Después de recorrer el mundo, el artista danés Adam Jeppesen se instaló con su familia en Uruguay hace cuatro años. Desde su casa a escasos metros de la costa y a pocos kilómetros de Punta del Este, cuenta sobre su trabajo, sus viajes y su obra, además de los proyectos más recientes que integran Al paso de la lumbre, su primera exhibición individual en una institución uruguaya, el Museo de Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA)
Jeppesen (Kalundborg, 1978) nació en un pequeño pueblo en Dinamarca, cursó gran parte de la escuela en Nueva York y retornó a su país para terminar la secundaria. En aquel entonces, “sentía que tenía otra experiencia y era difícil conectar” –recuerda–. Después se interesó por la música y el cine -corrían los años del famoso Dogma 95- y finalmente se decidió por la fotografía.
Estudió, trabajó, aprendió el oficio y, cuando iba a aplicar a la Academia de Arte, lo contrataron para viajar y grabar documentales con una cámara compacta, sin equipo de sonido. “Íbamos sin pedir autorizaciones -teníamos que hacer eso porque se trataba de cuestiones sensibles que a los países no les convenía difundir- y descubrí que podía trabajar muy bien en esas condiciones. Tenía más o menos veinte años y viajaba con una periodista bastante mayor, decíamos que era mi mamá y yo, el hijo que tenía muchas ganas de filmar. Y esa empezó a ser mi especialidad”.
En su primer encargo pasó seis meses viajando por Sudáfrica, Groenlandia, Bangladesh y Ecuador para un documental de Naciones Unidas sobre los derechos de las personas indígenas. En sus siguientes trabajos, registró lugares y situaciones de post-guerra: Israel y Palestina durante la Segunda Intifada y Sierra Leona, por ejemplo. “Eran las ideas de alguien de 22 años, pero sentía que mi trabajo era muy importante para el mundo”. De vuelta en Copenhagen, otra vez le costaba conectar, “sentarme y hablar de cualquier otra cosa mientras sabía lo que estaba pasando allá”.
El joven Jeppesen cumplía el encargo entregando sus filmaciones, pero su experiencia poco tenía que ver con la edición final “porque sentía que esa historia era una narrativa forzada en una dirección. Muchas veces se trataba de algo mucho más complejo, pero ¿qué podés hacer para un programa de media hora?”
Entonces decidió producir, paralelamente, su propio material. “Cuando trabajás en situaciones muy intensas es como que tu cerebro se apaga y vos estás 100% observando, pero tu cabeza no está grabando. Estuve varias veces en lugares muy impactantes y después, al preguntarme cómo había sido, no me acordaba. Dejaba el material y era como dejar mi propia memoria”.
Empezó a sacar fotos y filmar con otra cámara que siempre llevaba encima. “Una vez entré en una casa y había alguien calcinado adentro, fue horrible, lo filmé y recuerdo que saqué una foto de la pared”. Años después, esa imagen inició sus proyectos personales, que ya no hablaban el lenguaje del documental. La imagen de la pared funcionó como una puerta hacia una memoria más vinculada con la experiencia subjetiva que con el registro de los acontecimientos. “No recuerdo el resto, pero con esa foto me acuerdo entrando ahí y de dos o tres personas y las cosas que dijeron. Y me acuerdo también del momento en que la saqué”.
Pero a partir del furor de Gran Hermano en Holanda (2002), la programación documental dejó de recibir fondos en favor de un formato de reality TV. “Los encargos eran, por ejemplo, ir a Islandia con cinco mujeres y documentar cómo cruzaban el país a caballo hablando de hombres. No lo pude aceptar”. En ese momento, Jeppesen decidió revisar su material propio para hacer un libro y una instalación de video.
