A la memoria de mi madre, por quien supe quién fue Marian Anderson. Y a la de Aldo Schiappapietra, a quien no conocí, pero que gracias a su discoteca pude reencontrarme con su voz.
Fue la última Pascua inmediata anterior al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Fue el 9 de abril de 1939, frente a una multitud de aproximadamente 75.000 personas y muchas miles más que escuchaban por radio. La contralto negra Marian Anderson, sin todavía demasiada conciencia de lo que ese día significaría para ella, para su comunidad y para la historia de los Estados Unidos, daba un recital al pie del Lincoln Memorial en Washington D.C. No era en ese momento ni lo fue nunca, una activa militante por los derechos de los negros.
Siempre pensó que se alcanzarían los mismos actuando según sus preceptos —heredados de sus padres y reafirmados por sus profundas creencias religiosas—, en los que la igualdad de todos los seres humanos era algo natural. No lo era todavía en su patria y mucho menos para “Las Hijas de la Revolución Americana”, el grupo que tenía a su cargo la administración del Constitutional Hall de la capital americana. Poco tiempo antes, le habían prohibido dar ese recital que terminaría convirtiéndose en un acontecimiento histórico.
No era la primera vez que Anderson sufriría de discriminación por el color de su piel. Pero en cada una de esas instancias, actuó del mismo modo: enfrentando el dolor y la tristeza, convencida de lo indispensable de su tarea y con la plena seguridad de que “… no todos los cambios se producirán mientras yo viva o incluso podrán quedar para otro mundo. Aun así he visto ya los suficientes para pensar que han de producirse en este”.
El canto, por naturaleza y creencia
Nacida en un hogar humilde de Filadelfia en 1897, a Anderson le ocurrió lo que a tantos otros afrodescendientes: la música la llamó fuertemente y desde pequeña vivió con naturalidad su predisposición para el canto, una práctica ligada a sus creencias religiosas. Así lo dejó consignado en las páginas de Un radiante spiritual, su libro de memorias: “La iglesia ocupaba un lugar muy importante en mi vida, tanto en el aspecto social como en el musical. (…) Estaba convencida de que mi presencia en los dos coros eran no sólo un deber, sino una necesidad para con la iglesia y para conmigo, y no faltaba un solo domingo. La congregación me hacía sentir una parte indispensable de ella. Cosa muy alentadora, por cierto”.
Sin embargo, la ajustada vida económica de la familia Anderson le impidió a Marian por bastante tiempo acceder a estudios formales de música y cuando por primera vez intentó acceder al conservatorio, fue rechazada por su color de piel. No sería ni la única vez ni el único espacio en el que Marian y la población negra sufriera de discriminación: “En algunas tiendas teníamos que esperar más que otras personas a que nos atendieran. Otras esperábamos en una esquina un tranvía y el conductor seguía de largo. Había en la ciudad lugares a donde todo el mundo podía asistir y otros a los que nosotros no podíamos. Con algunas niñas podíamos jugar y con otras no”.
La combinatoria de pasión y tesón hizo que poco a poco comenzara a tomar clases y a descubrir que la voz no es solo un don (el de ella le había permitido, de niña, cantar en todos los registros, aunque siempre se destacó por su particular color y tono grave), sino que debe cultivarse al tiempo que cuidarse. Fueron clave en ese aprendizaje, los años de formación con el maestro Giuseppe Boghetti, tiempo en el que, a medida que progresaba de modo notorio, comenzaba a sentir la necesidad de cada vez mayores desafíos. Uno de ellos fue viajar a Europa y explorar posibilidades de presentaciones públicas, las que serían decisivas —como para todo cantante— en su proceso de consagración. Alcanzar ese cometido fue uno de sus objetivos primordiales durante varios años hasta que logró alcanzarlo —ya gracias a su manager Arthur Judson— por primera vez en 1930, aunque volvería rápidamente.
El dominio de otros idiomas, en especial del alemán (repertorio que comenzó a transitar con verdadera fascinación y que junto con los spirituals tendría a los leader de Franz Schubert como sus caballitos de batalla), fue otro de sus pendientes formativos y al que se dedicó sistemáticamente desde el momento mismo en que el deseo de que Alemania fuera el destino de su segundo viaje se le instalara plenamente. El éxito de sus presentaciones allí despertó tal interés que a poco de llegar Hitler al poder recibió estando en Escandinavia una nota consultando su disponibilidad.
“No tenía muchos deseos de actuar en la Alemania de esa época, pero quería tener la satisfacción de regresar bajo diferentes circunstancias. Mi empresario ofreció a Berlín un solo recital. Llegó la contestación de que no era esa la mejor fecha, pero, ya que no había alternativa, aceptaban. También el precio fue aceptado. Sólo quedaba un problema: ¿Marian Anderson era aria? Mi empresario contestó que la señorita Anderson no era aria cien por cien. Allí terminó la correspondencia”.
