A los de mi generación, con Patricio Rey y sus redonditos de ricota siempre pasó algo curioso. Por momentos fue la música de nuestros amigos mayores, y durante un breve momento fueron la banda con la cual nos identificamos. O elegimos hacerlo. A pesar de que para entonces, ya llevaban unos cinco o seis años separados. Generaciones y degeneraciones. Nos compramos sus CD, descargamos sus inéditos conocidos e innumerable cantidad de piratas. Vivos con sonido de calidad dudosa. Aprendimos muchas canciones en la guitarra y pasamos horas en páginas web leyendo de qué hablaban sus canciones. Deliramos al respecto y las reinventamos según nuestras vivencias y nuestras percepciones.
Sucede que Carlos Solari tiene un talento que contadas personalidades han logrado exponer a lo largo de la historia de la música popular argentina: la creación de frases, metáforas y aforismos que, aunque a veces indescifrables, golpean en un lugar demasiado efectivo para un adolescente. Un lugar que podríamos dar en llamar: las tripas. Las mismas entrañas desde donde salían los riffs de Skay Beilinson, igual de importantes a la hora de constituir la mitología rockera argentina de la posmodernidad.
Ahí estuvimos siempre nosotros. Del lado de quien recibe. Al grano. Primero grabaron Gulp (1985), un disco casi artesanal producto de años de escenario y rodaje en la vanguardia del under platense. No eran vanguardia tanto porque querían sino porque no podían permitirse ser otra cosa. Las cosas se hacían como se suele hacer casi todo en este país: magia con poco y con nada. Post punk oscuro que no tiene nada que hacer en un estadio de fútbol. O al menos, eso parecía por entonces.
La capacidad del Indio para el eslogan y la metáfora siempre fue de una calidad realmente superlativa. En discos como Un baión para el ojo idiota (1987), Oktubre (1986) o La mosca y la sopa (1991) alcanzó uno de sus puntos más destacados. Estos discos están plagados de canciones que se terminaron convirtiendo en clásicos absolutos del repertorio rockero medio argento. Para prueba, sólo basta repasar la lista de canciones: “Preso en mi ciudad”; “Ya nadie va a escuchar tu remera”; “Motor Pisco”; “Canción para naufragios”; “Ji Ji Ji”; “Masacre en el Puticlub”; “Vencedores Vencidos”; “Vamos las bandas”; “Todo preso es político”; “Todo un palo”; “Un poco de amor francés”; “El pibe de los astilleros”; “Mi perro dinamita”; “Tarea fina”; etc. La lista es totalmente arbitraria y pueden incluirse muchas otras.
La obra maestra de la banda, para quien escribe, es Oktubre. En las letras del disco se encuentran referencias más o menos claras a la Guerra Fría, al desastre de Chernobyl, a los medios de comunicación y al consumo de cocaína que imperaba en la escena de aquellos años. Ese todo conceptual sumado a un sonido frío, post punk, herencia de bandas británicas como Joy Division. Herencia que en nuestro país parecía tener a su máximo exponente en Sumo, pero que también se podía sentir en agrupaciones como La Sobrecarga, Los Pillos, y en los experimentos de Melero, otro de los colaboradores en Oktubre. Desde sus teclados, el fundador de Los Encargados termina aportando aún más densidad al clima opresivo del disco.
Ya desde el icónico arte de tapa de Rocambole que cuenta con el dudoso honor de ser el dibujo más tatuado en las cárceles argentinas (el que no sabe, que pregunte) y la sirena del comienzo del disco, el trabajo abre el paso a una distopia post-punk que parece ser hecha por un grupo de beatniks delirantes. Mucha noche, mucha calle. El disco expone atmósferas musicales marcadamente dark y letras cargadas de frases crípticas pero a la vez demasiado sugestivas que se convertirían para siempre en marca de la casa: “Para mi amor, esto está muy Shangai”; “practicamos tiro al pichón y un test para ir al espacio” o “esos chicos son como bombas pequeñitas”.
Durante esa época empezaron los intentos de cierta inteligentzia del rock local para comparar y contraponer a los Redondos con Soda Stereo. Una discusión nacida de los cruces verbales de los Soda con Luca Prodan y que se iba a intensificar hacia la década del 90. En retrospectiva resulta absurdo. Y la prueba de ello es el propio Melero, que ya había prestado un tema a la tríada Cerati, Bossio, Alberti para su primer disco (Tratame suavemente) y que puso los teclados nada más y nada menos que en “Ji ji ji”. Esta última se convirtió en el mayor hit de la banda y uno de los más coreados de toda la historia del rock argentino: la canción del “pogo más grande del mundo”. Ingrediente fundamental de la mitología ricotera que se fue agrandando posseparación con los mega-multitudinarios shows/evento del Indio Solari solista.
