La época indoors de Andrés Calamaro está asociada con El salmón por el aire de aventura estrictamente personal que tiene ese disco y también por el hecho de que nunca se presentó en vivo, pero lo cierto es aquel álbum se hizo cuando Calamaro todavía tenía una vida de estrella más o menos estándar: aproximadamente cuando giraba presentando Honestidad brutal e iba a programas como Sábado Bus. En realidad, la “época rara” (la expresión es de Rodrigo Fresán, amigo de Andrés, y está en ese libro mágico que se llama Historia argentina) empezó el 24 de octubre de 2000, cuando El salmón vio la luz.
“El verdadero salmón vino después de El salmón” le ha dicho Andrés Calamaro a Nathy Peluso. Fue en el episodio que se hizo sobre él en Bios: vidas que marcaron la tuya, el programa de National Geographic. Así las cosas, el verdadero (sic) salmón es El cantante, que salía en febrero de 2004 y de cuya edición se están cumpliendo veinte años. Ese es el producto de un tiempo en que, como se ha dicho en el programa Elepé, Andrés preocupaba a todo el mundo. La única instantánea de aquella época sin comunicación con el mundo exterior fueron esas ocho palabras dichas en la marcha del 24 de marzo de 2002: “situación de estupefacientes… rock, fútbol, sala de ensayo”.
El arte es misterioso: una persona que se ufanaba de escribir canciones todos los días sacó, en el momento de mayor frenesí creativo, un disco de versiones con apenas tres composiciones nuevas: Estadio Azteca, La libertad y Las oportunidades. Las tres, por cierto, destilan una honda tristeza. La primera es de Marcelo Scornik y las otras dos son de Andrés.
Martín Zariello dice en 1988: el fin de la ilusión (Sudamericana, 2018) que Calamaro logra entrever sucesos sociales de índole simbólica para intercalarlos con su propia vida. Menciona el verso “Me parece que soy / de la quinta que vio / el Mundial ´78″, incluido en Crímenes perfectos (Alta suciedad) y remata la idea con este otro: “Veira quedaba en libertad / yo estaba mal por mil motivos” (Los dientes apretados, Por mirarte). A esa serie se podría agregar “La casa estaba en orden / y no encontré motivo” (Señal que te he perdido, Nadie sale vivo de aquí) y “Él fue parte del Plan Austral / y ella es la jefe del nido” (Siete segundos, Sin documentos).
Esa es, justamente, la magia que Calamaro vio en ‘Estadio Azteca’: “la canción cuenta la historia personal de Marcelo pero, a través de él, la de toda la Argentina”.
Martín Pérez entrevista a Marcelo “Cuino” Scornik en la página 72 de The Calamaro Files (Gourmet Musical, 2022). Scornik es uno de los laderos de Calamaro y firma, por ejemplo, la letra de No me pidas que no sea un inconsciente, incluida en Hotel Calamaro (1984).
Se lee en el libro de Pérez: “el Cuino confiesa haber tenido momentos de bronca (…) porque le duele que no exista el disco para el que «Estadio Azteca» fue grabado originalmente, o que debería contenerlo (…) Un disco, o doble, o triple, que contuviese los temas compuestos después del heroico cometido de El salmón. (...) No salió porque había que seleccionar canciones. “Ya estamos para la caja de diez”, le decía por esa época a Andrés, como buscándolo. Me acuerdo de que a veces nos peleábamos, y él me decía: a ver, tratá de seleccionar vos quince canciones. Y me resultaba imposible”. Momento borgeano: si Borges publicó sus Obras completas para borrar de su obra algunos libros que no le gustaban, el disco que debió aparecer después de El salmón no salió porque ni Calamaro ni sus adláteres podían seleccionar los temas a incluir.
Las canciones de ese otro salmón, el que según Calamaro es el verdadero y vino después, están dispersas en varios discos posteriores: Los chicos (La lengua popular), Corte de huracán y El punto argentino (ambas de El palacio de las flores), El perro(On the rock), Mancada en la pampa (Raíces 30 años), Bachicha (Obras incompletas).
Respecto de las tres que sí aparecen en El cantante, están vestidas instrumentalmente como para sonar en los cafés de especialidad de todo el mundo, pero también hay, más o menos colgadas de la red, versiones grabadas en la intimidad de una portaestudio.
La discografía de Calamaro es un muestrario de géneros, tradiciones y encuentros. Al momento de grabar El cantante Calamaro ya había sido candombero debutando con Beto Satragni en Raíces. Ya se había incrustado en el rock ibérico en sociedad con Ariel Rot. Ya había buceado en los orígenes del rock nacional cantando Rock de la mujer perdida con Claudio Gabis y convocando a Ciro Fogliatta a su banda. Ya había emulado a Bob Dylan en Honestidad brutal.
