Mi vida con el tango, por Guillermo Fernández

Para su nuevo disco, “El cantor de tangos”, el hombre que fue niño prodigio se inspiró en las enseñanzas de sus maestros Troilo, Piana, Grela y Marino. “Eran la universidad del tango”, recuerda

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Guillermo Fernández canta "Desencuentro"

La escena es esta. Aníbal Troilo está en su pequeño departamento del centro. El bandoneón en reposo. Zita, su mujer, contempla a ese niño que en vez de estar tomando una chocolatada y mirando la televisión, está cantando un tango que dice: “contame tu condena, decime tu fracaso”. Troilo escucha respetuosamente hasta que lo frena: “Así no pibe”. El pibe se llama Guillermo Fernández. Por esa época tiene entre once y doce años, -cantaba desde los cinco-, y es toda una novedad para el género: el tango, a mediados de los sesenta, está en pleno retroceso frente al avance del rock y se refugia en lugares como Caño 14, o el bohemio El Rincón de los Artistas. Todos los grandes maestros le quieren dar clases. Lucio Demare, Roberto Grela, Sebastián Piana, Alberto Marino y Troilo, lo toman como discípulo, o mascota.

“Vos te vas a convertir en cantor el día que sin mover un músculo, sin poner cara de malevo, hagas llorar al señor de la primera fila”, recuerda Guillermo Fernández que le dijo Troilo con sabiduría y cara de Buda. Ese consejo lo persigue hasta ahora, que tiene 65 años, y una tarjeta que lo presenta sencillamente así: Guillermo Fernández, cantor de tangos.

“Una vez participé de un programa de Bergara Leumann, donde canté con Mercedes Sosa “Los Mareados”. Ella me adoraba y me dijo: ‘no permitas que te digan que sos un cantante de tangos. Vos sos mucho más, sos un cantor de tangos’”, recuerda el intérprete, arreglador y compositor que ahora presenta un nuevo disco: El cantor de tangos, grabado con una orquesta de dieciséis músicos, dirigida por el pianista Cristian Zárate, su socio creativo desde 1997. Es una apuesta ambiciosa en medio de la crisis económica.

Guillermo Fernández, un niño prodigio del tango en los años 60 que cautivó a maestros como Aníbal Troilo y se convirtió en un ícono del género
Guillermo Fernández, un niño prodigio del tango en los años 60 que cautivó a maestros como Aníbal Troilo y se convirtió en un ícono del género

La columna vertebral del disco es un repertorio cohesionado de una musicalidad exquisita, que combina clásicos como “Barrio pobre”, “Tabaco”, “Tormenta” y “Desencuentro”, con arreglos nuevos. También están las composiciones de su autoría que no desentonan, en dupla con letristas como Luis Longhi con un tono más social en “Farolitos de ilusión”, y Luis González, con una temática más romántica y popular en “Sin tu amor”.

“Cuando me puse a escribir los arreglos para la orquesta me vinieron a la cabeza todas las cosas que me enseñó Troilo. También lo que me decía Sebastián Piana: usted tiene que usar mucho más la goma de borrar. Y todo eso me vino a la cabeza y lo usé en este disco, como la forma de escribir los bandoneones que me enseñó Carlitos García. Después, por supuesto, me junté con Zárate que como arreglador de tango es tremendo”, dice el artista.

Podría ser un capricho caro, pero el álbum se justifica con el resultado artístico y la fidelidad del sonido de la orquesta que recupera la atmósfera de los sesenta, cierto brillo tímbrico, y la contundencia de una máquina orquestal en funcionamiento. Todo lo que aprendió Guillermo Fernández en esa década en este disco. Para el cantor esos fueron sus años dorados del tango.

A lo largo de su vida, experimentó altibajos, desde el éxito en la televisión hasta decepciones artísticas. No obstante, siempre mantuvo su pasión por el tango
A lo largo de su vida, experimentó altibajos, desde el éxito en la televisión hasta decepciones artísticas. No obstante, siempre mantuvo su pasión por el tango

“Quería recuperar a esas orquestas de los sesenta del Pepe Libertella acompañando a cantores como Miguel Montero, o la orquesta de Juan José Paz, o Armando Cupo, con Alberto Morán. Eran orquestas potentes y muy tangueras al servicio del cantor, a diferencia de los cuarenta, cuando el cantor era parte del engranaje de la orquesta, un instrumento más”, dice Fernández.

—Fue una época particular. Vos eras chico.

—Nací en el ‘58 y en el sesenta y pico ya cantaba con todos ellos, con “Cholo” Mamone, y José Libertella. En mi trío de acompañamiento estaban Libertella y Armando Cupo, que tenía una orquesta con la fuerza de Osvaldo Pugliese y la musicalidad de Troilo. Esas eran las orquestas que me gustaban.

—¿Qué recordás de esas épocas tangueras, donde el género estaba en retroceso?

