Cuando la revolución psicodélica del LSD llegó al psicoanálisis argentino

El libro “¡Viva la pepa!”, de Damián Huergo y Fernando Krapp, cuenta la experimentación médica durante los años 50 y 60 del siglo pasado. Pero también es el retrato de una época intelectual irrepetible

El LSD adquirió un papel relevante en la exploración psicoanalítica

Un buen viaje. Así se podría definir al momento en donde el psicoanálisis argentino —ya de avanzada en el mundo entero y siempre dispuesto a nutrirse de los más variados métodos para lograr que el inconsciente aflore y comience así el camino de la autoexploración del ser— tomó contacto con los poderes del LSD, el ácido lisérgico, y lo llevó al consultorio para que hicieran uso de él tanto los analistas como los pacientes.

Un buen viaje: despegue, ascenso, vuelo, descenso, aterrizaje. Por qué esta historia, muy poco conocida y tal vez sólo difundida —hasta ahora— por quienes participaron de esta experiencia y algunas almas curiosas de la historia de la psicología argentina, llegó a su fin. Y no fue porque ese viaje hubiera sido problemático —al menos, no en exceso— ni por el descubrimiento de que el LSD y el psicoanálisis eran caminos que no debían converger.

La ley, a tono con las grandes tendencias del conservadurismo que sobrevino a los acontecimientos que bien podrían ser representados mediante la mención del año “1968″ —en tanto una época—, prohibió la sustancia alucinógena y truncó el desarrollo de las investigaciones prácticas que se desarrollaban. Se podría decir que sí, fue un viaje de ida. Pero no en el sentido de los excesos y las adicciones irreversibles, más bien porque fue un viaje que no se retomó. Esto cuentan los autores ¡Viva la pepa! (editado por Ariel y notanpuan), de Damián Huergo y Fernando Krapp.

¡Viva la pepa! (editado por Ariel y notanpuan), de Damián Huergo y Fernando Krapp

No era difícil conseguir LSD de manera gratuita y con envío directo de la casa matriz donde se elaboraba, a mediados de los años cincuenta. Las propiedades de la dietilamida del ácido lisérgico habían sido descubiertas de casualidad por el científico suizo Albert Hofman, que investigaba nuevos desarrollos farmacológicos para el laboratorio Sandoz; y pese a que en 1938 habían cesado las investigaciones sobre la sustancia, decidió darle una oportunidad más en 1943. El 19 de abril, una fecha que debería figurar en los feriados internacionales de la cultura de la psicodelia, Hoffman, inquieto, aceleró el acto de culminar la jornada en su laboratorio, guardó los enseres, cerró la puerta y se dirigió a su casa.

Escribió en su diario: “En casa me tumbé y me hundí en una condición de intoxicación no desagradable, caracterizada por una imaginación extremadamente estimulada. En un estado parecido al del sueño, con los ojos cerrados (encontraba la luz del día desagradablemente deslumbrante), percibí un flujo ininterrumpido de dibujos fantásticos, formas extraordinarias con intensos despliegues caleidoscópicos. Esta condición se desvaneció dos horas después”.

Por accidente, su piel había absorbido el LSD. Días después, tomó de manera consciente una cantidad de la droga, le pidió a su asistente que lo acompañara, tomó su bicicleta y de pronto se sintió como la protagonista de Alicia en el país de las maravillas. Una nueva era se abría paso en la relación de la química y las reacciones neurológicas.

El químico suizo Albert Hofmann descubrió el LSD casi por error, 80 años atrás

Decíamos que no era difícil en Argentina conseguir LSD de máxima pureza. Es que, todavía en estado de experimentación, el laboratorio Sandoz lo enviaba a científicos de todo el mundo que acreditasen un interés pertinente por la droga. Con una condición: que la autoexperimentaran antes de prescribirla a los pacientes que serían los conejillos de indias de la lisergia. El médico y psicoanalista Alberto Tallaferro fue el primer argentino que pidió sus ampollas de LSD a Sandoz. Desde Suiza, accedieron: enviaron un maletín por avión. Llegó a su casa en la Recoleta.