De Toscanini a Eisenhower y Kennedy
En pleno proceso de consagración, luego del fuerte espaldarazo que recibió en los países escandinavos y los triunfos que seguía cosechando en las giras por su país cada vez que regresaba de Europa, antes de su siguiente itinerario cantó en Salzburgo. Aquella noche, una vez más sin acaso imaginarlo, tal como ocurriría en aquella Pascua de 1939, Anderson experimentaría un nuevo hito en su carrera. En el intervalo de la función, se arrimó a su camarín, el más grande director de orquesta del momento, Arturo Toscanini, quien le sentenció una frase que quedaría indisolublemente asociada a su trayectoria: “Es la suya una de esas voces que sólo se oyen cada cien años”.
El siguiente destino significativo fue la Unión Soviética —el otro lo sería Israel e incluso se presentó en la Argentina en varias oportunidades, siempre con una cálida acogida—, un país si bien históricamente sensible a la música y exigente, por aquel entonces atravesaba un momento muy especial en torno a la relación entre política y arte. Leído a la luz del presente, resultaba previsible que alguien que, en función de su origen cultural incluyera spirituals siempre en sus programas y quedara históricamente identificada con ellos, tuviera ciertas dificultades a la hora de entonar melodías con contenido religioso. Tal lo que ocurrió incluso con el “Ave Maria” de Schubert (siempre esperado en sus presentaciones), el que fue anunciado simplemente como “Aria” de Schubert.
Y si bien nada se dijo del contenido de los spirituals, la autoridad artística incuestionable de Anderson logró que el concierto se desarrollara tal como estaba previsto. Y así, protagonizaría un paso decisivo que no lo habría sido tanto para su carrera —la actuación en óperas no fue lo que definió su carrera— pero sí para la historia de los Estados Unidos, de la ópera mundial y, fundamentalmente, para las grandes voces negras del género lírico de las generaciones que la siguieron. El 7 de enero de 1955, encarnando el papel de Ulrica en Un ballo in Maschera de Verdi, Anderson se convertía en la primera cantante negra de la historia de uno de los templos de la ópera: el Metropolitan Opera House de Nueva York. Haciendo un balance del significado profundo de esa experiencia, escribió: “Si tuve el privilegio de servir como símbolo, de ser la primera negra que cantara como miembro regular de la compañía, me enorgullece saber que ello alentó a otros cantantes de mi raza a comprender que cada vez se abrirán más las puertas en toda partes para aquellos que se preparen bien”. Y así fue: quedó habilitado el camino de la igualdad de oportunidades que muy bien supieron aprovechar voces como las de Leontyne Price o Jessye Norman.
Pero además del concierto en el Lincoln Memorial que le daría tan fuerte proyección mundial, otros momentos de la dilatada vida de Anderson —quien falleció en 1993— la exhibieron asumiendo la defensa de valores y principios humanos más allá de las banderías o coyunturas políticas. Fue en ocasión de la asunción de dos presidentes norteamericanos de signo político contrario —del republicano Dwight Eisenhower en 1957 y del demócrata John F. Kennedy en 1963— ceremonias en las que fue elegida para cantar el himno de la Nación.
La trayectoria artística, pero también la del compromiso civil de Marian Anderson, evidenciaron un paulatino proceso de maduración que tal vez puedan ser postuladas hoy como un ejemplo paradigmático de la lucha de la gente de bien por alcanzar lo que se desea y el compromiso permanente por hacer realidad el deseo de una vida mejor. El relato de ella misma sobre cómo llegó a convertir el “Ave Maria” en tal vez su canción más emblemática, da cuenta de esa indispensable madurez que se requiere para encarar una acción en su total plenitud. “Durante mucho tiempo se me ha escapado el sentimiento y el mensaje de algunas canciones. Recuerdo que cuando estaba trabajando en el estudio del señor Boghetti, me dio el “Ave Maria” para estudiarla. Me pareció la cosa más larga y fatigosa del mundo. No sabía nada de alemán y luchaba contra los tres versos sin poder captar la canción. La canté en público en varias ocasiones y tuve la impresión de que, inexplicablemente, el público no la captaba. La dejé de lado”.
Al escuchar hoy las viejas grabaciones de Marian Anderson de la canción de Schubert en sus versiones remasterizadas, junto a la obstinada persistencia del crepitar de los viejos discos de pasta, emerge, límpida, no solo una voz que fue única. También la historia de quién fue una mujer única.
* Sociólogo (UBA) especialista en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).