Una línea de tiempo conceptual vincula a Taylor Swift con Annie Ernaux y Ruth Bader Ginsburg

De cómo las pulseras de amistad de las swifties tienen ciertos y valederos puntos en común con el collar de la jueza de la Corte Suprema de EE.UU. y las volcánicas novelas de la premio Nobel francesa

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Taylor Swift, uno de los personajes culturales de 2023 (Gentileza: prensa Taylor Swift)
Taylor Swift, uno de los personajes culturales de 2023 (Gentileza: prensa Taylor Swift)

Gracias quiero dar (…) por el arte de la amistad. Por la música, misteriosa forma del tiempo (Borges, Otro poema de los dones)

Desde hace un tiempito, llevo puesta una pulsera de la amistad que me hizo mi nieta, pronta a cumplir los 8. Ella es, por si hace falta aclararlo, una swiftie niña en los albores de su viaje iniciático hacia una etapa intermedia antes de la adolescencia. Por ahora como un juego emocionante y divertido para el que cuenta con otros referentes que contribuyen a ir afirmando su identidad, su ideario, su autoestima: Frozen, Moana, La Mujer Maravilla… Tiene resabido que las pulseras representan intercambio, complicidad, un guiño cargado de sobreentendidos entre las fans que idolatran a Taylor Swift porque —entre otras circunstancias de su vidita— lo vivió en carne propia en la fila, antes de entrar a ver el documental The Eras Tour con su madre, otra swiftie. Más concientizada, obvio.

Porque el swiftismo se expande a otras edades, también puede alcanzar a algunos varones desprejuiciados y de buena voluntad que quieran integrar esta hermandad que, la primera semana de diciembre 2023, recibió el alegrón de saber que TS —a punto cumplir los 34, ganadora de muchos títulos honrosos en su ya larga trayectoria— había sido elegida Persona del Año por la revista estadounidense Time. Una designación muy importante por el prestigio y las exigencias de ese medio, y por las connotaciones de esa palabra. Persona, así se llamaba la revista fundada por una osada feminista a mediados de los años ‘70, María Elena Oddone, a quien bien vale reivindicar.

Swifties en Buenos Aires, a la espera de uno de los shows de Taylor Swift en el estadio de River (Foto: Adrián Escandar)
Swifties en Buenos Aires, a la espera de uno de los shows de Taylor Swift en el estadio de River (Foto: Adrián Escandar)

Persona, ser humano, sujeto; unidad indisoluble y relacional, con características sociales y morales trascendentes, según una corriente filosófica.

Persona grata: TS, iniciales que figuran en mi pulsera, que tanto aprecio, por su hacedora y por todo lo que significa.

El chico de la verdulería de la esquina la mira sorprendido en mi muñeca y me pregunta si soy fan de “esa cantante”. Le respondo que estoy aprendiendo. Se ríe con simpatía, y me suelta, revelando que algo entiende del tema: “¿Me la regalarías?”. Mmm, dudo para mí. Pero junto coraje: “Si la querés, es tuya”. “No, no”, vuelve a reírse el muy pícaro: “Solo era para ponerte a prueba”. Ja, ja: creo que alcanzó a leer que, aparte de las iniciales, entre las cuentas de colores, mi nieta había formado la palabra ABUELA…

Brazos, pulseras y teléfonos para ver a Taylor Swift (Foto: Franco Fafasuli)
Brazos, pulseras y teléfonos para ver a Taylor Swift (Foto: Franco Fafasuli)

Como toda swiftie que se precie lo tiene claro, las pulseras no son una moda lanzada por Swift ni parte de un merchandising: surgieron espontáneas y se multiplicaron por doquier, inspiradas en la línea de un tema de nuestra ícono, You’re on Your Own, Kid, que reza: “todo lo que perdés es un paso que das, / así que hacé las pulseras de la amistad, / aprovechá el momento y disfrutalo”.