Más tarde, después de El cantante, sería tanguero en Tinta roja, nebbiero en El palacio de las flores, gitano con Diego el Cigala y clásico con Julio Iglesias.
Y en El cantante Calamaro será iberoamericano. El disco está estructurado como un viaje: empieza acá cerca con los tangos Malena y Volver, del mismo modo que en Tercer mundo de Fito Páez el viaje americano empezaba con una detención policial en una esquina del centro de Buenos Aires. Y después se recorre una geografía variada: más allá de los dos tangos del principio están La distancia de Roberto Carlos, Voy a perder la cabeza por tu amor de los españoles Manuel Alejandro y Ana Magdalena, y otros clásicos argentinos de Gardel-Le Pera y Ramírez-Luna. Todo producido por Javier Limón, que aporta una impronta de flamenco bien amalgamada con el repertorio: no se sabe dónde termina una y empieza el otro. (En Tinta roja, en cambio, el experimento será más consciente y menos abandonado, y esos dos planos estarán chocando y en contraste, como si el malecón de Triana diera al Riachuelo). Así hasta el puerto final del disco, que es la canción que le da el título y con la que Calamaro mostrará una veta caribeña y salsera que hasta ese momento parecía imposible.
(Se trata, creo yo, del primer vislumbre del Andrés americano de hoy en día que gira de acá para allá, de México a Neuquén y de Asunción a Bogotá. Es como si el Calamaro de aquel momento hubiera oído profundamente ese verso que escribiera y cantara Miguel Abuelo: “¿América? ¿Estabas ahí, mi América? Conmigo adentro, América”. Y, también, como si hubiera dejado de lado la alta iluminación que se escucha en Enola Gay, una de las tantas canciones de El salmón: “Creo que si fuera más latinoamericano sería más yanqui”).
El panameño Rubén Blades había escrito la canción para cantarla él mismo, pero se la cedió al puertorriqueño Héctor Lavoe al ver que la estaba pasando mal. El Caribe es un barrio y todo quedaba, aparentemente, en familia. Pero muchos años después un lejano artista rioplatense que también la estaba pasando mal hizo suya la canción. El “si no me quieren en vida / cuando muera no me lloren” con el que terminan la canción y el disco hace eco con «Este es el final de mi carrera», la canción que cerraba El salmón. Aquel era un Andrés crepuscular que por segunda vez consecutiva cerraba un disco despidiéndose.
(En una muy buena entrevista para La 100 con Bebe Sanzo, que puede encontrarse en YouTube, están viendo los discos de Andrés y el entrevistador pregunta: “¿qué puede ser lo que más me sorprenda que tengas acá, que no esperaríamos que tengas vos en tu discoteca?”. Respuesta: “una cosa que te va a llamar la atención es la importante colección de Héctor Lavoe y salsa”. Sanzo: “vi que tenes hasta un cuadro de Héctor Lavoe”. Calamaro: “sí, sí”).
Al año siguiente de sacar El cantante Calamaro volvió, acompañado por la Bersuit Vergarabat, a los escenarios. Primero tocó en Cosquín y después hizo tres funciones en el Luna Park. Recuerdo una de esas noches. Andrés ya había aparecido en el escenario y ya había dicho “Buenas noches, muchas gracias”. Estaban sonando los primeros compases de El cantante y yo lo miraba: Calamaro era un aparecido, un Cristo resucitado, una visita del más allá. Y en el Luna Park todos estaban tan entusiasmados como yo, porque mientras suena la introducción instrumental me es imposible mantenerme en el lugar que había conseguido: la presión de los cuerpos sobre los cuerpos es máxima y es imposible no irme para atrás y para el costado. Tengo varias personas encima de mí y en ese momento Calamaro está por empezar a cantar. Y nosotros con él. Entonces todos decimos “yo”: es la primera palabra de El cantante. Pero Calamaro espera y canta esa misma palabra en síncopa. No es nada, medio segundo quizá, pero en ese revoltijo de humanidad que es el Luna Park alcanzo a pensar: “entró tarde, qué genio”. Ya nos había hecho esperar un montón de años, así que ¿por qué no hacernos esperar medio tiempo más? Ese fue el último instante de la época indoors, y es también el símbolo de toda una época: la de Calamaro ausente y su público cantándolo. El momento quedó registrado en El regreso: en el principio de ese disco se escucha claramente que el público entra antes que él.
Y fue entonces, cantando esa canción llena de otredad, que supimos que el mismísimo Andrés Calamaro había vuelto.