En la década del treinta, en Buenos Aires, sobre la calle Florida, una librería llamada Tor —dicen que su dueño, Juan Carlos Torrendell, eligió ese nombre para ahorrar tinta— lucía grandes balanzas sobre el mostrador y un cartel que anunciaba la venta de libros por kilo. La Academia Argentina de Letras, indignada, publicaba un comunicado contra esta equiparación de “la producción intelectual a una vil mercancía”. Oliverio Girondo paseaba por las calles porteñas un gran muñeco de papel en una carroza funeraria para promocionar su nuevo libro, Espantapájaros. La aristocrática librería Moen cambiaba nuevamente de local y veía que los clientes eran cada vez menos. Del otro lado del Atlántico, la Gran Guerra había arrasado al continente, y Argentina, ante el sacudón ajeno, probaba produciendo sus propios libros. Una época de cambios y de un posible despegue para la industria editorial argentina. De a poco, el elitismo cultural y el libro de masas se acercaban.
Todo está narrado con anécdotas, citas, argumentación e ilustraciones en Kant en el kiosco: la masificación del libro en la Argentina de Guido Herzovich, libro que se publicó el año pasado en el sello Ampersand luego de ganar su concurso de ensayo sobre cultura escrita. No se trata solo de aquella década, sino también de lo anterior —el contexto previo y el “boom de libros baratos” de los años veinte— y todo lo que vino después: la industrialización del objeto libro, la consolidación de los nuevos públicos, el rol de la crítica y el “giro algorítmico actual”. ¿Cuánto se transformó lo que hoy entendemos como libro y con él todo su ecosistema: espacios de sociabilidad, comercialización, legitimación y lectura? Desde México y vía Zoom, el investigador argentino —Doctor en Letras y miembro del Conicet— conversó con Infobae Cultura y trazó a grandes rasgos, pero no por eso menos detallados, una historia del libro argentino.
—Empecemos por el principio: ¿qué era el libro en la Argentina del siglo XIX y primeras décadas del XX antes de su masificación?
—Era muchas cosas. De algún modo el libro siempre es muchas cosas. En esa época, por un lado, tenés lo que significa para las clases altas, para las elites culturales, donde el libro está asociado muy claramente a la función cívica que le dan a la cultura y también a la misión que se dieron como clase porque están fundando un país. Si uno piensa en la generación del 80, están fundando un país, una nación. Una de las tareas que competen a esa clase es darle una literatura nacional al país y en alguna medida también darle un libro. Un libro argentino. Pero no pensado como industria, sino más bien como un producto artesanal, te diría. Hay algo muy interesante en ese fin de siglo donde el valor era también construir libros bellos y únicos como objeto. Hay encuadernaciones firmadas. Pensar que la encuadernación puede tener una firma es muy increíble. Los editores también prestigian un libro; hay un circuito bibliófilo de gente que cultiva la belleza del libro que es muy alucinante. Hay una anécdota de un bibliófilo de fines del siglo XIX, Domingo Martinto, que es un poeta, que construye un ejemplar, no una edición: un ejemplar de sus propios poemas con originales de un pintor. Le hace hacer unas acuarelas, retrato del autor, etcétera, que son originales. Es una obra de arte única. Ese es un mundo del libro. Pero por otro lado, hay un montón de públicos nuevos, una expansión de públicos de diferentes tipos.
—Con el Martin Fierro como caso paradigmático...
—Claro. Porque están los públicos que son públicos del libro y los que no lo son. Es que el éxito del Martín Fierro, que famosamente se vende en las pulperías en La Pampa, hay gente que puede leerlo y otros que lo escuchan oralmente. Hay cifras delirantes de cuánto habría vendido. Son ediciones muy baratas que circulan fuera de las librerías. Y después hay un público creciente de inmigrantes e hijos de inmigrantes y de gente que sale de las escuelas y también empieza a fomentar una literatura popular de kiosco. Lo interesante de ese momento para pensar en relación a las transformaciones de los libros es que esos espacios están muy separados y hay poca visibilidad entre unos y otros. En los kioscos encontrás una literatura de consumo masivo y después tenés las librerías de élite del centro, que son espacios refinados, elegantes, incluso a nivel de la arquitectura, y que tienen un público restringido y muchos libros en idioma original, libros que llegan de Europa, libros editados en pequeñas cantidades por los autores locales. Esas librerías son espacios exclusivos porque es muy difícil meterte ahí, no son las librerías actuales donde vos podés chusmear los libros, son negocios con mostrador, donde tenés que pedirle al librero el libro que te interesa. Para acceder hay que tener información previa, hay que animarse y además hay que pagar los libros a precios muy caros. Si vos pensás qué tipo de prácticas de consumo y de sociabilidad manejan esas librerías y qué tipo de libros y precios tenían, y comparás con los folletines que se vendían en los quioscos, son mundos totalmente diferentes.
