Ellas vienen marchando pero no se pretenden santas como en el clásico spiritual tantas veces versionado y que tan gozosamente recrearan Louis Armstrong y Danny Kaye (están en YouTube y te levantan el ánimo por unos minutos). Tampoco podemos dar fe de que haya un cielo para las feministas, aunque atinado sería dudarlo dada la misoginia impuesta a la Iglesia Católica oficial desde los remotos tiempos de San Pablo, el escribidor de epístolas. Lo que sí se puede afirmar con pruebas al canto es que las mujeres humoristas -directoras, guionistas, actrices, dramaturgas- que ya asomaban en ocasiones con talento indiscutible en el siglo XX, avanzan a toda marcha y se multiplican en el XXI dentro del mundo del espectáculo que comprende cine, series, teatro, videos.
Rire est le propre de l’homme, apuntó Rabelais allá por 1534 en el aviso a lectores que abre su clásico Gargantúa. Aforismo que fue antecedido por el mismísimo Aristóteles (“El hombre es el único animal que tiene la facultad de reír”), siempre, claro, refiriéndose exclusivamente a los varones. Porque, como bien señala la historiadora francesa Sabine Melchior-Bonnet en su reciente ensayo Le rire des femmes, durante siglos, milenios, “femineidad no rimaba con hilaridad”. Pero la verdad es que, a partir de la centuria pasada, hacer reír dejó de ser una prerrogativa masculina debido a que comenzó por parte de las mujeres la conquista de un poder enorme tiempo confiscado por el club de hombres.
Un poder que bien lo sabemos a esta altura de la soirée con las Niní Marshall, Carol Burnett, Fran Lebowitz, María Elena Walsh, Juana Molina (y sus hermanas), Joan Rivers, Nelly Láinez, Blanche Gardin, Carmen Vallejo, Mae West, Mónica Cabrera, Malena Guinzburg, Ali Wong, Dalia Gutmann, etcétera, puede llegar a ser devastador en el mejor sentido debido a que muchas de ellas no le han temido, no le temen ni al ridículo del que supuestamente no se vuelve, ni a la extrema desfachatez. Las humoristas, entre las cuales figuran también fuera del espectáculo las artistas visuales -incluidas las gráficas-, no por carambola en la mayoría de los casos asumen la causa de las mujeres. Y lo hacen aportando una mirada nueva, refrescante, tocando otros resortes de la comicidad; y, con saludable frecuencia, saben burlarse en primer lugar de ellas mismas, a veces despiadadamente.
En el ensayo citado, Melchior-Bonnet pone como ejemplo de lo poco que se valoraba el sentido del humor en las mujeres a Virginia Woolf, cuya imagen quedó asociada a cierta melancolía, a la seriedad introspectiva, a sus tormentos mentales, y poco a su defensa de la risa inteligente y liberadora que comenzó a expresar muy joven: a los 23, mediante el artículo periodístico “The Value of Laughter” (firmado con su apellido de soltera, Stephen), al que siguieron dos ensayos sobre el mismo tema en años sucesivos. Hacia 1923, Virginia escribió la irreverente, deliciosa comedia Freshwater, que se anticipó al teatro del absurdo, editada localmente en 2012 por El Cuenco de Plata, con traducción de María Emilia Franchignoni quien previamente, en 2010, había llevado felizmente a escena esta obra, que se repuso dos años después.
