que el barrio quiera. Es una casa azul, como dije, la Biblioteca, casi toda azul, pero arriba, desde la terraza, cuelga una mancha blanca y roja, una bandera. Dice: “No a las torres por un nuevo código urbanístico”. Pide que siga habiendo espacios verdes, que se mantenga una identidad y un uso racional, armonioso, amable de estas veredas y estas plazas y estas calles. Pide lo que debería ser obvio: que lo bueno siga así, que no se tire y se empuje y se rompa. Que no avance ese pensamiento chiquito de lo enorme que solamente sabe hacer las cosas mirándose a un espejo. Que no avance la idea boba del usufructo y el negocio como único horizonte. Que no se vea nada más en una valija una valija, en una casa una casa, en un pueblo un pueblo. Que siga habiendo casitas bajas y azules, bibliotecas populares. Que, en relación a la belleza y el misterio, no avance el arte de la desaparición.