—También está la discusión de qué es un libro. Porque vos contás que los que se vendían en el kiosco no solían tener más de 49 páginas. Y era una época donde no existía el enorme abanico de opciones de consumo cultural que hay hoy.
—Por un lado está la definición de la Unesco de qué es un libro, con todas esas estadísticas globales que hacen necesario tomar una decisión arbitraria. Pero la discusión de qué es un libro es más cultural. Si vos en ese momento preguntabas si esos folletos de kiosco eran libros, lo más probable es que toda la gente del mundo de la cultura te dijera que no lo eran. Pero no solo por la materialidad, porque en general no tenían lomo y tenían relativamente pocas páginas, sino por el contenido. Después en los kioscos, a partir de los años quince y veinte, aparecían ediciones de textos de escritores prestigiosos o periodistas y una cantidad de editores que publicaban cosas ya publicadas en libro, en formato para kioscos. Eso también te marca que estamos hablando de circuitos muy diferenciados: librerías y kioscos. Y lo que empieza a pasar es que esos circuitos se empiezan a superponer mucho más.
—En esa época surgen los autores argentinos, que empiezan a publicar y, claro, se autofinanciaban sus obras. ¿Se puede pensar como el inicio de la literatura argentina?
—Es una discusión más bien teórica. Porque depende si tomás los primeros textos ficcionales argentinos, por ejemplo El matadero de Echeverría, Amalia de José Mármol, los textos de los treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XIX, o si la literatura argentina existe desde el momento en que tenés un circuito más o menos aceitado entre escritores, lectores e intermediarios. ¿En qué momento se constituye una literatura? Es una discusión más teórica, pero en la práctica lo que yo diría es que ahí, en ese momento, ya hay varios circuitos del libro. Está este pequeño circuito propiamente literario que se mezcla todavía con el mundo de la política. Son escritores que se autopublican en buena medida, aunque sus libros se editan y se imprimen también en Europa; y después están estos otros mundos de la literatura más popular, que también en muchos casos se mandan a imprimir a Europa por razones diferentes. Si unos lo hacían porque eran libros sofisticados, y en Europa es más prestigioso porque están los encuadernadores que tienen firma propia, los libros más populares lo hacen porque es más barato, sobre todo en cantidad. Y esto tiene mucha actualidad en relación a la desregulación que está proponiendo el gobierno de Milei, que tiene que ver con qué tipo de negocios favorecer y cuáles dificultar. Pero en ese momento no era lo mismo importar papel o importar libros impresos que hacerlos acá por las condiciones tecnológicas argentinas. Entonces también eso durante una cantidad de años dificultó que se imprimiera más. Eso empieza a cambiar en los años siguientes a la Primera Guerra Mundial porque el comercio transatlántico estaba muy complicado y no llegaban tantos libros. Entonces, empeora la calidad del papel y probablemente también de los libros. Eso también incentivó a que la industria gráfica mejorara y se armaran otras redes de distribución.
—Me interesa mucho la idea del kiosco. ¿Cómo es el ingreso ahí del libro, ya no del fascículo, de los pequeños libritos, sino de los libros propiamente dichos? ¿Qué lugar ocupaba el kiosco en aquella sociedad?
—Es interesante. Mi impresión es que el gran cambio en el modo de funcionamiento es pasar de pensar la librería y el kiosco como espacios para públicos diferentes a pensarlos conectados en algún tipo de sinergia. Vos tenés librerías en el centro y tenés papelerías en los barrios que pueden tener algún material impreso de lectura, que es lo que tenés como accesible. Después, es irte al centro y meterte en librerías finas donde mucho público no se va a meter, porque además no puede pagar lo que hay ahí. Eso hace que los kioscos ofrezcan mucho material de lectura. Yo en el libro analizo dos proyectos editoriales de principios de los años veinte que empiezan publicando para los kioscos y después arman como una cosa doble donde publican una revista más moderna, y después empiezan a publicar libros que tienen otra temporalidad, porque los folletos anteriores salían, por ejemplo, todos los lunes literatura gauchesca, todos los martes novela romántica, y así. Lo que hacen es empezar a publicar libros que en algunos casos se venden en espacios de venta como papelerías. A veces estos pequeños proyectos editoriales tenían locales y a veces se vendían por suscripción. Lo que se ve también en los años siguientes es el efecto contrario: libros más cuidados, con el formato que lo pensamos ahora, con lomo y todo, que van a tener una circulación más duradera, que de repente empiezan a aparecer también en los kioscos. Esto más en los años cuarenta y cincuenta, donde los libros propiamente dichos se vuelven más populares, no tanto por precio como por la existencia de un público interesado. Se populariza y lo que sigue es libros en supermercados, pero uno podría decir que el proceso de articulación de distintos espacios para el libro es un proceso fundamental del siglo XX. Lo que mejor describe ese proceso es el libro de bolsillo: en los años treinta, en Europa, se empiezan a hacer libros baratos, pequeños, prolijos, bien editados, cuidados y en tiradas muy grandes con colecciones bastante eclécticas que se venden en estaciones de tren, en kioscos y un montón de lugares no tradicionales. Eso es porque apareció un público de masas.