El invierno nórdico le dio la oportunidad de aislarse y trabajar sin pausas durante dos meses. Viajó a Islandia y en ese período editó Wake (1° ed. 2004 y 2° ed. 2008), su mi primer libro, con imágenes de Japón, Palestina, Finlandia e Italia tomadas durante los viajes de trabajo y otras más. “Es un libro muy silencioso y oscuro, fue el cambio, en que pude ver que tengo una voz para dar cuenta de una experiencia propia de una manera que es más universal, que no es sobre el conflicto concreto ahora, sino sobre toda la nube que está alrededor” –cuenta–. En aquel momento le interesaba la fotografía clásica y buscaba la pureza del medio. “Es una técnica con muchas reglas” –observa y agrega que solía ir a copiar a Düsseldorf, en uno de los mejores laboratorios del mundo.
Luego empezó una serie de fotos en paisajes muy aislados durante la luna llena, que describe como “imágenes de una persona en un lugar inmenso y donde vos sentís que estás solo en el planeta”. Al volver, hacía una investigación en la prensa internacional sobre acontecimientos que habían sucedido al momento de la toma de la foto. “El resultado era una imagen que imprimía en gran formato y abajo, en un tamaño de fuente como de revista, había una selección de aproximadamente cincuenta historias escritas (...), por ejemplo, un colectivo con bailarinas en Australia que cae a una zanja (había cosas raras). Tenemos la ilusión de que estamos viviendo en un mundo globalizado donde nos enteramos de todo. Y no sabemos nada del impacto que tiene en diferentes personas. Hice algunas imágenes sobre eso y me contactaron de un museo en Dinamarca para preguntar si tenía interés en hacer una exhibición con ese trabajo”.
Jeppesen aceptó la propuesta y decidió realizar las imágenes, que solo podían hacerse durante las noches de luna llena, en un recorrido por el continente americano que partiera del Polo Norte y llegara por tierra al Polo Sur. Sus reglas: no podía volar y tenía que viajar solo para llegar a lugares aislados. Empezó en 2009 por el extremo boreal, “ese viaje es un capítulo aparte” –comenta–, y un año y medio después llegó a la Antártida. “No saqué casi ninguna foto para ese proyecto; resultó al final un trabajo que tuvo mucho más que ver con la experiencia de pasar tiempo en soledad y aislación, los días se mezclaban”. Dos días antes de retornar a Dinamarca, conoció a Lorena Guillén Vaschetti, su esposa, que trabajaba en ese momento como fotógrafa en Buenos Aires, donde tomó el vuelo de regreso. Había sacado fotos en formato de placa, pero al revelarlas descubrió que todas sus películas estaban destruidas. Durante el viaje, que incluyó largos tramos a pie y en bicicleta, les había entrado arena, tenían líneas o estaban rotas.
“Hay una idea romántica del viaje, pero la mayor parte de un recorrido como ese es doloroso, no es un placer, lo pasás mal. Y pensé que estas rayas eran en realidad más importantes que la imagen que estaba registrando; empecé a mirar e incluir eso, fue un gran cambio para mí”.
—Venías de copiar tus fotos en el mejor laboratorio de Düsseldorf. ¿Cómo fue ese giro en tu vida y en tu trabajo?
—Encontré Wabi Sabi for Artists, Designers, Poets and Philosophers (Leonard Koren, 1994), un libro pequeño sobre la filosofía Wabi Sabi, de Japón antiguo. Su origen proviene de la ceremonia del té, que inicialmente era algo exclusivo del emperador y se hacía con la mejor vajilla de porcelana. Pero una sacerdotisa propuso que la ceremonia se transformara en algo más inclusivo y empezó a hacerla en espacios accesibles -antes era en palacios-: se hizo más íntima y se adaptó a tomar en los recipientes que la gente tenía, no necesariamente en algo fino. Ese es el origen, pero la explicación consiste en poner atención a las marcas de la imperfección, sin despreciarlas. Si las estudiás y las observás bien, vas a encontrar ahí la belleza. Es una cosa estética, también ligada al budismo zen.
En ese momento me di cuenta de que muchos pensamientos míos estaban en consonancia con esta filosofía y pude ver que había una gran historia atrás del tema de la imperfección. Me ayudó mucho a guiarme y a soltar todo el control sobre del medio. Estuve cinco años más o menos editando el trabajo de ese viaje, que se llama Flatlands Camp Project y se expuso en BerlÍn y en Amsterdam. En total eran mil fotos y salieron distintos proyectos.