Estos brazaletes artesanales intercambiables, regalables fortalecen el sentimiento de pertenencia, de formar parte de una comunidad sin fronteras que ama a Taylor incondicionalmente: su personalidad, su ropa, sus canciones, sus clips e incluso sus tropiezos (como participar de la malísima versión fílmica del gran musical Cats). Pero ser swiftie no entraña solo practicar la pura devoción: también conlleva asumir una ética humanista que incluye defender los derechos LGBT, ser una persona compasiva y solidaria, aspirar a la equidad, rechazar a Trump (y no votar a Milei, en nuestro país). Y también saber que no hay ninguna obligación de sentar cabeza, ni de cumplir con lo que lo demás decidan por nosotras, ni de aceptar determinados límites por el hecho de ser mujer o de formar parte de alguna minoría oprimida, subestimada, desvalida, colonizada.

En cada uno de los "friendship bracelets" que hacen las mismas fans, cada una coloca una frase de una canción y luego, los intercambian (Adrián Escandar)
En cada uno de los "friendship bracelets" que hacen las mismas fans, cada una coloca una frase de una canción y luego, los intercambian (Adrián Escandar)

Cuellitos y brazaletes

Aunque los cuellos y los collares con que la célebre jueza estadounidense Ruth Bader Ginsburg suavizó la tosca túnica típica de los integrantes de la Suprema Corte cuando fue nombrada en 1993, esos accesorios —de encaje, de cuentas de cristal— no se convirtieran en moda masiva, igualmente guardan un cierto parentesco con las pulseras de la amistad swiftianas por su simbolismo.

Porque RBS era una feminista de verdad, ciento por ciento, luchadora inteligente y tenaz que había llegado por méritos propios a formar parte de ese alto tribunal. La segunda mujer en acceder, después de Sandra Day O’Connor (que murió el 1º de diciembre pasado, a los 93, una jurista que arrancó como republicana conservadora y terminó votando el derecho al aborto y oficiando un matrimonio gay en la propia Corte, antes de retirarse en 2015).

Esos cuellitos de encaje, Ruth los tomó del vestuario judicial inglés y francés. Cuellitos coquetos considerados femeninos en época contemporánea, masculinos en el pasado. Es decir, que ella se apropió de lo que había sido antaño signo de poder masculino en los estrados de la justicia. No le fue fácil a Ruth —ni a Sandra, que siguió sus pasos en ese tema— conseguirlos en su país: Ruth tuvo que comprarlos en viajes a Europa.

Las pulseras pueden compararse con los collares que usaba la jueza Ruth Bader Ginsburg y su significado feminista
Las pulseras pueden compararse con los collares que usaba la jueza Ruth Bader Ginsburg y su significado feminista

Una apuesta radical, la de RBS, que proclamaba a quien quisiera oírla que ella podía ser rigurosa en su oficio, pero sin renunciar a un toque femenino diferenciador. La periodista Rhonda Garelik sostiene que los refinados cuellitos de Ruth le otorgaron un concepto de cuerpo de mujer a las asexuadas túnicas. Fue como un sello que se reprodujo en ilustraciones estilizadas, en portadas de libros, en diarios y revistas: solo ese accesorio, blanco sobre negro. “Mi collar disidente”, lo denominó la jueza en 2014, cuando Banana Republic fabricó uno de cuentas brillantes expresamente para ella. Por otra parte, RBS, muy querida por mujeres de toda edad y condición, empezó a recibir cuellos caseros, tejidos con amor al crochet o bolillo por muchas de aquellas que la consideraban su heroína favorita. También le llegaban como obsequio de afuera a medida que se volvía más popular. Su preferido, el que le mandaron de Sudáfrica.

La jueza, que había sido nombrada por el presidente demócrata Bill Clinton, obtuvo muchos premios por su accionar justiciero, a la vez que se iba convirtiendo en genuino ícono pop, apareciendo su efigie en remeras, tatuajes, tazas. Recibió el apodo de Notorious RBG, en referencia a un conocido rapero. Más allá de su constante postura igualitaria, estuvo siempre en contra de la pena de muerte. No es de sorprender que encantara no solo a las mujeres, también a los gays y a buena parte de lo millenials.

