¿Dos novelas contra la tecnología? Adicta (o milagros en red) de Ingrid Sarchman y Vladimir de Leticia Martin proponen, una por desmesura y otra por privación, una fogonendo el superávit y otra remarcando déficit, universos ficcionales donde la tecnología altera escenarios y personajes. Se conocieron en 2015 trabajando en Revista Paco y en el Centro de Estudios Contemporáneos. “En algún momento —recuerda Martin— se armó como un grupo de escritoras que nos juntábamos a discutir temas”, entre las que estaban Paula Puebla, Margarita Martínez y Mercedes Dellatorre. “Yo tengo que confesar que mi novela anterior, Respiración ovárica (o el fin de los intentos) surgió gracias a ese grupo. Primero nos juntábamos a tomar vino y charlar y un día alguien dijo ‘¿tienen algo escrito?’, y yo tenía algunas ideas relacionadas con este personaje de la novela anterior y dijimos: ‘bueno, juntémonos’. Así empezamos a hablar y ahí la escribí”, agrega Sarchman.
En Vladimir, novela ganadora del Premio Lumen —que distingue autoras de América Latina y el Caribe en idioma español, y resurgió este año, desde 1999—, Leticia Martin crea un escenario distópico: el Gran Apagón, donde el mundo se queda repentinamente sin luz eléctrica. La protagonista es una profesora argentina que se instaló en Estados Unidos de muy chica, cuando sus padres se exiliaron durante la última dictadura, pero regresa al país porque las autoridades de la universidad donde daba clases se enteran del romance que tiene con un alumno menor de edad. Aterriza en suelo argentina y ocurre la desconexión. La rescata del caos un hombre amable que la lleva a su casa y le presenta a su hijo, Vladimir, también menor. ¿Cómo sobrevivir en un mundo en descomposición, donde “todo se extingue” pero el cuerpo “quiere seguir viviendo”, donde “los sentimientos siempre vienen a enturbiar todo” y “no existe un lugar al que retroceder”?
En Adicta, publicado por Milena Caserola, una detective algo inestable debe investigar el secuestro de la hija de una reconocida influencer que “era una marca que ofrecía productos tangibles e intangibles y Uma era su mejor producto”. No sólo eso, “Uma nació en las pantallas y alguien había decidió sacarla de ahí”. Los captores golpean y violan a la niñera y se llevan a la niña sin dejar pistas. No piden dinero, no quieren nada. Cada tanto envían videos de Uma jugando y divirtiéndose. Por su parte, la madre llora y le pide ayuda a sus seguidores ayuda para encontrarla. Para entender el áspero panorama, la detective comienza un proceso de entrevistas y se detiene especialmente en personas cuyos comportamientos en la red las vuelve “sospechosas”. Con la ayuda de un hacker —”la máquina no es tan inteligente”, dice— arma un listado de “gente que vivía en una realidad paralela”. ¿Encuentra un catálogo de desvaríos psiquiátricos o un “mal de época“?
“Esto habla bastante de cómo la fuerza de lo social, de lo comunitario —retoma Martin— toma cuerpo después en el trabajo literario. Hay algo que dice Juan Terranova que a mí me gusta: ‘Nadie piensa solo’. Bueno, lo dice mucha gente, también Borges. Yo doy talleres y eso pasa todo el tiempo. El pensamiento y el lenguaje son siempre un legado. Uno escribe desde un lugar que a veces es inconsciente, pero hay una idea más allá de los personajes y todo lo que después armemos, algo en ese trasfondo que, si uno lo puede discutir con otros, va generando un movimiento mucho más contundente”. Ahora, bajo el aire acondicionado de un café del Microcentro, las escritoras conversan con Infobae Cultura sobre sus nuevos libros, las conexiones que ambos tejen de manera no tan azarosa, la forma en que la literatura se abre paso ante la bruma de la época y la posibilidad siempre compleja de narrar una incorrección.
