Hola, ahí.
Cuando era chica y no había redes sociales ni memes, había en cambio humor sobre todo. Había más chistes, más programas cómicos, más humor grosero pero también más humor inteligente, ingenioso.
Me gustaban y me divertían mucho los chistes sobre judíos y sobre el comunismo. Me gustaban, sobre todo, cuando quienes los hacían eran judíos o comunistas. O ambas cosas.
Uno que me gustaba mucho y representa todavía hoy el alcance del dogmatismo severo y el miedo a la delación en pocas palabras era ese que contaba que Jaime andaba por el Once una mañana de febrero agobiante, abrigado con un tapado de astracán.
“Pero Jaime, es febrero y hay una temperatura de más de 30 grados”, le dice un amigo que se lo cruza por la calle.
“Shhhhhhh”, responde Jaime con el dedo en cruz sobre los labios y mirando hacia todos lados.
“En Moscú está nevando”.
El Muro que no se cayó
Aunque mi infancia y mi adolescencia transcurrieron en tiempo de golpes de Estado y dictaduras de diferentes intensidades, y más allá de los riesgos que entrañaba declararse de izquierda por entonces, tuve un padre comunista, de modo que crecí asumiendo con naturalidad que las personas tuvieran ideas de izquierda. También fue por esta situación de intimidad con la izquierda que siempre viví cualquier comentario despectivo o violento sobre los “zurdos” o los “zurditos” no solo como una amenaza concreta sino como una forma de afrenta personal.
Y cuando digo que tuve un padre comunista debería decir que a la hora de su muerte, de la que aún no se cumplieron dos años, seguía siendo comunista pese a la dirección que había tomado el mundo; como si su tenacidad ideológica le hubiera permitido ignorar la caída del Muro y el posterior colapso de la Unión Soviética.
Mi viejo murió comunista aunque ese comunismo en el que creía y al que aplicaba su fe desde que era muy joven se había muerto mucho antes y él, como tantos otros, había elegido seguir vestido de astracán en febrero.
Era tan porfiado y arrogante mi papá, tan disciplinado con sus ideas, que se permitió omitir el diálogo con la Historia e ignorar los crímenes cometidos en nombre de ese mundo mejor que tanto lo ilusionaba.
El giro a la derecha
Imagino que no tengo que contarte que el mundo gira a la derecha porque lo sabés tan bien como yo.
Así como también sabés que no es una ola neoliberal la que tomó la posta de los liderazgos sino que se trata de diversas formas de una derecha más radicalizada, que sostienen programas económicos a tono con sus ideas pero que, aunque hablan de libertad, esgrimen un ideario social profundamente conservador, por lo que buscan desmontar legislaciones que defienden derechos civiles, ambientales, científicos y culturales, lo que para muchos —me cuento entre ellos— sería, en la mayor parte de los cambios, un retroceso.
Ya gobiernan en varios países y tienen reales posibilidades de gobernar —o de volver a gobernar— en muchos otros.
En lo personal, y por lo que te comentaba al comienzo, reconozco enseguida las ideas de derecha y las distingo con facilidad de lo que podríamos llamar el espectro liberal, con el que, a diferencia de lo que le pasaba a mi papá, suelo sentirme cómoda para discutir, debatir y también para acordar, aún en la diferencia.
En cambio, lo que me cuesta cada vez más identificar son las ideas de izquierda, o al menos de la izquierda con la que siempre estuve familiarizada, un pensamiento humanista y opuesto a la explotación de las personas, que considera que el acceso a la educación, la vivienda y la salud son derechos y no objetos de caridad o privilegios.
Una forma de ver el mundo que confía en la función del Estado para garantizar esos derechos por encima de lo que determine el mercado, que promueve los conceptos de equidad y de progreso y que tiende al universalismo por encima de lo identitario.
Los humanos somos pares, valemos lo mismo y merecemos las mismas oportunidades. Parece una obviedad: ¿lo es?
Sin lugar para matices
Hoy, por múltiples razones entre las cuales los errores de la propia izquierda tienen un peso fenomenal, queda claro que en el mundo triunfan los extremos y los fundamentalismos. Como diría un amigo escritor, no hay lugar para matices y, agrego yo, la sensatez no garpa.