“No pido favores para las mujeres, todo lo que exijo es que saques tu pie de mi cuello”, gustaba decir citando a Sarah Grimké, militante abolicionista y poeta del siglo XIX. Muy enferma en 2018 se negó a dimitir para no darle oportunidad al entonces presidente Trump de reemplazarla por alguien de su calaña (la de él). Pero su cáncer de páncreas se agravó, llevándola la muerte en 2020. Y efectivamente, ese lamentable mandatario nombró en su lugar a una jueza ultraconservadora de cuyo nombre no queremos acordarnos. Llorada por una multitud en su sepelio, las feministas a la cabeza —algunas con cuellitos en su honor— Ruth Bader Singer ya había sido personaje principal del film biográfico Una cuestión de género (2018). También hizo su aparición en documentales que rescataban la extraordinaria vida de esta mujer nacida en 1933, en una modesta familia judía, cuando aún faltaban más de tres décadas para que las mujeres negras tuvieran derecho a votar.

Taylor Swift en acción, durante uno de sus shows en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)
Taylor Swift en acción, durante uno de sus shows en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)

Swift y Ernaux, medio siglo no es (casi) nada

Vale señalar, haciendo un repaso algo más que somero, que hubo escasas notas locales en tevé, radio y publicaciones digitales locales que se tomaran en serio el fenómeno Taylor Swift en su reciente, resonante visita a Buenos Aires. La mayoría de autores de esas notas parecía no saber ni pizca del gran talento de TS para componer y escribir hermosas canciones en las que, a través de los años, fue armando una suerte de biografía condensada, poetizada. Tampoco, en consecuencia, conocer acerca de las ideas, los sentimientos que transmitía, profundos aún en tonalidades ligeras, coherentes y que se abrían a la identificación, en particular de mujeres jóvenes, que se sentían expresadas por su sinceridad, por la comunión de experiencias, el enfoque feminista y el romanticismo contemporáneo de esa chica bonita a rabiar que no reniega de su imagen sexy y glamorosa, cercana a pesar de la reserva que trata de mantener (sin conseguirlo) respecto de su vida privada.

Tampoco se puso el acento en el procedimiento firme y eficaz con que Taylor conquistó su autonomía como empresaria independiente de discográficas, que actualmente maneja su carrera en todos los planos. Y mucho menos se mencionó en aquellas notas epidérmicas que Swift era estudiada en distintas universidades de Estados Unidos, tanto en la literatura que cultiva en las letras de sus canciones, como por su conducta innovadora para defender el derecho a la propiedad intelectual de su obra. En 2022, por si algo faltaba para la valoración académica de nuestra reciente vistante, CUNY —la Universidad de la Ciudad de Nueva York— le otorgó el doctorado honoris causa.

Entre otros sitios de altos estudios, Berkeley también se interesó en TS: Crystal Haryanti preparó un curso, fuera del plan tradicional: Arte y emprendimiento: La versión Taylor. Algo parecido se hizo en Stanford bajo el título: El Universo Swift. Mientras que asimismo en Harvard se impartirán clases sobre las creaciones de la popstar y el alto impacto de su polifacética figura en la cultura.

Puerta de ingreso a la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts (Foto: REUTERS/Faith Ninivaggi)
Puerta de ingreso a la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts (Foto: REUTERS/Faith Ninivaggi)

Como el sentido de realidad lo enseña implacablemente, nadie puede alcanzar todo el éxito y la felicidad sin nubes en este planeta tan maltratado (que se está tomando revancha). Pero lo que sí ha demostrado Taylor Swift es que una mujer joven, talentosa, determinada y con el corazón en el lugar correcto, puede llegar a tenerlo casi todo, ponerse a la par -y a varios, pasarlos- de los varones con más suceso de los tiempos modernos y/o posmodernos. Y, asimismo, superarlos en algunos aspectos, aportando a sus canciones y a su comportamiento esos plus más que suficientes para convertirse en referente de muchachas del XXI. Y para las del XX, naturalmente. La chica de Pensilvania está en la cima de sus poderes creadores, organizativos, regidores. Dueña, para colmo de bienes, de ese misterio llamado carisma. Arrasador, en su caso.