Hasta entonces, 2015-2016, todo lo que hacía estaba muy relacionado con los viajes. Pero a partir de formar una familia, entendí que no iba a ser posible seguir con esa forma de producción. Empecé a trabajar en estudio, a producir otras cosas.
—Cambió tu forma de producción pero ¿también influyeron otras cuestiones?
—Me afectó mucho el triunfo de [Donald] Trump en Estados Unidos porque siempre me sentí parte de ese país. Hasta ese momento en el 2016, después de mucho tiempo de trabajar sobre algo que era muy sobre mí, mi experiencia de la soledad, sentí que basta, que había cosas muchísimo más importantes y que necesitaba hacer un trabajo más universal sobre el estado del mundo.
La serie de imágenes de manos, que están expuestas en MACA ahora, vienen de un proyecto que se llama Pond [estanque] que se basa en lo que en inglés se llama “bogs” o “boglands”, pozos de agua en el bosque, sin aire, donde las cosas se pierden; en el fondo se han encontrado cuerpos de dos mil años de antigüedad totalmente momificados, justamente por la falta de aire. Las cosas se preservan, es muy impresionante. En Dinamarca tenemos varios y hay un museo histórico de naturaleza donde podés ver una persona completa, con la barba y todo. Esos lugares son muy peligrosos, si entrás no podés salir. Yo lo usé como metáfora y la mano, como un símbolo de nuestro avance como especie.
Literalmente, las manos son los instrumentos por los cuales hemos llegado hasta acá. Todo lo que hacemos interactúa con la mano, pero también es la única parte de nuestro propio cuerpo con que realmente tenemos una relación similar a la que tienen las demás personas. Yo puedo ver mi mano como vos la ves; no puedo ver mi pie así. Pasé mucho tiempo mirándola con ese interés, todas las cosas que yo hice fueron con las manos, además de todas las expresiones que se pueden hacer. Entonces empecé a fotografiar manos que se veían como si flotaran, sin vida y usé la técnica de cianotipia para reproducirlas. Es como si esa mano estuviera descendiendo al fondo de ese agua sin aire porque, simbólicamente, desarrollamos toda la sabiduría hasta acá, pero en cualquier momento puede hundirse para siempre. Todo lo que sabemos puede volver muy rápido hacia atrás. Entonces hice ese proyecto y era una cosa que no tenía nada que ver conmigo, sino con algo más universal.
Por esa época también empecé a estudiar los riesgos existenciales. Salió el libro The Precipice: Existential Risk and the Future of Humanity [El precipicio: riesgo existencial y el futuro de la humanidad, 2020], del autor australiano Toby Ord, tema que también tratan otros investigadores que trabajan con él en el Instituto del Futuro de la Humanidad de la Universidad de Oxford. Lo que hacen es estudiar los riesgos para la humanidad de una manera muy científica, muy racional y la mayoría son producto de la acción humana. Hay una categoría de tres o cuatro ítems que salen siempre arriba: la inteligencia artificial, la biotecnología, las pandemias y las armas.
También encontré el concepto que se llama The Great Filter [El gran filtro], que es otra de las obras expuestas en el MACA, basada en la paradoja de Fermy, planteada por el físico ítalo-estadounidense Enrico Fermy. Él se preguntaba cómo puede ser que no haya vida en ningún otro lado en el universo. Los físicos más prestigiosos coincidieron en que el universo tiene un potencial enorme y que no puede ser que seamos los únicos, pero no hemos recibido ningún tipo de señal. Después, alguien propuso que cuando una sociedad llega a cierto nivel de desarrollo tecnológico, la sabiduría queda atrás y la tecnología, entonces, se le vuelve en contra, se hace destructiva porque no hay un conocimiento para manejarla [para el mutuo beneficio].
—¿Podés pensar en algún ejemplo actual?