—Es la época de Troilo—Grela, de los dúos, los tríos y los cuartetos. Entre el 67 y 68, yo cantaba en un lugar llamado El Rincón de los Artistas en Alvarez Jonte y Boyaca. Ahí cantaba el Polaco (Goyeneche), Floreal Ruiz, Alberto Morán, Jorge Casal, Hector Mauré. Era un reducto muy pequeño de un dueño llamado Forastieri, que era un tipo al que le gustaba mucho el tango y lo sostenía sólo para ellos porque a veces había más cantores que gente. Me acuerdo de que el “Tata” Floreal Ruiz, se quedaba esperando en el auto, hasta que le decían que bajara y subía directo al escenario. Cantaba tres o cuatro tangos y se iba. Una vez le dije: ¿por qué se va tan rápido? “Es que Guillermito, tengo siete hoy”. Claro, eran siete shows por noche que hacía para parar la olla. Eran hombres grandes entre 60 y 70 años. Yo era su mascota, su nieto prácticamente.

A través de su viaje, representa un puente entre generaciones, uniendo lo clásico con lo contemporáneo
A través de su viaje, representa un puente entre generaciones, uniendo lo clásico con lo contemporáneo

—Siendo tan chico era un ambiente pesado para vos.

—Era pesado, pero eran tipos respetuosos. Hacían su historia por su lado. Conmigo eran divinos, cariñosos. En esa época estudiaba con Aníbal Troilo y en los setenta se puso mal y empecé a estudiar con otros maestros como Carlos Figari (pianista y director de orquesta), y a la par estudiaba armonía con Sebastian Piana y guitarra con Roberto Grela. Alberto Marino fue mi profesor de canto, tenía una técnica lírica muy buena. Iba una vez por semana a hacer ejercicios en su casa en la calle Chile. Era como ir a la universidad del tango. Eran mis maestros, pero no ejercían. Me enseñaban a mí y nunca me cobraron un peso.

Ese pibe, al que todos llamaban con el diminutivo de Guillermito Fernández, se transformó en una de las estrellas de Grandes Valores del Tango, entre 1970 y 1978, y como esos cracks futboleros firmó un contrato que le permitió comprar la casa en la que vivía con sus padres en San Telmo y convertirse en el sostén familiar.

En el medio pasó de todo. El alumno aventajado superó a alguno de sus maestros en popularidad. Se convirtió con el tiempo en un estereotipo del cantante de tangos como producto televisivo. Era un niño que ya cantaba con los tics de un señor grande. Después llegarán los trabajos en el exterior en casinos y salas comerciales de Nueva York, Los Angeles y Las Vegas; un trabajo en Miami como baladista pop romántico junto al productor Roberto Livi; el éxito comercial, la decepción artística y el regreso a su casa natal en San Telmo.

Guillermo Fernández busca transmitir la autenticidad del sentimiento tanguero
Guillermo Fernández busca transmitir la autenticidad del sentimiento tanguero

El reencuentro con el barrio, la identidad perdida y la grabación de un disco de tangos lo puso nuevamente en el mapa como puente generacional, entre aquellos que habían escuchado a los grandes del tango y a los jóvenes que traían un sonido propio. “Cuando volví de Estados Unidos grabé un disco en el ‘97, donde estaban Leopoldo Federico, Pepe Colángelo, Antonio Agri…estaban todos”, dice. En ese disco, demostraba que nunca se había ido del barrio, con temas como “El abrojito”, “Rondando tu esquina”, y su versión de “Ventarrón”, que se volvió un “nuevo” clásico de los noventa, cuando se abría una nueva etapa para el tango.

“Ventarrón era un tema que no lo cantaba nadie, un tapado. A mí me gustó, porque me hizo acordar a Pedro Navaja de Rubén Blades. Era un personaje muy potente, igual que Pedro Navaja, aunque Ventarrón era muy borgiano, era el hombre de la esquina rosada”, dice.

Dice que no cambiaría nada de lo que vivió. Ni siquiera aquellos fracasos, que en realidad fueron de las mejores cosas que le pasaron en el tango de los noventa. “Estábamos todos los jueves en el Club del Vino con Cristian Zárate, Horacio Romo que era un nene en bandoneón, Pablo Agri en violín y Horacio Cabarcos en contrabajo que era el viejo del grupo. No iba nadie. Iban veinte o treinta personas y venían más que nada músicos y nos mangaban la entrada. Cuando grabé ese disco en el ‘97 con todos esos artistas, se lo llevé a una compañía discográfica, lo escucharon y me dijeron: “es lindo, pero vos nos sos el tipo de cantante de tangos que queremos”. Igual hice quinientas copias, las repartí entre periodistas y programadores de radio y terminé ganando el Premio Gardel. Después la compañía me llamó”, dice.

Con El cantor de tangos, su nueva producción independiente que planea presentar en abril en un teatro, Guillermo Fernández tiene una visión de su propio camino, que vuelve a cierto origen, a su primera escuela del tango que aprendió de Troilo y que le dijo una sentencia que repasa de memoria: “Ustedes, los cantantes tienen que ser los emisores del sentimiento que nosotros los autores queremos lograr. Y eso se consigue con muy poco de afuera y con mucho de adentro”.

[Fotos: Nicolás Foong / Gentileza prensa GF]

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