Y ahora sí, aunque suene cholulo o sobredimensionado en oídos puntillosos que criticaron ese premio a Bob Dylan “por haber creado en el marco de la gran tradición de la música estadounidense nuevos modos de expresión”, desde estas líneas se lanza el apoyo a la candidatura de Taylor Swift para el Nobel de Literatura.

Sí, el mismo galardón que obtuviera la francesa Annie Ernaux, grandísima y original escritora con la que TS puede —en lo suyo, en otros registros literarios (y acompañada de su música)— hermanarse en buena ley.

La escritora francesa Annie Ernaux fue la ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022 (Anders Wiklund/TT News Agency vía AP)
La escritora francesa Annie Ernaux fue la ganadora del Premio Nobel de Literatura 2022 (Anders Wiklund/TT News Agency vía AP)

Porque en todos sus libros, así como TS en sus canciones va desgranando un diario personal, Ernaux habla con corajuda profundidad de su vida, y de la nuestra. No hace falta decir que ella, 50 años mayor, se remite a otras experiencias vividas bajo una mentalidad represiva y misógina: su propio aborto clandestino muy joven, en los ‘60 (El acontecimiento, llevado al cine con gran acierto por Audrey Diwan, en 2021); la libertad sexual y la dependencia del enamoramiento (Pura pasión, Perderse); las vivencias de sus años tempranos (Memorias de chica) en un estilo de observadora clínica, detallista que documenta y recrea experiencias de mujer empleando, según el título de uno de sus últimos libro, La escritura como un cuchillo. Una mirada aguda sobre los hombres, sobre su propia sexualidad, sobre el tiempo que se escurre… En su franqueza absoluta, en su cruda hermosura, les habla especialmente a las mujeres que —cada una, según su respectiva historia— pueden tomar la parte del relato que le concierna.

Annie no se calla ni endulza nada, va los bifes. Pero tiene de sobra con qué hacerlo practicando, como concluyó su discurso de aceptación del Nobel, “la lengua del exceso, insurgente, usada por los humillados y ofendidos”. Ella, la tremendísima AE aún sostiene la frase de antes de los 22, cuando ya la tenía clarísima: “Escribiré para vengar mi raza”. La raza mujer, cela va sans dire. Un eco de aquel decir de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”.

Como AE, a su modo y a su edad, TS escribe sus canciones para entenderse, para descifrarse, para vengar a las mujeres maltratadas por una cultura de arrastre todavía misógino, para superar sus propios errores y fracasos, siempre partiendo de vivencias que quiere compartir con sus fans, que se sienten así identificadas, representadas. Aunque no haya leído a Ernaux, Swift compagina con la francesa cuando declara: “Escribo para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se me presenta como un lugar de emancipación: la literatura”.

Annie Ernaux habla durante la cena de gala de los premios Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10 de diciembre de 2022 (Foto: TT News Agency/Jonas Ekstromer vía REUTERS)
Annie Ernaux habla durante la cena de gala de los premios Nobel en Estocolmo, Suecia, el 10 de diciembre de 2022 (Foto: TT News Agency/Jonas Ekstromer vía REUTERS)

“Histéricas” del mundo, uníos

Y para cerrar (por fin) tornando a Taylor y sus seguidoras, un cacho de plagio de lo que escribí hace más de 20 años en el suple Las 12, de Página, haciendo el elogio de las siempre desdeñadas fans, en mi comentario de la bienvenida reposición de Anochecer de un día agitado (Richard Lester y Los Beatles, un solo corazón): “Se pueden ver algunos planos de chicas en los conciertos: expresión de arrobamiento total, llantos incontenibles, emociones extremas, dan cuenta de una conducta que va mucho más allá del remanido mote histeria femenina que se adjudicó a la legión de admiradoras —que no estaban equivocadas en su fervor— del genial grupo de Liverpool. Y por extensión a las fans de otros íconos del canto y la música en ceremonias multitudinarias que potencian la devoción y la participación colectiva”.

