Algo nuevo
Cada verano tiene su canción. Una a la que le dicen así: “La canción del verano”. Este que empieza no tiene todavía ninguna. O si tiene, no la escuché. Una canción que, generosa, se abre a públicos diversos. Una canción que, en horas, en días, es de repente la que sabemos todos. Ya no salgo tanto, ya no estoy en lo nuevo. Si estoy obviando esa canción que para todos ya es obvia, será por eso. Será de otros.
Hay un mecanismo nuevo que se pretende inverso. Cada año, desde hace algunos, cerca del verano, la plataforma Spotify ofrece a los usuarios un resumen, una lista. Cifras que son únicas, intransferibles. De uno. A mí, ese resumen me cuenta que, en 2023, escuché 168 géneros, 3.459 artistas, 9.012 canciones, 67.812 minutos, es decir: 47 días sin parar. Eso, anuncia mi teléfono, exultante de música y colores, me puso dentro del 3% de oyentes más asiduos en todo el mundo. Debería estar orgulloso. Pero, la verdad, yo qué sé. ¿Es algo bueno, es algo malo? Dios sabrá.
No están las canciones de todos ahí, están las mías. Y, como me las ofrece en playlist, empaquetadas y bien dispuestas, las escucho. Otra vez. 67.812 minutos y contando. De toda esa lista yo elijo una que es mi canción para este verano. “Summer Breeze”, de Seals & Croft. Según me informó el registro algorítmico, una de las que más escuché el año pasado. Y es que, todo el año, a lo mejor, estuve esperando esta brisa. Este sol repetido. Este rato. Nadie me comunica esa información, nadie la decodifica. ¿Por qué elegí para mí este año esa canción? ¿Por qué ahora escucho este tema de 1972 en loop? Debería haber para eso una cuenta. Para todo hay una. Dicen ahora. Si algo sobran hoy son las cifras.
Voy oyendo el estribillo y silbo en la bicicleta:
Summer breeze,
Makes me feel fine
Blowing through the jasmine in my mind…
¿Qué combinaciones matemáticas fueron necesarias para que mi tarde, mi cabeza y mi verano lleven puesta esta música? ¿Qué cálculo intangible acomodó así los números de mi mundo? La ilusión hace creer que podría saber las cifras y las cuentas el robot que computa. O tal vez, algunas personas elegidas. Allá en las bases desde donde salen los cables, desde donde se emiten al cielo las señales. Algunas mentes sabias. Habrá formas de establecer un registro. Formas modernas de calcular y decir: esto es lo necesario. De cada cosa que hacemos. Algo nos hace sospechar y después estar seguros: no podemos contar cómo, pero podemos contar qué. En eso creemos ahora. Así que, con una nueva fe, pensamos que tal vez la vida que nos pasa pueda ordenarse, ponerse en fila, medirse en números y listas. En cantidades. Para que al final alguien venga y pueda decirnos: no hay un sentido ni un porqué, pero estos son los resultados.
Algo viejo
Paso tiempo del verano en la terraza. Trato de apuntar la cara al cielo limpio. Miro aviones y nubes, miro pájaros.
Otro verano. Alguno antes. Un verano viejo. Borges miraba el cielo y trataba de contar a los pájaros que revoloteaban. En el verano. Era verano. Borges podía ver. Adentro suyo. Una bandada. Seguro era verano. Ese verano. Aquel. De Borges. Adentro suyo. “La visión dura un segundo o acaso menos”, escribe Borges, “no sé cuántos pájaros vi”.
Yo veo cinco cotorras en un árbol sin hojas. Roto por la tormenta, desolado. Gritan como si alguien les hubiera puesto esas voces las cotorras, pero no les hubiera explicado para qué. En ese tipo de Dios pienso. En uno que hace las cosas al tuntún.
Borges, en cambio, imaginando a sus pájaros, piensa en otro. La cantidad de pájaros, escribe, es un problema que “involucra el de la existencia de Dios”. Sigue: “Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi”.
Además de lo que gritan las cotorras, en la terraza también escucho algunas palabras que se dicen los vecinos. Algo de todos los días, palabras suyas. Hablan como si supieran, ellos sí, para qué tienen puestas sus voces. Hablan de precios, se dicen números. Si Dios existe, es probable que sepa a qué van pegadas esas cifras, qué valor le asignan los vecinos a esas cantidades. Yo no sé.
El Dios de Borges es uno que sabe lo que no sabemos. “Vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros”, cuenta Borges, “Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera”. De esa precisión imposible, deriva una conclusión: “Ese número entero es inconcebible; ergo, Dios existe”.