—Las dos novelas tienen a la tecnología como eje y a la idea de conexión. Una por la forma en que las redes moldean personalidades obsesivas, la otra porque imagina un mundo donde quedamos huérfanos de los dispositivos que nos rodean. ¿Se pueden pensar como novelas contra la tecnología?
—Leticia Martin: Sí, yo creo que todo el tiempo en Vladimir lo que está pasando es que ellos van notando que sin la tecnología prácticamente no pueden vivir. Han delegado todo en la tecnología, con lo cual no pueden contar las horas, no tienen un mapa, no pueden saber dónde están, no pueden escapar. Y a partir de la falta de electricidad, que es la que alimenta la tecnología, descubren que sin electricidad no hay tecnología y cómo le han delegado todo. En la novela hay una especie de encierro donde ellos quedan atrapados tratando de sobrevivir, recuerdan cosas de antes de la tecnología, como volver a la huerta, la huida a un pasado anterior que les puede dar algún tipo de respuesta. Todo el tiempo estuvo esa intención de mostrar hasta dónde somos hiperdependientes de la tecnología.
—Guinea, la protagonista, no sólo se pregunta para qué sacar fotos sin las puede subir a las redes, sino que sigue pensando en imágenes compartibles.
—LM: La tecnología setea un modo de pensar, educa nuestra psiquis, nos vuelve sujetos sumamente dependientes. Hay veces que no nos permite pensar caminos alternativos porque siempre es más fácil o más directo o está más a la mano la resolución. Tengo una anécdota de un amigo que vino a un lugar que estábamos todos reunidos y mandó un WhatsApp: “Estoy en la puerta”. Nadie le contestó porque estábamos charlando. No tocó timbre. Entonces dice: “Bueno, los espero en el bar de la esquina”. Y estuvo una hora en el bar de la esquina con otro que llegó después y se sentó con él. Y la reunión no se hizo porque no tocó timbre. La resolución de un montón de cosas con el celular va bloqueando caminos alternativos. Es un ejemplo muy tonto, pero en la novela había tenía el interés en mostrar eso.
—Ingrid Sarchman: En mi caso, yo tengo una postura que la tecnología no hace nada que nosotros no queramos que haga. Es decir, la postura antitecnológica me parece que es una postura que nos quita la responsabilidad frente a las tecnologías. A mí lo que me interesaba mostrar era cómo la tecnología muestra la parte más monstruosa de las personas. Lejos de una postura donde la tecnología es neutral, pero mucho más lejos aún de creer que nuestra desconexión, la imposibilidad de encontrarse con alguien porque no llegaste a ver un WhatsApp o lo que fuera, es por culpa de la tecnología. A partir de ahí incluso aparece el título de la novela, que es el tema de la adicción, porque viste que se habla mucho de la adicción a las redes.
Que la adicción tiene que ser tomada, no como una adicción en sí, sino como las personalidades adictivas que pueden ser adictas a las tecnologías, al cigarrillo, al juego, porque de esa manera vos lo que hacés es cargar la responsabilidad en los sujetos, no en los instrumentos. Que es cierto que hay ciertas tecnologías, como yo quise mostrar en la novela, que se vuelven de alguna manera un microclima o que construyen una especie de atmósfera que respiramos. Y esto que Leti señala: ¿para qué sacar una foto si después no la puedo subir? Eso es cierto, pero espero que la novela no sea una especie de manifiesto en contra de la tecnología, sino una novela que muestre los efectos que tiene la tecnología en los sujetos y que cargue la responsabilidad de los sujetos.
—Cuando la protagonista de Adicta entrevista a una mujer que tiene como múltiples personalidades se pregunta si es una patología psiquiátrica o un mal de época.