Un equipo muy especial
No, no se trata del muy estimable film de 1992 conducido por Penny Marshall, ni de la serie de Amazon Prime derivada. El equipo en cuestión es el que le da fuerte sustento a No me rompan, la comedia argentina -con participación uruguaya- estrenada en salas con llamativo suceso en septiembre pasado y presentada con altísimo visionado en Netflix a partir de diciembre. El tono de las reseñas vernáculas fue poco entusiasta, tirando a perdonavidas. Algún comentarista afirmó que no había un solo momento gracioso en la peli (obvio que no la vio en cines donde el público se tronchaba de risa), habló de producto tan desganado como fallido y, no contento, se fue al pasto al acusar de malas a dos muy buenas actrices requeteprobadas que, además de lucirse ampliamente en la tele y en el cine, han rendido en obras teatrales de elevada exigencia: por caso, Julieta Díaz, sublime en Emma Bovary, la adaptación de Ana María Bovo; Carla Peterson admirable yendo de Shakespeare a Beckett de la mano del gran director Miguel Guerberof. En esa línea, otro cronista mencionó supuestos diálogos y situaciones más propios de una novela de la tarde que de un film argentino. Aquí vale puntualizar que en la época ya lejana en que se daban tiras vespertinas -algunas muy logradas-, estas producciones jamás habrían planteado la problemática específica de género que desarrolla en plan de comedia lunática No me rompan.
Con distinto enfoque, en el periódico uruguayo La Diaria, la crítica Andrea Bertino reconoce sin rodeos que “las dotes para la comedia de la dupla Peterson-Díaz son innegables: ambas son rápidas, irónicas, graciosas e instalan un perfecto clima (…) donde la sororidad va ganando terreno. No me rompan plantea con inteligencia, en código de humor y con acertados gags lo (aún) inadmisible del enojo femenino al estallar (…) que sigue siendo sinónimos de desequilibrio emocional si se trata de una mujer, pero de asertividad y carácter si se trata de un varón. La impensada amistad que surge (…) es el vehículo para contar algo que va mucho más allá de las risas que genuinamente provoca: el conflicto cotidiano de las mujeres cansadas de imposiciones”. Menos mal, porque efectivamente este film despliega una serie de cuestiones pendientes que afectan a muchísimas mujeres: la prescripción de mantenerse joven, flaca y bonita a toda costa, la doble jornada de trabajo, el acoso sexual, la inferiorización cuando no la abierta misoginia…
No por azar, este film traccionado por personajes femeninos que sigue conquistando público en Netflix está sostenido por un equipo de mujeres en los principales rubros técnicos, salvo en la meritoria fotografía de Eric Elizondo y en la irrelevante música. De movida, parte de una idea de Jazmín Rodríguez Duca, que encabeza el trío de guionistas con la contribución de Azul Lombardía, experimentada y versátil mujer de cine y teatro, que tanto actúa como dirige o escribe (dentro de su extendido CV, merece destacarse por su audacia precursora el haber interpretado en 2007, muy joven y en paridad con Romina Ricci, a un personaje de varón en Dos cirujas, de Daniel Guebel), que en No me rompan se afianza como realizadora. Entre los nombres femeninos que aparecen en la ficha técnica en producción, montaje y demás, habría que resaltar la precisa dirección de arte de Yamila Fontán, inusual en el cine argentino por el despliegue y la manera de enriquecer personajes y situaciones a través de la ambientación, así como el vestuario de Greta Ure está pensado en función de cada rol y contribuye a definirlo; lo propio puede decirse del maquillaje de Verónica Sabbatini. Hecho el elogio de Julieta Díaz y Carla Peterson, y ante la imposibilidad de nombrar el muy numeroso elenco de notables actrices -que provienen de la tele, del alternativo- esta cronista elige remarcar a Eugenia Guerty, la aguerrida conductora del grupo de mujeres en estado de ira, y a Maitina di Marco, inefable secretaria-enfermera-mucama con reminiscencias de asistente de película de terror, aquí al servicio de un heredero deplorable del Barón de Frankenstein, el supertrucho cirujano plástico actuado con fruición por Salvador del Solar. Y, entre los valiosos actores secundarios del elenco, una mención de honor para Fito Páez, acá como el director de una serie, no solo por salir del paso como encantador comediante sino porque evidentemente se comprometió con el ideario de esta película, él, que se jugó a realizar la osada Vidas privadas -tan malquerida por la crítica local, no así en el extranjero-, asimismo la comedia almodovariana ¿De quién es el portaligas?, y a editar en 2004 el disco doble Mi vida con ellas, rescatando cariñosamente, agradecidamente a todas aquellas que de una manera u otra habían sido una influencia bienhechora en su vida.