Más adelante, iba una cita de Edgard Morin sobre las estrellas de cine adoradas por mucho público: “Nadie es verdaderamente ateo si frecuenta las salas oscuras… Hay una tribu de poseedores de reliquias consagrados a esta religión: los fieles”. En el caso de Taylor Swift, apunto ahora, están los elementos de vestuario que portan las admiradoras y ¿hace falta redundar? las famosas pulseras de la amistad.

Volviendo a mí autoplagio donde citaba al Georges Bataille de El erotismo, “el sistema de la sensualidad y el del misticismo no difieren”. Y en el cierre de la columna aludida: “En este film los Beatles cantan: Un amor como el nuestro nunca morirá/ mientras estés cerca de mí”; y también: Tal vez no tenga mucho para dar,/ pero todo lo que tengo/ te lo doy, y las chicas se arrebatan, desfallecen, pierden pie, entran en trance, abdican de la razón (André Gide dixit) frente a cuatro músicos investidos de divinidad que las atraviesan como el rayo divino a Teresa de Jesús, la santa que Bernini esculpió en un rapto de entrega total”.

Fans de Los Beatles en la década de los años 60 (Foto: AP)
Fans de Los Beatles en la década de los años 60 (Foto: AP)

Asimismo, hace más de dos décadas, escribí en el mismo sitio acerca de un recital de Sandro: “Para muchas devotas que vienen a los primeros recitales de 2001 en la Capital, la celebración comenzó mucho antes, cuando se confirmaron las fechas de la ansiada presentación (…) A partir del momento en que les llegó el aviso de que Sandro estaría de nuevo con ellas, la vida cada vez más incierta y problemática se les volvió llevadera gracias a la ilusión que alentaban, contando los días, las horas que faltaban para el dichoso acontecimiento. Algunas confiesan en el baño del Gran Rex, hermanadas en la pasión por el ídolo, que saben que es de todas y de ninguna, que la ansiedad les quitó el sueño los últimos días (…). Imposible no conmoverse, no sentirse muy próxima a estas chicas, sus chicas, que han salvaguardado ese corazón caliente que les permite la entrega sin restricciones en dos horas de purísima felicidad, de suspensión de todas las aflicciones (…) Estas actuaciones de Sandro son básicamente una fiesta de mujeres, en las que se cuelan algunos hombres, aves extrañas en el seno de esta archicofradía femenina en la que participan hijas, madres, abuelas que marchan jubilosas a tomarse trenes y colectivos, a congregarse en el teatro para verlo, escucharlo, dialogar con Él, jugar su juego, siempre entre el éxtasis y la risa”.

Y más cerca en el tiempo, en 2004 y en la publicación mencionada, cuando Sandro volvió por última vez, hablé nuevamente de esas fans “que no se lo disputan porque saben que es de todas en esta comunidad de sentimientos. Sandro, un dios chacotón, seductor, divertido, que se reconoce mortal y ha ganado su permanencia merced a su magnífica voz, a su emoción a flor de piel, a su impecable musicalidad (…), muy por encima de las letras que le han escrito. La grey sandrista es así: leal, confiada, invariable”.

Fans de Taylor Swift en su primer show en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)
Fans de Taylor Swift en su primer show en Buenos Aires (Foto: Franco Fafasuli)

Actualizando fechas y circunstancias, usos y costumbres, y permutando géneros, buena parte de lo escrito se podría aplicar a las fans de Taylor Swift. Niñas, adolescentes, jóvenes y no tanto que no hacen otra cosa que mantener y acentuar códigos femeninos de hermandad y complicidad que empezaron a desarrollarse hace mucho, muchísimo tiempo, cuando las mujeres estaban silenciadas lejos de la vida pública, coartadas sus libertades, inferiorizadas. Y fueron encontrando la manera de crear lenguajes propios, sistemas de comunicación entre ellas, tácticas para dar rienda suelta a sus emociones, a su misticismo. No por nada ellas son mayoría como fieles practicantes en algunas religiones (regidas por varones, por ahora).

Las chicas voluntariosas, sacrificadas, muchas trabajadoras y/o estudiantes que se turnaron para acampar durante cinco meses, a la espera de los recitales de la bienquerida Taylor Swift, son sus dignas, legítimas herederas.

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