—IS: Yo creo que los sujetos en la modernidad somos adictos, tenemos tendencias adictivas. Por eso lo ligo al cigarrillo, al juego o a lo que fuera. Es cierto que las tecnologías, más que nada las redes sociales, construyen una especie de adicción inocua. Creemos que es inocua. No es lo mismo la patologización relacionada con el juego, con el alcohol, con el cigarrillo, que requiere internación, que alguien que sea adicto a las redes. Yo, por lo menos, no conozco todavía algún caso de alguien internado en una clínica psiquiátrica por su adicción a las redes. Pero lo que sí es cierto es que las redes producen sufrimiento, porque estamos mirando todo el tiempo, especialmente en esta red, que es la protagonista de la novela, que es Instagram, que es una red donde, contrario a otras, muestra más una vida ideal en imágenes. Entonces el mal de época tal vez sea el estar observando, ser el voyeur por excelencia. La modernidad se caracteriza por el voyeurismo, por la idea de poder mirar las vidrieras. Lo que pasa es que Instagram exacerba ese voyerismo y entonces produce ese sufrimiento. Y tal vez por eso ella dice que es un mal de época. Pero a mí me gusta pensar que ciertas palabras como mal de época o adicciones no son necesariamente malas ni buenas, sino que describen un estado de situación. También podríamos pensar en relación a la imagen que tenemos del cuerpo a envejecer. Todos esos son males de épocas que se reflejan en imágenes y que Instagram las exacerba.
—Otra cosa que comparten las novelas son las obsesiones, que no son las mismas, pero sí tienen mucha centralidad. En el caso de Vladimir está muy claro: la atracción sexual por el muchacho tensiona toda la novela. Y en Adicta está, por ejemplo, el caso de la psicóloga que se la pasaba mirando fotos de chicos con Síndrome de Down. Imagino que buscaron narrar la incorrección, pero tiene sus costos, sus límites...
—IS: A mí me divierte narrar la incorrección. Y ese capítulo, especialmente. Voy a confesar que era un cuento aparte que escribí en algún momento y quedó ahí dando vueltas, no sabía muy bien cómo cerrarlo y cuando empecé a escribir Adicta me di cuenta que era un personaje perfecto para la novela. Me divierte. ¿Por qué? No porque me gusta reírme de los chicos con Síndrome de Down, sino que me divierte pensar en un mundo donde hay ciertas cuestiones de las que no se habla o se habla poco y desde un lugar muy cuidadoso. La ficción puede correr los límites y me parece que en Vladimir pasa lo mismo. Uno puede hacer lo que sea. Yo tomo la ficción como el lugar donde puedo escribir sobre lo que sea, porque no soy yo. Yo soy una persona especialmente curiosa de ciertas personalidades y entonces cuando digo que me divierte, digo que me desarrolla la creatividad.
—LM: Yo creo que un poco también escribí contra la idea de qué es lo posible de decir en esta época y qué no. Me acuerdo cuando salió Jellyfish de Carlos Godoy, que mucha gente decía: ‘Ay, pero qué hace un hombre contando desde un rol femenino’. Y yo había escrito hacía tiempo una novela entera desde un rol masculino y nadie me dijo eso [la novela se llama Estrógenos, y ahí los hombres quedan embarazados y dan a luz]. Es un juego y es una provocación. La novela, más que una gran obra literaria, tenía la intención de mostrar eso y de saber que va a generar una conversación también. Eso fue adrede y me parece que un poco pasó, que de pronto se abrieron esas discusiones y eso hace que alguien se ponga a pensar por qué nos pasa esto como sociedad, por qué esto lo podemos decir tan fácil y esto no. En definitiva es incorrección política, pero no por volverme una incorrecta, porque soy una persona bastante conservadora y correcta, sino porque me parece que generar esas discusiones educa o hace pensar que uno, en última instancia, empieza a enojarse con lo que dice otro y a partir del enojo puede pensar algo. Entonces eso produce un montón de efectos. Me interesaba más que enredarme en una prosa u otros objetivos que uno puede tener cuando escribe una novela.
—IS: Y además es en la literatura donde uno se puede permitir la provocación. En el ensayo también, pero me parece que en la literatura, como es más lúdica, podés provocar más. Y hasta podés provocar más interés en la creación de estos personajes raros o que te das cuenta que tienen cierta locura, por poner alguna palabra.