Alisando, borrando, desmitificando a mansalva
Sin hacer nombres locales -ni falta que hace porque las cámaras y las luces se encargan de ponerlas en evidencia- puede decirse que son incontables en el planeta las actrices de toda edad que, salvo unas cuantas inglesas rebeldes, se han hecho toques de bótox o de bisturí en sus rostros, amén de las que han recurrido a implantes mamarios o de glúteos. Sin duda, la cirugía plástica puede en determinadas oportunidades resultar reparadora: por ejemplo, en situaciones de quemaduras o de algún defecto o deformidad que pese negativamente en la vida laboral, social. No es el caso del personaje de la estrella televisiva de No me rompan que, a los 45, se deja embaucar por un mercader de peligrosos métodos de rejuvenecimiento que ya ha aplicado a otras mujeres que así quedaron: seriadas, con sobrelabios excesivos, pómulos acentuados, ceños que nunca se fruncen. Aunque la comedia de Azul Lombardía lleva esos efectos al límite porque se lo permite el género, en la vida real hacen fila las Meg Ryan, Emmanuelle Béart, Melanie Griffith, Courteney Fox, Isabelle Adjani… y también, aunque en mucha menor escala actores como Mickey Rourke que directamente perdió su identidad mediante erradas intervenciones. En cuanto al aplaudido y premiado Cillian Murphy, con esos rasgos faciales remodelados como la arcilla y ahora de relativa movilidad, habrá que verlo dentro de unos años.
Pero hubo una humorista estadounidense, melenita de oro (teñida) que alardeaba de sus cuantiosas cirugías, anticipándose a los cotilleos: Joan Rivers, comediante, guionista, conductora de programa de tevé, muy capaz de proclamar en su stand-up de frente al público, a los setentilargos: “A esta edad se te caen las tetas, también las vaginas: me desperté una mañana y me sorprendí: ¿por qué mis chinelas están grises?”. Rivers, en los ‘60 ya se atrevía a aludir indirectamente a un asunto todavía tabú, el aborto; “Tengo una amiga de 32 que acaba de casarse y ya lleva 14 apendicetomías. Me entienden, ¿no? Siempre viajando a Puerto Rico”. Y a un espectador que se había ofendido por una humorada muy oscura: “Mi mamá también era sorda. Déjame decirte, tonto, de qué va la comedia: es para poder reírse de todo”.
Joan Rivers fue una de las continuadoras de la tradición que estrenó Moms Mabley en 1939: negra, lesbiana que dio vuelta el dolor de su infancia y adolescencia en risas colectivas desde que apareció, solita y sola, sobre las tablas de Apollo Theatre de Harlem cantando, bailando y monologando con gracioso desparpajo. Otra negra, pero de la actualidad, la más que chistosa Wanda Sykes figura con dos de sus shows en la programación de Netflix. Así como la impagable chinoasiática Ali Wong, una descarada que se atreve a disparar sus dardos envenenados en avanzado estado de embarazo, con ajustado minivestido, siempre usando sus grandes anteojos y amarreteando una sonrisa, en el subversivo stand up Baby Cobra. En la misma plataforma, Ali viene matando con la demoledora serie Bronca, estrenada el año pasado y ya con tres Globos de Oro encima (para Ali en el rol de la floreciente pero secretamente insatisfecha empresaria, para su encarnizado adversario en la ficción, Steven Yeun, y para la propia creación del coreano Lee Sung Jin). Quedan dos temporadas luego del ambiguo final de la primera que, además de darle un tremendo papel a Wong a la medida de su arte para destilar un negrísimo humor explícito, hace trizas lo que quedaba del sueño americano y, en su recorrido, satiriza caprichos y tilinguerías del mundo del arte contemporáneo, no deja zonas por poner de manifiesto de un profundo malestar de vivir detrás de las apariencias de bienestar y prosperidad.