De un lado, la derecha más radical, en muchos casos ultranacionalista, que pretende aniquilar los restos de cualquier forma de estado de bienestar y los avances en materia racial y de género y que toma como principal enemigo a otro fundamentalismo, la llamada izquierda woke, que se destaca por su afán censor y por su particular modo de ubicar a las víctimas (o, mejor, a quienes ellos consideran víctimas) por encima del resto de los seres humanos.
O sea que, por una parte, están quienes buscan aplastar cualquier atisbo de pensamiento o normativa progresista ganados a través de luchas durísimas a lo largo del tiempo y, por otra, quienes, en representación de comunidades ignoradas o silenciadas durante siglos, cancelan personas y obras y borran así capítulos fundamentales de la historia y de esas mismas luchas.
Ok, ok. ¿Y a qué estaríamos llamando progreso, ahora? ¿A restarle blanco, masculinidad y heteronormatividad a los espacios de poder de manera retrospectiva? ¿A suprimir en los libros y en el relato de la historia las huellas de las injusticias y de batallas inmemoriales por los derechos y la libertad? ¿A evitar que un blanco represente a un personaje negro o marrón o una mujer actúe como trans en una película o una obra de teatro? ¿La arbitrariedad del poder ya no tiene importancia si quien la ejerce integra alguno de los grupos que fueron históricamente pisoteados?
¿Izquierda, entonces, ya no sería pensar en los que menos tienen y en los más vulnerables sino que todo se reduciría a modificar capítulos de la historia y a cambiar los rostros actuales del poder? ¿Izquierda solo sería revancha?
Me resisto a prescindir de la idea de progreso de la humanidad. Me niego a creer que ser de izquierda hoy sea apoyar la violencia integrista de Hamas y llamarla resistencia en el marco del pensamiento poscolonial, como si todo se redujera a un exel. Como si no fuera posible decirle que no a varias cosas a la vez.
El desamparo en el cielo de las ideas es enorme.
Te quiero, Nanni Moretti
Durante estos días de vacaciones, además de cuidar plantas, tomar algo de sol y dormir mucho, leí de manera bestial sin contemplar ninguna agenda y vi algunas películas. Entre las películas que amé está la última de Nanni Moretti, Il sole dell’avvenire, traducida como El sol del futuro, que se presentó en el último Festival de Cannes y ya se estrenó en varios países.
Soy fan de Nanni Moretti: me divierte, me emociona, me hace pensar, entiendo sus códigos. Me maravilla su lucha quijotesca por la preservación de las buenas artes del cine y también su resistencia al fascismo en todas sus formas. Me fascina también haber visto la evolución humana de un artista a partir de sus películas, los cambios de gusto, la autocrítica, su manera de ver el mundo y las formas del arte desde una singular apuesta por la autoficción desde cuando el género todavía no tenía ese nombre.
Treinta años después de Caro diario, la película que le otorgó masividad internacional a su cine, Nanni Moretti vuelve a sus obsesiones. Ya no recorre Roma con la clásica Vespa sino que da vueltas con un monopatín eléctrico. Su personaje es Giovanni, un cineasta algo energúmeno y concentrado en sí mismo, que inicia el rodaje de una nueva película luego de cinco años. El filme dentro del filme cuenta la historia de Ennio (Silvio Orlando), director del diario comunista L’Unitá y líder comunitario en un suburbio romano, timorato y sobre todo incapaz de oponerse a las indicaciones del partido.
Es 1956 y al barrio acaba de llegar el alumbrado y también un circo, un circo húngaro, el Budavari. Mientras los artistas llevan adelante las funciones, en Hungría se desata una revolución ciudadana que será literalmente aplastada por los tanques soviéticos en nombre de la libertad, las ideas de izquierda y la preservación de la revolución. Moretti comenzó a pensar esta película antes de la invasión rusa y la guerra en Ucrania, una guerra que también encuentra una inesperada justificación en ciertos sectores que se autodenominan de izquierda.
Vuelvo a la película dentro de la película. No todos los comunistas del barrio están de acuerdo con seguir las instrucciones de Moscú y, de hecho, otra de las protagonistas, modista y militante del partido se propone movilizar fuerzas en apoyo del levantamiento húngaro. Yendo a la historia, no todos los comunistas italianos estuvieron de acuerdo en su momento con esto mismo y la revolución húngara fue el comienzo de una serie de desinteligencias y sangrías dentro del Partido Comunista Italiano, fundado en 1921 por, entre otros, Antonio Gramsci, y disuelto en 1991.