A modo de síntesis se podría decir que, en este disco, los Redondos lograron condensar (a lo mejor sin proponérselo) a todo el rock argentino de los ochenta posprimavera alfonsinista. Tanto en lo musical como en lo lírico, configuraron también lo que sería el futuro de la banda hasta el final de sus días. Había desaparecido por entonces el optimismo al que le cantaba otro Carlos (García) cuando decía aquello de “yo no soy mejor que vos, vos no sos mejor que yo” ni nadie estaba tan convencido de que la solución pasaba por “salir del agujero interior”. Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y la hiperinflación, que de paso se llevó puesto al 95% de la escena under del momento, anticiparon una década en que tanto la juventud como la Argentina en general iban a encontrar una nueva matriz expresiva con los Redondos como principal exponente. Esa matriz que tendría al “rock como todo llanto”.
Después vinieron los 90, el asesinato de Walter Bulacio por parte de la policía, los disturbios pre y post shows, la masividad cada vez más inmanejable. Un país que se desintegraba socialmente y al que los Redondos sin proponérselo le pusieron banda sonora a la angustia adolescente y no tanto. Los Redondos nunca tuvieron mucho que ver artística ni estéticamente con el llamado “rock chabón” que surgió al calor de la crisis de los 90 en los conurbanos argentinos. Sin embargo, fueron los padrinos espirituales, sin quererlo, de todos ellos. El germen de la separación, más allá de que se citen traiciones cruzadas o cuestiones personales, ya estaba allí en lo musical. Solari no quería seguir haciendo rock and roll, o sí, pero otro rock and roll, uno para el siglo XXI que se venía.
Para el Indio, “lo mejor y más perdurable artísticamente” que hizo con los Redondos fue Momo Sampler. En términos sonoros, de avanzada para la época. Adelantado a los tiempos de samplers y del éxito abrumador de todo el universo llamado “urbano” en Argentina. La afirmación es discutible y probablemente Skay no coincida. Se dice que cuando Patricio Rey se desbandó, el Indio se quedó con la parte más mecánica del monstruo y Skay se llevó la tracción a sangre. El guitarrista nunca dejó de tocar ni de grabar discos, lejos de los grandes eventos de su ex compañero pero siempre íntimo del rock and roll. El último show fue en 2001, en la ciudad de Córdoba. Allí, se despidieron con “Un ángel para tu soledad”, del disco Lobo suelto, Cordero atado. La canción advierte que “preso de tu ilusión vas a bailar”. Esa misma ilusión que lleva a las bandas ricoteras a cantar hasta el día de hoy “solo te pido que se vuelvan a juntar”.
Hoy Solari, a pesar del Parkinson que lo aqueja hace años y lo alejó definitivamente de los escenarios, mantiene la relevancia artística. Tanto con la banda que armó luego de los Redondos y tuvo su esplendor artístico y de pasividad durante los años dorados del kirchnerismo, Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado, como con las que armó en este tiempo, más subterráneas, sólo para el estudio y sin salir al sol, en consonancia con los tiempos: El Mister y los Marsupiales Extintos y El Cantante Tímido. Su voz pasada por el tamiz de las máquinas como un instrumento más, un recurso que viene usando desde Último Bondi a Finisterre y que profundizó a partir de El Tesoro de la Libertad, su primer disco con los Fundamentalistas.
Para muchos, los Redondos fueron aquella banda del under rockero que terminó con la llegada de la convertibilidad, el deme dos y el crecimiento exponencial de la desocupación y la pobreza. Lo cierto es que si se separaban en 1991, el mito estaría casi intacto. Es verdad que la mayoría de las grabaciones más importantes se encuentran en ese período. No obstante, todo lo que pasó después los convirtió en algo mucho mayor que una simple banda de rock.
En un país que de nuevo se desintegra, la obra ricotera sigue estando igual de vigente que en cualquier otro momento. En la Argentina nunca hay certidumbre, un vago de mil caravanas puede quedar a pie en cualquier momento y si se dan las circunstancias necesarias, te puede fusilar hasta la Cruz Roja.
Ni Solari ni Beillinson, por más que les pese, lograron en sus carreras en solitario las cuotas de genialidad que alcanzaron juntos. No es ninguna ofensa. Lennon y McCartney tampoco estuvieron a la altura de los Beatles. Es difícil, prácticamente imposible, estar a la altura del mito.
En la vida real, todos somos menos que nuestra reputación. Para eso existen los mitos. Para eso está Patricio Rey.