—Hoy en día parece que están corridos los límites de lo que se puede decir. Sin embargo, cuando uno dice algo un poquito fuera de lugar enseguida suenan las alarmas. La pregunta también es qué es lo que se puede decir y qué es lo que no se puede decir y si la literatura es el único lugar propicio para romper el límite que la época impone.
—IS: Yo no soy actriz, no soy directora de cine y no manejo otras disciplinas artísticas. A mí me parece que el momento de la escritura es un momento de una soledad tan creativa, donde vos podés hacer lo que quieras porque no necesitás otra cosa que tu imaginación y los dedos para escribir. Con lo cual, efectivamente, ese es el lugar donde vos podés decir lo que sea. Por otro lado, es cierto que, en contraposición, las pantallas, especialmente las pantallas en las que se ocupa la novela, son pantallas muy restrictivas. La historia se me ocurrió en la época de la pandemia. No sé por qué el algoritmo me empezó a mostrar estas mamis influencer, mamis de chicos chiquitos, porque yo tengo hijos grandes ya. Y había pasado un fenómeno que me llamó mucho la atención. Un grupo de estas mamás influencers, que son todas, no sé si amigas, pero conocidas, cerca del verano habían armado un video donde cada una se filmaba a sí misma bailando y decían ‘los cuerpos del verano’. La idea era mostrar la diversidad de los cuerpos, pero todas, o la mayoría, viven en casas con pileta, en unas casas muy lindas y en general mucha diversidad de cuerpos no había. ¿Viste que dicen que no hay gente fea, sino que hay gente pobre? Todas estas mamis son personas con cierto nivel socioeconómico, con lo cual ninguna es demasiado gorda, ninguna es demasiado fea, ninguna muestra mucha diversidad de cuerpos.
¿Qué es lo que pasó? Las seguidoras se indignaron y empezaron a escribir abajo de ese video diciendo que ellas no estaban mostrando la diversidad de los cuerpos. Ellas se sintieron mal. De hecho, empezaron a sacar videos diciendo: “nuestra intención era divertirnos y propiciar que cada una mostrara sus gracias”. Entonces les propusieron a las seguidoras que cada una se filmara en su casa bailando y ellas después las iban a mechar en el video. Tengo el video, lo uso en una clase para mostrar qué pasó con eso, con esa especie de monstruo, en el sentido sloterdijkiano del término, que quiere decir mostrar esta época donde, con el afán de la inclusión, se termina construyendo una cosa rarísima. Me parece que más que incorrección política, lo que ellas quisieron hacer fue ‘mirá cómo recibimos a todas, miráa cómo sí somos inclusivas y mira cómo mostramos a la gorda, a la fea, a la vieja, a la joven’. ¿Por qué? Porque ante la menor demanda de que no son inclusivas, saltaron compungidas: ‘¡Nosotras somos inclusivas!’ Fue muy sintomático ese fenómeno.
—LM: Yo creo que en la literatura sí se puede decir todo. Es, primero, un espacio artístico, y segundo, es un espacio de ficción. Y creo que durante un tiempo lo sintomático es que se ha tratado de que la literatura se parezca un poco a cierta reproducción de sentido, hacerla pasar como si fuera el periodismo o el ensayo: por qué elegir ciertos temas, por qué abordarlos de determinada manera y como si eso en el fondo estuviera escondiendo alguna reproducción de sentido determinada ideologizada o bancando o dejando de bancar ciertas cuestiones. Entonces, me parece que todo eso limita en lugar de ampliar. Ahora, si vos me decís ‘¿se puede decir todo o no?’, no se puede decir todo. Hay cosas fuera de la ficción no se pueden decir. No está bueno decirle a alguien cualquier agresión, no está bueno violentar a otro, pero que en una novela esté esa violencia no es lo mismo que violentar a otro en la calle. Me parece que ahí se empezaron a confundir planos.