—Sí. ¿Cómo puede ser que tengamos la bomba atómica? Solo tenemos la fe de que no se va a utilizar. Pero cuando empezás a considerar períodos de tiempo, no de diez o veinte años, sino de quinientos, pensar que nadie, por casualidad, va a usarla, es muy poco factible. El gran filtro consiste en la idea de que cualquier sociedad avanzada tecnológicamente necesita sortear todos los riesgos para construir una sociedad sustentable para el futuro y poder salir de su planeta.
—Entonces, ¿lo sustentable tiene que ver, en esta concepción, con una mirada evolucionista en el sentido de que la ingeniería se va complejizando y llega a niveles de precisión más altos?
—Sí, pero también con el avance psicológico. Porque al final es nuestra psicología, nuestra mente, la que nos guía. En gran parte de mi trabajo incorporo la meditación, lo que vos sentís con vos misma es lo primero, no podés hacer nada sin eso. Y actúas como persona sobre los demás, eso lo podés controlar. No es ninguna novedad, pero estoy probando de aplicarlo en mi trabajo y que te invite a reflexionar y que no sea intelectual, sino usando la conciencia, como en estado de observación pero sin necesariamente resolver un problema. Por eso mi trabajo es silencioso. Si no le prestás atención y le dedicas tiempo, no vas a verlo.
En MACA, por ejemplo, si mirás los retratos rápido, los ves fuera de foco y ya está. Y es muy difícil hoy en día, cuando vivimos con imágenes y cada una quiere imponerse a las demás. Para mí, el trabajo necesita comunicar primero y, si sos honesto, vas a encontrar la explicación ahí mismo, lo estás haciendo por alguna razón.
—Me parece que lo que sí puede proporcionar cierta explicación del trabajo es entender cómo está hecho, cómo es el procedimiento. Por ejemplo, las fotos de las manos de la serie Pond, con los dedos hacia arriba, pero en una postura laxa, como dejándose caer y además en un tono suave, mimetizándose con el fondo azul oscuro.
—Son fotografías y después reproduzco el negativo al tamaño de la copia final, que es lo que se necesita para hacerla con la técnica de cianotipia: colocas el negativo ampliado encima de la superficie a imprimir -en este caso, la tela-, y lo dejás diez minutos al sol, después lo lavas. Se obtiene así una copia perfecta.
En un punto también dejo que la naturaleza continúe el proceso y haga lo que quiera, fuera de mi control. En el caso de las manos, por ejemplo, tengo una bañera grande [para lavarlas] donde las pongo en el agua y no es nada preciso, pero entre ocho y 24 horas después, el color empieza a despegarse. De ahí viene la variación de los tonos en las imágenes de la muestra aunque todas tienen el mismo color azul de fondo. Me interesa incorporar la imperfección y el azar, algo que no me hubiera imaginado -casi nunca hago algo que me imaginé y eso mantiene mi entusiasmo-. Muchas veces siento que estoy observando la creación de algo de lo que soy solamente el vehículo.
—A las piezas en madera de la serie Garzon, hasta cierto punto les diste forma, les hiciste perforaciones, ¿y después?
—Ese fue el tercer proyecto que hice en colaboración con otro artista danés que es a la vez uno de los mejores diseñadores de muebles escandinavos, Kim Dolva. Tiene un gran dominio del material, hace cosas muy lindas, pero siempre se molesta por el requerimiento de perfección.
Cuando me ofrecieron la exposición en MACA, le propuse hacer algo juntos. Entonces vino tres semanas para desarrollar un proyecto en que íbamos a usar madera y fuego. A diferencia de él, para mí la madera fue siempre un material muy difícil de manejar porque me resultaba un desafío el manipularlo sin una decisión previa. La arena o los pigmentos, en cambio, se pueden “tirar” y eso ya les da una forma. Pero la madera hay que cortarla, lo cual requiere cierto control o plan previo.
Él empezó haciendo unos cortes muy bellos y construimos unas escaleras pequeñas; eran como edificios en miniatura y yo empecé a hacer agujeros y después los quemamos. Fue como un experimento para ver qué salía y qué leía él y qué leía yo. Justo fue en noviembre, después del ataque en Israel. Coincidió con el bombardeo en Gaza y fue como esos edificios, esa destrucción total. Pero Kim veía otra cosa completamente distinta y me encantó su visión; para él no era tan pesado.