Giovanni, el director, está casado hace 40 años con Paola (Margherita Buy), quien además de soportar sus neurosis es la productora de sus películas y está buscando hace rato terminar su relación con él, aunque él lo ignore. Mientras filman la película, ella está produciendo también una película pasatista menor, en las antípodas del cine arte con el que sueña Giovanni. Como le cuenta ella a su despistado analista, cuando habla de su relación de pareja: “Hablamos siempre de todo, de cine, de arte, de trabajo, de política. Hablamos de todo menos de nosotros…”.
La película de Moretti cuenta al menos tres historias de evolución, sueños y frustraciones: la historia de la izquierda italiana, la historia del fracaso amoroso de la pareja del director y también la historia del cine, hoy en manos de las grandes plataformas a las que el director italiano se resiste de todas las maneras posibles (una de las grandes escenas de la película es el encuentro con los representantes de Netflix, que mientras le hacen polvo su proyecto porque no se entiende hacia dónde va “el arco narrativo” y no se adapta a las ecuaciones del algoritmo le marcan cada dos minutos que sus películas se ven “en 190 países”).
“Yo hago otra apuesta: un cine para personas que, pese a los millares de contenidos que proponen las plataformas, salen de casa para entrar en una sala oscura y dejar que les cuenten una historia”, respondió Moretti en una reciente entrevista con el diario El País.
Mientras escribo esto pienso que soy injusta con mi resumen. La película de Nanni Moretti es, fundamentalmente, una película de amor: de amor al cine (desde Jacques Demy a Fellini, de los Taviani a Kieslowski), de amor a las relaciones amorosas, de amor a la política y de amor a las canciones de amor, en donde los italianos brillaron siempre como pocos.
Luigi Tenco (Lontano, lontano), Fabrizio de André (La canzone dell’amore perduto), Aretha Franklin (Think) y, sobre todo, ese himno que es Voglio vederti danzare, de Franco Battiato —que te levanta de la silla en cuanto empezás a escucharla— le dan vida a varios momentos clave de Il sol d’avvenire, convirtiendo la película en un musical, tal vez el reemplazo del musical del pastelero trotskista calumniado y perseguido por estalinismo con el que Moretti soñaba en Aprile, aquella película en la que el protagonista preparaba un musical sobre la Italia de los años cincuenta, mientras participaba en un documental sobre la política italiana en tiempos en que Berlusconi ya pintaba para ganar las elecciones.
Es muy posible que hayas visto esa película o al menos esa escena desesperada en la que Moretti, viendo el debate televisivo en el que Berlusconi se come a los adversarios a bocaditos, le grita a su candidato impávido: “D’Alema, dì qualcosa di sinistra!”.
Decí algo, decí algo de izquierda, le pedía entonces, pero no encontraba respuesta. Hoy sigue pidiendo lo mismo y se me hace imposible no identificarme con esa demanda: ¡Digan algo de izquierda!.El título del nuevo filme del italiano es un verso de una famosa canción de la resistencia partisana Fischia il vento, que reflejaba la idea de progreso en lo que devendría un mundo sin desigualdad. La música es la de Katyusha, un clásico soviético que tuvo diversas versiones, entre ellas, la del francés Georgie Dann, que se llamó Casatschok y que mi viejo pasaba una y otra vez en el auto en la prehistoria del casette, el magazine.
Si fuiste chico en los 70, lo escuchaste mil veces, te lo aseguro. (Todo esto lo encontrás en Youtube, al toque).
En la misma entrevista con el diario de Madrid, Nanni Moretti habló de la política del presente y del gobierno de derecha de Giorgia Meloni. Naturalmente también gruñó a propósito de Berlusconi —tal vez recuerdes que en 2002 Moretti formó parte del movimiento de resistencia los Girotondi— y atacó, decepcionado, la indolencia de la izquierda tradicional, que se apagó con la implosión de la socialdemocracia. “La izquierda tendrá que ocuparse de los últimos de la fila, acordarse del motivo por el que nació”, dijo, aunque cada vez somos menos los que lo escuchamos.