Si querés discutimos si está bien o no que la gente elija no leer a un autor porque abusó a su hija, pero con esa misma lógica no podemos evaluar lo que escribió porque lo que escribió tiene una vida interna al texto. ¿Eso produce sentido en su circulación? Sí, porque cuando el texto circula en lo social tiene un contexto. Eso pasa y en esa sociedad genera determinados sentidos, pero los sentidos son propiedad exclusiva del que interpreta. Entonces, si nosotros le restamos la posibilidad de interpretar al lector es como que nos queremos poner en abogado y juez al mismo tiempo. Y la literatura simplemente expone cosas para que se hablen otras. En mi visión de lo que es la literatura lo que hace es exponer contradicciones, develar cosas que no se dicen. Justamente ahí puede pasar lo que no puede pasar en la prensa que intenta buscar la verdad. En la literatura la verdad es del autor. Los personajes están en un universo ficticio, creado para decir algo y para abrir una visibilidad donde antes algo se ocultaba. Así, por lo menos, lo pienso yo.
—¿Y creen que hoy la literatura ocupa ese lugar o el mercado avanzó de una manera tal que los libros que buscan eso ocupan un lugar muy reducido?
—IS: No sé si se puede hablar de una sola literatura. Creo que por suerte tenemos una diversidad de autores, editoriales mainstream, editoriales menos mainstream, ediciones de autor... Yo siento que hay mucha libertad. Si hubiera que definir la literatura de la época no sé si se podría definir en singular. Sí es cierto que hay temas que en cierto momento aparecen, pero también es cierto que especialmente mi novela es una novela que habla de nuestra época actual. Pero también es verdad que hay muchas novelas que no, y no estoy segura si se puede hablar de una sola literatura.
—LM: Siento que hay posibilidades de decir muchas cosas con distintos grados de repercusión. Yo nunca sentí que no pudiera decir algo. Por ahí estoy equivocada, pero nunca sentí que me reprimiera porque me publiquen. De hecho, eta novela, antes de que gana el premio, estuve viendo si me la autopublicaba porque pensaba que había algo de lo que se decía ahí que no hacía ruido y que no iba a ser aceptada. Me parece que hay muchos canales. Lo que decía Ingrid es fundamental: nosotros tenemos mucha bibliodiversidad en la Argentina, sobre todo en Buenos Aires, pero hay muchísimos canales para decir lo que se quiera y las editoriales ocupan ese lugar de jueces. Te pueden decir que no lo quieren publicar porque no es el tono de su editorial, o porque no les gusta, pero siempre hay otra editorial. El mercado regula muchas cosas. Da mucha visibilidad y hay algo que se tamiza. No vamos a ser tan ilusos de pensar que se puede decir todo.
—IS: Me atrevería a decir que a veces no tiene que ver con temas, sino que tiene que ver con autores: hay ciertas editoriales que publican ciertos nombres, no importa qué sea lo que publican, y hay ciertas editoriales que publican temas. Las editoriales más grandes en general buscan autores y autoras, pero yo también siento que cuando escribo en ningún momento me reprimo sobre sobre lo que quiero escribir. Pero también es verdad, y eso en mi caso que me ha editado una editorial como Milena Caserola, que es una editorial que edita mucho pero que no deja de ser una editorial chica, que tiene un grupo de lectores también chico: por cuestiones de infraestructura no llega a todos lados. Entonces me parece que hay públicos chiquititos y en ese sentido coincide un poco con los perfiles de las redes sociales. Todos tenemos nuestros pequeños públicos. Tal vez la idea de que el libro sea físico y que pueda ser distribuido en distintos lugares te permite llegar a otra gente. Pero querramos o no, en estos momentos todos nosotros tenemos nuestras pequeñas audiencias, hayamos o no escrito libros, porque tenemos perfiles en redes sociales . No estoy equiparando, yo estoy muy orgullosa de poder escribir más allá de los 280 caracteres. De hecho, me dedico a eso, más allá de la ficción: vivo de escribir en periodismo, en ensayo. Lo que digo es que la capacidad de poder llegar a públicos con el estilo que vos tengas es una práctica que ya tenemos bastante incorporada.
—¿Hay algo de todo lo que está pasando ahora con la cultura, los cierres, los desfinanciamientos, las desregulaciones, sumado a cierta violencia digital que crece, que atente con esta idea de la literatura como algo comunitario y social, que hablaban antes?
