Durante más de cuatro décadas, las vidas de miles de millones de personas estuvieron condicionadas por el enfrentamiento geopolítico denominado Guerra Fría. Conocido principalmente como un conflicto entre las dos superpotencias hegemónicas del momento, Estados Unidos y la Unión Soviética, los estudios especializados en este período han ensanchado paulatinamente la visión sobre este choque.
Así, se ha puesto el foco en otros actores colaterales –entre ellos, América Latina– y, al lado de las manifiestas implicaciones políticas, militares o económicas, se han evidenciado nuevas aristas, entre ellas el papel fundamental desempeñado por la cultura.
A este respecto, se ha atendido a las imbricaciones entre distintas expresiones culturales o artísticas y la ideología y la política, al rol de los intelectuales como agentes del poder blando, al uso de fundaciones culturales o publicaciones como pantalla para asistir a los intereses de uno u otro bando o, por apuntar sólo un ejemplo más, a las geopolíticas de la traducción.
En el caso de la literatura latinoamericana, varios de los escritores más reconocidos se convirtieron prontamente en grandes aliados del campo socialista y ayudaron a defender sus intereses.
Entre ellos se hallan nombres como los del chileno Pablo Neruda, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias o el brasileño Jorge Amado. Todos fueron reconocidos con el premio Stalin o Lenin de la Paz, otorgado por la Unión Soviética, y sus obras fueron traducidas y difundidas más allá del telón de acero. Su gratitud y compromiso se materializaron de formas diversas. Dos de las más singulares las constituyeron la publicación en Rumania y en Hungría de sendos volúmenes que enaltecían las bondades de ambos países.
La utopía rumana
El libro escrito por Asturias Rumania. Su nueva imagen fue publicado en México por la Editorial Veracruzana en 1964. Está encabezado por estas palabras: “RUMANIA, GRACIAS […] por la lección viva de lo que puede un pueblo”. O sea, por las pruebas de la superioridad del régimen socialista para el desarrollo económico y social de un país que vivía desde 1948 de acuerdo al modelo comunista soviético.
La admiración es tal, y el asombro tan avasallador, que Asturias hace suyas las palabras del escritor maravillado frente a la grandeza del nuevo continente, al titular así uno de los capítulos del libro: “Cosas de encantamiento”. La posición en la que se ubica el escritor es, por lo tanto, la del cronista (pacífico esta vez), que, como el conquistador español Bernal Díaz del Castillo al ver por primera vez Tenochtitlán, casi no puede creer a sus ojos al contemplar los inimaginables portentos que ve.
En la Rumania mirada a través de estas lentes de admiración y asombro prácticamente no hay defectos. Ha desaparecido la desigualdad, las mujeres trabajan a la par que los hombres como directoras, ingenieras, médicas, todos los jóvenes estudian y sobre todo –y eso es lo más impresionante– todo el mundo lee, va al teatro y tiene conocimientos profundos de pintura y música.
Una recepción informal organizada en la casa de un ingeniero de la fábrica de caucho sintético de Onesti se transforma en una polémica apasionada sobre el arte mural y la pintura moderna. Los obreros de la fábrica de tractores de Brasov debaten, ante la mirada perpleja del extranjero, sobre el grado de verosimilitud de cierta película soviética. La bibliotecaria de la misma fábrica le informa de que los libros más solicitados son los de poesía. Las barredoras nocturnas le piden al autor rumano Zaharia Stancu que les aclare algunas dudas acerca de los personajes de su novela Los descalzos. Un vecino de compartimento de tren que se presenta como zootécnico en la granja estatal de su pueblo escribe en sus ratos libres versos merecedores de aparecer en la más prestigiosa revista literaria del país.
Ante tantos prodigios, la reacción más normal es la de incredulidad: “Había tal sencillez en su voz, tal limpieza en su espíritu –dice el cronista acerca del joven zootécnico poeta–, que me pareció un ser de otro planeta”. El libro pertenece claramente al género de la utopía: es un país, un planeta inventado.
Rumania. Su nueva imagen se tradujo al francés y fue publicado por Albin Michel en 1969 con el título La Roumanie d’aujourd’hui. En cambio, en Rumania solo aparecieron un par de fragmentos traducidos en la prensa cultural. A lo mejor, incluso para los anfitriones rumanos, a los cuales estaba dedicado este libro de agradecimiento y alabanzas, las descripciones de estos portentos socialistas resultaron también demasiado inverosímiles.
Más allá del <i>goulash</i>
Asturias era amigo de Pablo Neruda desde hacía más de dos décadas. Ambos fueron invitados en 1965 por el gobierno socialista húngaro, que pretendía limpiar la imagen internacional del país, marcada todavía por la invasión soviética de 1956.
Los dos escritores –futuros premios Nobel– aprovecharon la estancia para disfrutar, acompañados de sus parejas, de la hospitalidad húngara y sobre todo de su gastronomía. Probaron los mejores restaurantes de Budapest y gozaron de sus platos típicos más fuertes sin miedo a los excesos del colesterol. Ellas, en cambio, estaban más interesadas por comprar en las pocas tiendas de lujo de la capital. De ahí surgió la idea de escribir un libro a cuatro manos sobre las maravillas de la cocina húngara. El gobierno pagaría la edición para difundir la idea de que en Hungría se comía mucho y bien, y las esposas de Asturias y Neruda podrían hacer sus compras con el dinero de los derechos de autor.
El resultado se publicó cuatro años después, en 1969, en cooperación con la editorial española Lumen, y se tituló Comiendo en Hungría. Se trata de uno de los libros más curiosos y menos conocidos de la época del boom. Una obra con un diseño único (eso sí, relativamente caro para la época: 550 pesetas) y un toque pop lleno de ilustraciones de artistas húngaros, en la que Neruda y Asturias escriben poemas y textos en prosa ensalzando, con entusiasmo y espíritu lúdico, tanto el goulash como el vino de Tokay o las sopas típicas de Hungría. “Un canto no sólo a la gastronomía húngara, sino a la vida”, decía la publicidad en la prensa (como se podía leer en La Vanguardia del 8 de octubre de 1970).
Comiendo en Hungría es una desenfadada exaltación de la buena comida y del placer de los “poetas gordos”, como se llamaron a sí mismos los autores. Eso sí, lo que no contaron en el libro es que los dos tuvieron que ir al hospital después del último festín, uno por lo que había comido y el otro por lo que había bebido.
*Emilio J. Gallardo Saborido es científico titular en la Escuela de Estudios Hispano-Americanos/Instituto de Historia, CSIC., Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC). Ilinca Ilian es profesora de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Oeste de Timisoara. Pablo Sánchez es profesor titular de Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de Sevilla.
Publicado originalmente en The Conversation