Ya sé, ya sé: esta nota bien podría titularse “El ridículo de una ilusión”. Ocurre que aunque me pelée con mi viejo hasta el final, tal vez no somos tan diferentes aunque sí soy más desobediente. Sigo empeñada en vivir en un mundo mejor pero no apoyo nada que me resulte contrario a mis ideas, aunque eso les sirva a mis adversarios para descalificarme por tibia o descalificar aquello en lo que creo. Estoy grande y me cansé de escuchar argumentos contrarios a la autocrítica porque “no hay que dejársela servida a la derecha”.
¿Sabés qué? Se hizo todo mal y se la sirvieron solos. Hasta la rebeldía se volvió de derecha, parafraseando a mi querido amigo y colega Pablo Stefanoni.
Izquierda no es Woke
A propósito del tema de este envío, el año pasado se publicó un libro muy interesante y provocativo que por estas semanas está viendo la luz en castellano. La autora es la filósofa y ensayista norteamericana Susan Neiman y el libro, breve y contundente, se llama Left is not Woke y ya tiene traducción al español como Izquierda no es Woke (Debate). Todavía no está publicado en papel, lo leí en ebook.
El término Woke proviene de la lucha contra el racismo en los Estados Unidos pero hoy se expande hacia diversos espacios de desigualdad social y, aunque en un principio, no deja de ser positivo el propósito de mantenerse despierto ante los abusos, es importante reconocer los excesos de esta política que reivindica lo identitario por encima de lo universal y que consiguió filtrarse en los espacios más recónditos del capitalismo supuestamente enemigo a partir de los cálculos de ganancias y del marketing. Todo lo que es tendencia puede servir para ganar dinero, ya lo sabemos.
Especialista en las ideas de la Ilustración, judía y de izquierda, Neiman dice que se decidió a escribir su libro después de varias experiencias con viejos amigos y conocidos que, desamparados en el mundo de las ideas comenzaron a decir que ya no se veían representados por la izquierda, por sentirse absolutamente distantes y contrarios a la dirección que tomó el concepto, hoy en manos de una suerte de solemne policía del pensamiento que, en nombre del antirracismo y la defensa de las minorías, propone un oscurantismo contrario a toda idea de universalidad y progreso.
“No estoy dispuesta a ceder la palabra ‘izquierda’, o a aceptar el planteo dicotómico de que los que no son woke tienen que ser reaccionarios”, escribe Neiman. “Puede ser que la derecha sea más peligrosa, pero la izquierda de hoy se ha privado a sí misma de las ideas que necesitamos si queremos resistir el brusco viraje hacia la derecha (...) si los que están en la izquierda no son capaces de denunciar el exceso de lo woke, no solo seguirán sintiéndose políticamente desamparados. Su silencio arrojará a aquellos cuya brújula política no es tan nítida en brazos de la derecha”, sostiene.
“Lo confuso sobre el movimiento woke es que nació de emociones tradicionalmente de izquierdas: la empatía con los marginados, la indignación ante la difícil situación de los oprimidos, la determinación de que los errores históricos deben ser corregidos. Estas emociones, sin embargo, se malogran debido a una serie de supuestos teóricos que acaban por socavarlas”, dice Neiman y utiliza un término (socavar) que me recordó al nuevo y brillante libro de la socióloga Eva Illouz, La vida emocional del populismo, cuya bajada dice: Cómo el miedo, el asco, el resentimiento y el amor socavan la democracia.
El libro de Illouz —publicado por Katz— toma como ejemplo el populismo de derecha de Benjamin Netanyahu pero mucho de lo que allí se dice sirve para analizar otros liderazgos similares en todo el mundo, incluido el de Javier Milei en la Argentina, que, como se ha visto en el discurso de Davos, tiene sus particularidades y confusiones a la hora de elegir enemigos, como cuando asegura que “el feminismo radical genera intervencionismo” y el socialismo es autor de un conflicto ambiental inexistente y promotor de “la agenda sangrienta del aborto”.
Pero vuelvo a Neiman y a su pelea con el Woke, a partir de su defensa de la idea de progreso, del universalismo por encima de lo que llama el tribalismo y de lo que llama la reescritura del lugar de la víctima. La norteamericana (que vive en Alemania hace muchos años) cuestiona que cierta izquierda haya abandonado las banderas del progreso y sostenga que la humanidad no avanzó.