—LM: Soy comunicadora social. Lo social afecta siempre, influye siempre, aún cuando no nos demos cuenta. Me parece que está ahí y está operando. Siempre pienso que regularlo todo nunca es una buena opción y desregularlo todo tampoco. Me parece que estamos atrapados en grietas o en saltos de extremos a otros extremos. Todo el tiempo me late algo en función de ir hacia algo más equilibrado, más de centro, más atemperado, más sereno. Y me parece que eso va en contra de eso de regulemos todo, desregulemos todo, hagámoslo rápido, hagámoslo despacio, no lo hagamos nunca por que tarda mucho. Todo se está planteando socialmente como si fuera un escenario de mercado donde vos decís ‘este producto vende practicidad’, bueno, entonces este vende lo contrario. Y me parece que la vida social no es una estrategia comercial, la vida social es otra cosa, es mucho más compleja. En lo político pasa lo mismo. Si algo le reclamaría hoy a la política son los caminos del medio. ¿Qué con el radicalismo, un partido antiquísimo, con una tradición republicana y democrática, no saliendo a hacer nada, como saltando de un extremo al otro? ¿Qué pasa con todos los intentos de ir por el centro? Porque yo soy una persona de grises. O sea, no creo que nada sea ni una cosa ni su opuesto. Me parece que lo que está pasando en esta época es que no podemos encontrar un punto de equilibrio para nada. Y eso daña tanto a la economía como a la política como a la literatura.
—IS: Si a los lazos sociales que se establecen en un mundo donde vos tenés una vida cultural, una vida diversificada, el gran problema en estos momentos es que está en crisis la vida en común. Se está poniendo en cuestión para qué sirve la cultura. Llegamos a discusiones donde sí plantea si está bien que el Estado tenga algún tipo de intervención en actividades culturales. La cultura forma parte del lazo social, de la identidad de una época y se está poniendo en cuestión eso. La idea de promover la cultura en lo que sea, en la literatura, en el cine, en el teatro, en la vida social, es una manera de ratificar que somos sujetos sociales, que producimos, que somos creativos y al mismo tiempo eso no significa que cada uno pueda construir un pensamiento individual. Porque, como decía Leti antes, nadie piensa de manera individual. Todos somos el resultado de la época, pero con algún tipo de capacidad crítica. Creo que la función de la cultura en general y la literatura en particular es, en una sociedad contemporánea, fomentar la capacidad crítica. Leer un tuit o una noticia y tener la capacidad de decir si está bien, si está mal.
—LM: Algo que hace la literatura también es enseñarte a no comprar paquetes. Cuando uno escribe, un personaje no es bueno y el otro es malo y se pelean. Los personajes muestran las contradicciones del ser humano. Entonces esta idea que se impone de comprar paquetes enteros de cosas que va contra la creatividad, contra la literatura. Cuando te enamorás de una persona y la amás con toda tu alma, también hay cosas que no comprás. Entonces me parece que esta cultura de todo o su opuesto, y encima comprando paquetes, es peligrosa y no nos deja pensar. Lo más necesario es poder pensar, bajar un cambio, intercambiar, tener pequeños desacuerdos o grandes desacuerdos.
—IS: Yo creo que el mayor problema es que vivimos una época donde no toleramos que el otro piense distinto, pero no porque somos intolerantes, sino porque el pensamiento opuesto es tan poco conciliador que no hay posibilidad de diálogo.
—LM: Las burbujas han hecho que uno solo tenga que estar con los de su burbuja y eso es lo peor que nos pasó. Y eso sí es internet.
—IS: Sí, que construye sesgos de opinión. Entonces la verdad es esta y lo otro es un poco intolerable.
—LM: Está bien lo que decís de que no es un tema de tolerancia, porque si no cargamos al sujeto ahí, porque vos sos intolerante. No, estamos metidos en este quilombo. Y este quilombo tiene estas cuestiones que afectan a todos.
[Fotos: Maximiliano Luna]