—Previo a eso, y acá, en Argentina, está la anécdota del libro por kilo. Es, de alguna manera, una postal de la transformación y de la masificación del libro, cuando la librería deja de ser un lugar de élite, ¿no?
—La anécdota tiene importancia por las reacciones que produjo más que porque haya tenido alguna importancia en sí. La editorial Tor empezó siendo una editorial popular y se convirtió en una editorial de masas absoluta durante muchas décadas. Desde los años treinta era muy de masas y muy de kiosco publicando géneros muy modernos, tipo policial. Carlos Abraham intenta hacer una especie de catálogo de todo lo que publicó Tor y es alucinante. También la distribución latinoamericana que llegaron a tener es muy alucinante. De momento se imprimían acá, en Argentina. Lo interesante en el caso de la editorial de Juan Carlos Torrendell es que aparentemente en el año treinta compran máquinas rotativas, que se usaban para imprimir periódicos, entonces hacen ediciones muy baratas y en mucha cantidad. Con el cambio de estrategia llega a todos los kioscos, pero tiene una librería en el centro. Y en un momento, no queda claro por qué, hay como versiones contrapuestas, empieza a vender libros por kilo. En esa época aparece un comunicado de la Academia Argentina de Letras, ofendidísima, donde ni siquiera nombran quien fue el que está haciendo esto, pero hay alguien que somete al libro a esta forma de venta que es para las papas y los tomates, no es para el libro. La igualación que eso parece producir entre los libros, que es muy ofensivo en un momento en que justamente el libro se está popularizando, con un proyecto editorial como motor, que es un proyecto popular y que cuida poco los libros en términos de lo que uno llamaría la cultura del libro, ediciones desprolijas, de materiales en general muy populares, etcétera, genera una ofensa porque hace sentir que está profanando algo sagrado. Pero lo que empieza a pasar con los años es que esta versión se da vuelta y creo que es un nieto de Torrendell el que dice que en realidad había empezado a vender libros al peso porque la gente estaba criticando sus ediciones. Como una protesta frente a la crítica de la gente sofisticada. Como que el tipo sube la apuesta y dice: ‘¿sabés qué?, además, los voy a vender al peso’, mostrándose como un comerciante desfachatado. Lo que está diciendo es que hay un protocolo de desigualdad entre los libros cultos y los libros populares y esto es una reacción vanguardista. El tipo está reaccionando frente al valor de la literatura. Cómo van cambiando las lecturas de ese episodio es significativo por el modo en que también entendemos la función del mercado. El mercado tiene un montón de funciones pero es indudable que una de ellas a nivel del consumo es democratizadora en relación a las desigualdades que pesan en el terreno de la cultura. Hay una reacción plebeya en el mercado frente a los aristócratas mismos del universo de la cultura y la librería.
—Una contracara de Tor es la Librería Moen, que de a poco se va retirando, cambia de locales, hasta desaparecer.
—Moen es como una garante del mundo aristocrático, un espacio de cierta exclusividad donde están reunidas todas las funciones del libro. Porque la librería era un negocio de importación. En general, los libreros eran extranjeros y comercian fundamentalmente con libros del país de origen porque tienen vínculos directos con ellos. Entonces hay franceses que tienen libros franceses, hay españoles que traen libros sobre todo españoles o italianos que traen libros italianos principalmente. Importar es una de sus funciones principales. O mandan a imprimir a Europa los libros de los autores locales, que en general están autofinanciados. Y además habilitan un espacio de tertulia donde la gente del mundo de la cultura y la gente de la política puede cruzarse y validar esa relación: el valor cívico de la literatura y la función civilizadora de la política.
—También hay algo que está, creo yo, en todo el libro, que es el lector argentino: las elites, las masas, la crítica y la cuestión del espectáculo con la rivalidad entre autores, los clubs de lecturas de ahora donde “no hay libros malos”, los algoritmos, la plataformización. ¿El lector argentino, si es que existe, fue variando con el tiempo, siempre fue el mismo...?