Después empezamos a hacer la escalera [Sin título #3, de la serie Garzon, madera quemada, 300 x 300 x 300 cm]. Para mí esa obra tiene mucho que ver con el avance y el crecimiento que es la base de una sociedad capitalista en que la única manera de sustentar consiste en ganar y crear más cada año. No crecer implica una crisis y nadie se pregunta dónde termina. Hablamos mucho de esa obsesión, que también se aplica a la tecnología. Si tomamos la inteligencia artificial (IA), nadie se pregunta adónde queremos ir con eso.
—¿Y vos para qué estás usando la IA?
—Hay algo filosófico, ético y psicológico que me interesa muchísimo de la IA específicamente. Una es qué hace ese tipo de tecnología por nosotros, no en el sentido de cómo te ayuda o asiste, sino en el de cómo cambia nuestro ser. No me parece importante si llega al nivel de AGI (Artificial General Intelligence), si llegamos al punto en que la tecnología es superior a nosotros y si puede tomar el control. Esa es la imagen más temida y más hollywoodizada también.
—¿Como en la película 2001?
—Y también como en Hal (Ryōtarō Makihara, 2013) y en Terminator (James Cameron, 1984). No tengo dudas de que ese momento va a llegar y no tiene nada que ver si el sistema es consciente o no. Lo que pasa hasta ahora es que si realmente te tomás el tiempo para comunicarte con alguno de los sistemas como el GPT4, por ejemplo, y lo hacés de una manera no superficial, realmente te estás comunicando con un ser nuevo. Por más que sé que es una máquina, un sistema entrenado, funciona de manera similar a una ilusión óptica: la luz que entra ahí vos sabés que no es real, pero tu cerebro no puede evitar que vos la veas. Pasa un poco lo mismo ahora, podés tener experiencias emocionales con el sistema, donde vos estás comunicándote con algo de un modo muy profundo.
—¿Qué tipo de experiencias?
—Estamos, por un lado, con un sistema que maneja más información general que cualquier persona viviente. Y vos tenés acceso a esa “persona”; podés preguntarle cosas, intercambiar pensamientos. Entonces ¿qué pasa en esa situación con nuestros cerebros? Por otro lado, cuando nos comunicamos entre personas, no es que esperamos siempre una respuesta correcta, sino que mucho tiene que ver con la comunicación en sí. A veces podés tener una comunicación intensa con otra persona, muy presente, pero es distinto de hablar con el sistema, que no está mirando al mismo tiempo las hojas y los pájaros y escuchando el sonido del avión que pasa, sino que está solo ahí, completamente presente. Esta es la parte positiva al usar la IA como un mentor a quien puedo plantearle una idea. Pero no es exactamente “pienso esto, a ver qué te parece”, es otra manera, casi como aprender un idioma nuevo porque hay algunas formas de prompt o de hablar con ese sistema que funcionan mejor que otras; si buscás imágenes o texto, por ejemplo, se trata de aprender cómo responde.
—¿Y cómo influye ese nuevo “idioma” en tus obras?
—Empecé a hacer Mæra, otro proyecto expuesto en MACA. Por muchos años estuve interesado en el momento en que te acostás a dormir, en que todavía estás consciente, con los ojos cerrados, limpio en tu cabeza y empezás a ver imágenes. Por mucho tiempo, fue una práctica que para mí era como prender la televisión. A veces eran más claras, vibrantes y otras, más como sensaciones, pero en el 99% de las imágenes que veía no podía encontrar ninguna relación con nada que tuviera que ver con mi experiencia del día.
Por mi interés en la consciencia y en cómo funciona la percepción, pensé en hacer un proyecto con esa idea, usando la IA para ayudarme a reproducir esas imágenes, que no tenía oportunidad de salir a sacarlas porque, usando un programa para reproducir imágenes, al sistema le podés explicar filosóficamente la sensación. Muchas veces me devuelve algo que no me llega, pero otras salen cosas que te das cuenta de que reconoce lo que le decís, de que viene de una consciencia alimentada de billones de imágenes.