“La Biblia nos advierte una y otra vez lo que ocurre cuando la gente se une en torno a identidades tribales: las envidias, los conflictos y la guerra suelen ser las consecuencias más habituales. El tribalismo describe la ruptura civil que se produce cuando las personas, de cualquier tipo, pensamos que la diferencia humana fundamental es la que existe entre nuestro tipo y el de todos los demás”.
En su ensayo, Neiman recuerda al sociólogo estadounidense Todd Gittlin, quien decía que “incluso cuando toma un cariz radical, la política identitaria es una política de grupos de interés. Su objetivo es cambiar la distribución de beneficios, no las reglas bajo las cuales tiene lugar esa distribución”.
Otra frase: “Lo que se ha dado en llamar ‘Olimpíadas del victimismo’ ha alcanzado ya dimensiones internacionales. El llamamiento a recordar pretendía, en su día, traer a la memoria hechos e ideales heroicos; ahora, el ‘¡Nunca olvidaremos!’ constituye un requerimiento para recordar el sufrimiento. Sin embargo, soportar el sufrimiento no es de ningún modo una virtud, y rara vez genera alguna. El victimismo debería servir para legitimar reivindicaciones de restitución, pero una vez que empezamos a ver el victimismo per se como la moneda de reconocimiento, vamos camino a desvincular por completo el reconocimiento, y la legitimidad, de la virtud”.
El libro de Neiman es una propuesta de debate y de discusión y es, también una provocación interesante, que no clausura ninguna discusión sino que más bien abre varias.
“Nada resulta más absurdo, en este momento de la historia, que el hecho de que un progresista descarte las ideas de otro por diferencias sobre lo que se considera o no discriminación” (...) Ha llegado el momento de dejar de hablar de tendencias ‘autoritarias’ y ‘antidemocráticas’. Utilizo las palabras ‘proto’ y ‘fascista’ con precaución. Si esperamos hasta que se construyan campos de concentración para llamar a los protofascistas lo que son, será demasiado tarde para poder detenerlos”.
Antes de esto, había cuestionado a Netanyahu por “socavar la ley israelí y librar una guerra contra miles de palestinos” en respuesta a los crímenes de Hamas y había resaltado, al hablar de tribalismo, que “la opción de mantener la tradición universalista judía es infinitamente más vital para mi identidad que los genes que pueda compartir con Benjamin Netanyahu”.
Antes, incluso, había dicho que “muchos de los que criticaron las celebraciones generalizadas del terror de Hamas y los actos de antisemitismo que las acompañaron, los calificaron de fracasos de la izquierda internacional. Eso es un grave error. Más bien fue un momento que demostró hasta qué punto el poscolonialismo woke ha abandonado todos los principios liberales o de izquierdas que necesitamos para mentenernos rectos”.
De nuevo: en un mundo cada vez más extremista y binario, no está de más recordar que es posible cuestionar más de una cosa a la vez.
Mientras empezaba a pensar en este correo, a Reynaldo Sietecase le caían por derecha y por supuesta izquierda por haber hablado en un editorial de su programa de radio de la necesidad de una reforma laboral. No voy a entrar en detalles, podés leer sobre el episodio en diversos espacios. Solo quiero mandarle un abrazo a Rey y decir, una vez más, que pensar a contramano y por fuera del rebaño siempre tiene su costo.
Espero que hayas podido tomarte unos días de vacaciones o que estés a punto de hacerlo. Apenas pasaron tres semanas de este año nuevo y ya parece un siglo, y es que todo se acelera en la era de la ansiedad. Por eso, no desperdiciemos los momentos de descanso, siempre es bueno recuperar energía.
Las imágenes que acompañan este texto son de la película de Nanni Moretti —no conseguí averiguar la fecha de estreno en los cines de Buenos Aires— y también fotos históricas del Muro de Berlín, de la Revolución Rusa y de la invasión soviética a Hungría en 1956. Además, las tapas de los libros mencionados.
Antes de despedirme, quisiera compartir con vos acá un cariñoso recuerdo para Tomás Várnagy (1950-2022), el mayor y más brillante recopilador de buenos chistes sobre el comunismo que hubo y habrá jamás. Su libro Proletarios de todos los países… ¡Perdonadnos! (Eudeba) es una maravilla.
Te recuerdo mi mail: es hpomeraniec@infobae.com.
Que tengas una buena semana, hasta la próxima.
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