—Creo que hay muchos tipos de lectores argentinos. Lo interesante es cómo se entienden a sí mismos y cómo interactúan a partir de las infraestructuras disponibles. En 1910, para simplificar muchísimo, tenés un lector de elite que lee lenguas extranjeras, que invierte mucho dinero, que está atento a lo nuevo que se publica en Europa para pedirle a su librero que lo traiga, que lee porque entiende que está conectándose con los adelantos de las civilizaciones más adelantadas. Después tenés lectores que están buscando otro cosa: libros para formarse, libros de estudio, libros como marca de ascenso social, lectores que leen por entretenimiento o por identificación o por ocio o por aburrimiento. Tenés lectores como los del Martín Fierro, que escuchan esas historias, y uno piensa en el fogón en La Pampa, los gauchos reunidos: una escena de lectura de participación. Y después tenés la pregunta por qué tipo de contacto hay entre lectores, hasta qué punto ven que hay otra gente leyendo por otros motivos, hasta qué punto les importa, hasta qué punto compiten por cuál es el sentido o la importancia del libro. Mi hipótesis del libro es que desde este momento, donde hay poca conexión entre los distintos tipos de lectores, lo que hay es un camino, el camino de la masificación, que es creciente. Y hay infraestructuras que, por un lado, juntan mucho los libros en sí. Tenés colecciones grandes y eclécticas, grandes editoriales, librerías muy eclécticas donde los públicos se ven unos a otros, medios de comunicación, revistas, reseñas, suplementos que te permiten encontrarte a vos como lector y saber qué leer de todo lo que hay disponible, porque lo que hay disponible es mucho. La paradoja del momento actual es que quizás hay más tipos de lectores que nunca, porque los algoritmos y las redes y las plataformas permiten construir comunidades de manera infinita. Pero hay que ver hasta qué punto nos reconocemos como comunidad, hasta qué punto necesitamos desarrollar un lenguaje para entender qué tipo de lectores somos, hasta qué punto vemos a las otras comunidades, los otros lectores, como lectores diferentes a nosotros. Cómo nos vinculamos con la diferencia. Hoy se habla mucho de la bibliodiversidad, pero me parece que la pregunta fundamental de la diversidad es qué tipo de relación mantiene lo diverso. Si la diversidad es todo lo existente, nadie tiene acceso, nadie percibe todo lo existente como tal. Uno podría decir desde otro punto de vista que hoy la diversidad es mayor que nunca, por la cantidad de libros y por el acceso: si hoy googleás en alguna plataforma es probable que encuentres ese libro usado que buscabas, además que hay un montón de libros en versiones digitales de todas las épocas. Pero por otro lado, ¿qué tanto nos interpela todo eso que está disponible? ¿De qué modo los algoritmos y las redes construyen comunidades de visibilidad más reducida? No creo que haya nada tan singular sobre los lectores argentinos y más bien me da la impresión de que algo que está pasando es que, como las infraestructuras de circulación de estas cosas son globales, más bien es un momento donde es posible pensarlo de un modo muy global.
—En relación al escenario que planteás. ¿la derogación de la Ley de Precio Único acelera un escenario irreversible de concentración? ¿Cómo creés que se puede transformar la industria del libro si se aprueba esta derogación?
—Lo primero para decir es que no es una política claramente consensuada con los actores del mundo del libro y en particular con la edición independiente, las librerías independientes, que son un mundo muy amplio de actores muy importantes. El problema de un montón de desregulaciones que propone el Gobierno es que no están consensuadas en absoluto y van contra los intereses de actores importantes. Después de la concentración enorme de los años 2000 nacieron las editoriales independientes, un sector importantísimo que le dio vitalidad a la literatura argentina. Y si uno piensa en las editoriales independientes, en las ferias, en la FED, en las pequeñas librerías también y en lo que están haciendo los clubes de lectura, hoy son los grandes movilizadores de la literatura argentina. Incluso si querés ponerlo en términos comerciales, como producto de exportación, como con muchos escritores que circulan internacionalmente y que en muchos casos han empezado en las pequeñas editoriales. Por lo tanto son actores que necesitan políticas de fomento y de apoyo en una crisis que ya es larga por el precio del papel, por problemas de costos en general y por la dificultad de vender libros. En vez de ofrecerles políticas de fomento, lo que ha hecho el Gobierno es más bien hacer una política que claramente los perjudica, con la que no están de acuerdo, y que los afecta sin posibilidad de negociación, y por lo tanto se los ha puesto en la vereda de enfrente de quienes, pareciera, son los posibles ganadores: las grandes cadenas del libro y las grandes editoriales, o quizás más propiamente las librerías online, que sí pueden seguramente bajar el precio en un primer momento porque tienen costos menores. Dicho todo esto, estoy seguro que en las condiciones que sea la literatura y los pequeños editores encontrarán maneras de reinventarse y de reinventar su tarea con las herramientas disponibles, del mismo modo que lo hicieron en el 2000, cuando se cerraron o se retrajeron las grandes editoriales. No se trata tanto de pensar un escenario de catástrofe, sino de pensar qué políticas concretas son necesarias hacer en este momento en relación a los actores y a la importancia que tienen actualmente.
[Fotos: Archivo General de la Nación - Guido Herzovich]