—¿Entonces el sistema sabe más de vos que vos mismo?
—Sí, puede presentar cosas para vos. Así me sentí al editar mi trabajo fotográfico. Siempre saqué muchas fotos y sabía cuál tenía el contenido, a veces no podía explicarlo, era más bien una sensación emocional y es lo mismo que sucede con este sistema, tenés acceso a cualquier cosa que podés imaginar, casi. Si evitás plantear los prompts de manera muy concreta y lo hacés de manera más filosófica, hay respuestas-imágenes que ninguna persona humana podría hacer y sin embargo me afectan. Todo ese proyecto tiene que ver con producir una serie de imágenes que están en esa zona gris entre la consciencia y el sueño con la ayuda de la máquina y de mi cerebro, pero más que nada es un experimento para ver si realmente es posible usar un sistema como ese para hacer algo que te pueda afectar.
—¿Entonces la tecnología se mezcla con los afectos?
—Solemos tener la sensación de que la tecnología es algo separado de nosotros. Yo en cambio estoy convencido de que no podemos pensarlo más así. Por lo menos para la gente que vive en el mundo moderno, la tecnología y la IA es casi una parte de nuestra biología. En otro proyecto, usé un algoritmo para reproducir caras de personas que no existen -este algoritmo no hace otra cosa-. Entre los resultados, elegí rostros que miraban frontalmente a la cámara con expresiones neutras.
—Después, como con las manos, imprimí los negativos en escala 1:1 al tamaño que yo quería hacer.
—Preparo papel de acuarela y hago una cocción de hojas como cuando tiñes ropa. En este caso, usé plantas locales, la mayoría son eucaliptos, hago como una sopa y pongo el papel en ese líquido por una semana. Entonces los pigmentos entran en el papel y se fijan ahí. El paso siguiente es poner el negativo encima y dejarlo al sol y sucede que se quema en todos los lugares de la superficie donde no hay dibujo. Abajo de donde está oscuro, aparece la imagen. Depende cómo está colocada frente al sol y de la época del año, todo eso influye en cómo se imprime. Según en qué dirección vaya el movimiento del sol, pueden aparecer líneas que generan un movimiento. El resultado, si lo mirás de cerca, consiste en sombras y graduaciones, pero de lejos, la cara se ve muy claramente.
—¿Y cómo son las reacciones?
—La gente reacciona como reconociendo los rostros, se siente conectada emocionalmente con lo que ve. Y después descubren que no existe y eso genera una confusión parecida a la manera en que esa tecnología funciona en nuestro entorno, como si fuera un fantasma, está alrededor nuestro sin que sepamos cuándo y a veces tiene gran influencia en nuestra vida, puede cambiar nuestra manera de pensar. Y no podés hablar de esto sin mencionar el riesgo respecto de la información, qué podés creer ahora.
—Colaboraste con Kim Dolva y ahora con un sistema de IA. ¿Cómo sentís la diferencia?
—Mi preferencia es obviamente estar con personas, sin dudas. Entre una persona con mucha inteligencia o una persona social, la persona social va a llegar más lejos porque cuenta con la inteligencia colectiva y hay algo ahí hoy en día -no estoy convencido de que seguirá siendo así en cinco años-, pero todavía la comunicación con una máquina es muy estéril. Justo en el momento de la comunicación hay una separación, en cambio, estar cerca de otra persona y sentir la humanidad y la imperfección tiene mucho valor en mi experiencia por lo menos, puedo ponerme emocional con una persona, a veces casi sin palabras, solo mirando a los ojos. Y no podés hacer eso con una computadora.
—Por ahora.
—Por ahora.
*”Al paso de la lumbre”, en el Museo del Arte Contemporáneo Atchugarry (MACA), Ruta 104, Km 4.5, Manantiales, Maldonado, Uruguay. Hasta el 31 de marzo de 2024, de 12 a 20 hs