Podría ver, si quisiera, todo el recorrido del sol en la terraza. Desde que aparece al este, en el río, hasta que se entierra en el oeste anaranjando de lo que desde acá es la ciudad entera. Estar el día ahí, oyendo a las cotorras, contando los números que dicen los vecinos, pensando en Borges. El día entero, entero el verano. Y seguiría, creo, sin saber si existe o no un Dios verdadero. Uno que entienda por qué pasa lo que pasa, uno que pudiera decirnos eso que no sabemos pronunciar con nuestras voces.
Algo prestado
Leo, en el verano, un libro que pasa en la nieve. Es blanco, todo blanco, en el libro que leo. Blancura se llama, justamente, el autor es Jon Fosse. El escritor que ahora descubrimos genial y al que hace media hora no conocía nadie por estos lares. Le dieron el Premio Nobel y ¡puf! Se materializó. En voces que hablan y hablan sin puntos aparte, en fantasmas que pescan en la bruma y conversan con sus parientes vivos o en hombres que detienen el auto en el bosque nevado y se largan a caminar. En la blancura. Es el último libro que leo en el año, y leo sin interrumpirme, de corrido, porque apareció Fosse así de la nada, con esa prosa genial. En estos días, este verano, puedo concentrarme poco. Leo acerca del frío, de la nieve, de las sopas y las manos templándose con cuencos y con lana. El verano se desvanece en ese invierno que Fosse me presta. Es el último libro que leo en el año. Y, si quisiera, podría dejar asentado ese hecho en una lista.
Otra lista. Una que convierta la experiencia en cifra y cantidad. Hay una plataforma, otra plataforma, que se llama Goodreads y nos invita y nos ofrece y nos permite eso: registrar. Puede uno, si quiere, establecer desafíos de lectura: este año voy a leer 70, 60, 100 libros. Lo bueno es también que, si uno no quiere, no la usa. Yo hago eso. Prescindo de Goodreads. Y leo bien, de todos modos, un número de libros que solo podrá saber Dios y que no es uno, ni es diez. De esos libros no destilo una cifra ni un récord; dejo permanecer climas y escenas, recuerdos en partes, fragmentos de diálogos o perfiles de personajes imaginados. Nada de lo que pueda dar cuenta, nada de lo que pueda decir: para eso me sirvieron estos libros, mi productividad lectora fue de tantos y cuantos, este año fui un lector eficaz. No, ni cerca. De Blancura, por ejemplo, ni un numerito saco, ni un dato cuantificable. Solo la nieve y la luz blanca. Fresca. Tan necesaria este verano.
Algo azul
¿Estaban mirando esa serie hace un montón de años en una tele de tubo? Diríamos, entonces, ese programa. Unos adolescentes iban en bicicleta por un camino de playa, al borde del mar. Silbaban. Era su verano. Era un verano. Era el Mar Mediterráneo. En Nerja era su Verano Azul.
En la serie (el programa), estaban esas chicas y esos chicos: Quique, Javi, Pancho, Bea, Desi, Tito y Piraña. Estaba Chanquete. Un viejo pescador retirado, que primero fue para ellos un miedo, después un misterio y al final, un amigo y consejero. Tocaba el acordeón, dejaba que le diera el sol en la cara y vivía feliz en su barco puesto en la orilla: La Dorada 1. Durante ese verano, el barco de Chanquete se convierte en fuerte y refugio, en el lugar al que van los chicos urgidos con sus desbordes y sus penas y sus cosas nuevas.
De todos los capítulos hay dos que sobresalen, que batieron récords de audiencia y excitaron a los amantes de las cifras. Allá por los años 1982-1983. Esos años que ahora, ¿qué son? Números imposibles. Números solo de Dios y míos y de los pájaros. Uno de los capítulos es el anteúltimo, en el que Chanquete muere. Y con esa muerte, los chicos se dan cuenta de que la vida no está ahí siempre. El otro es el que cuenta cómo Chanquete y los chicos se resisten al desalojo y la expropiación de La Dorada 1. Es ese en el que cantan una canción que, por esos días, fue la del verano:
No, no, no, nos moverán
Porque en el barco tiene el su nido
No, nos moverán
Del barco de Chanquete
No nos moverán.
Defienden, cantando, lo que una vez tuvieron, lo que hasta entonces no era para ellos nada, ni siquiera un numerito, pero ahora, por afecto, por caridad, por ser con otros, es también suyo.
No, nos moverán
Porque este barco es toda su vida
No, nos moverán.
Y ahí está el barco, en ese Verano Azul, en el mismo lugar todavía. Por encima pasan volando una cantidad indecible de golondrinas y gaviotas.