Se puso a contento, dejó el paquete abierto y se fue a dar una ducha, tal vez pensando qué nueva era se estaría iniciando con ese envío postal. Pero la señora que hacía la limpieza vio el paquete desgarrado y, con el ruido de fondo de la ducha, lo tiró a la basura. Justo pasaba el recolector de residuos y le entregó la bolsa. ¡Para qué! Casi se muere Tallaferro al salir con el toallón. Su mujer fue a buscar escarbando en el basurero, para ver si encontraba el paquetito. Pero se había perdido para siempre.

Aldous Huxley 1894-1963 (Foto: Edward Gooch Collection/Getty Images)

No pasó nada. Hizo un nuevo pedido. Llegó. La experiencia comenzó en la Argentina. Había toda una audiencia esperando la experimentación con esa síntesis química. En 1954 Aldous Huxley había experimentado con LSD y escrito el libro Las puertas de la percepción, que mostraban los alcances que podía tener su uso en la ampliación de los procesos mentales. En 1956 Tallaferro publicó Mescalina y LSD25 que incluía 26 testimonios del uso supervisado del ácido lisérgico, incluida su propia experiencia (anotada por cuatro asistentes durante la primera toma).

Las experiencias fueron tomadas con toda la seriedad del mundo por quienes formaban la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA), el primer agrupamiento de psicoanalistas del país cuyos precursores fueron Ángel Garma, Arnaldo Rascovsky y Enrique Pichon-Riviere y un grupo de jóvenes entusiastas de aquella disciplina fundada por Sigmund Freud. La camada siguiente a la de los fundadores, entre quienes se destacaban Celes Cárcamo, Marie Langer, Luisa Rebeca (Rebe) de Álvarez Toledo y el propio Talaferro, entre otros, recibió con entusiasmo la experimentación con lisérgicos.

Enrique Pichon-Riviere, uno de los precursores del psicoanálisis en Argentina

El efecto sensorial que mostraba las cosas de este mundo como formas desconocidas, hacía valorar al LSD como un impulsor a un estado pronominal. Allí el inconsciente funciona sin inhibiciones, en una forma cercana a lo que podría ser comparado con una regresión al útero y al nacimiento. Definitivamente, la experiencia producía un efecto en los experimentadores. Quizás se pueda pensar en estos versos de Alejandra Pizarnik al señalar la acción del LSD: “explicar con palabras de este mundo / que partió de mí un barco llevándome”. En todo caso, ese era el desafío, y hubo unos pioneros que brindaron mucho para ver hasta dónde podían explicar esas palabras.

Rebe Álvarez de Toledo fue una de ellas. Los autores de ¡Viva la pepa! dicen: “Para ella, el estado alucinatorio del LSD facilitaba un acceso al ‘objeto’ de las palabras. A aquella fantasía primaria, ese imago que acompañaba al sujeto desde su infancia, y que durante su adultez creaba un trauma originario. Tal vez con el LSD podía abrirse una puerta a lo inconsciente”. Ella también pidió su valijita de ampollas a Sandoz. Su lugar de experimentación sería la misma APA.

Alberto Ure, director teatral (1940-2017)

Alberto Fontana fue uno de los más innovadores psicoanalistas argentinos. Su clínica en la calle Oro, en Palermo, fue legendaria. Allí realizaba no sólo terapias individuales, sino también de grupo en los que el psicodrama era fundamental y en donde tomaban parte activa como coordinadores el futuro director de teatro Alberto Ure y el futuro director de cine Rafael Filippelli. Asistían artistas, escritores, músicos, angustiados y neuróticos de todo el país para incurrir en la sesión psicoanalítica. En el caso de Fontana, podían extenderse durante cuarenta y ocho horas. El método, una experiencia en sí misma, fue desarrollada en su libro Sesiones prolongadas.

Francisco “Paco” Pérez Morales fue la tercera pata de la tríada. La tesis de Pérez Morales señala, dicen los autores del libro, que “el analista debe acompañar y lograr sostener al paciente en el territorio de la incomunicación para que la experiencia sea más profunda. Si eso sucede, si se llega a exaltar la disociación entre el mundo de las palabras y la experiencia concreta, van a generarse las condiciones para posibilitar cambios en el paciente”. Escribió la tesis “Psicoanálisis y LSD-25″ que defendería ante el comité de la APA para su aceptación como miembro titular. Pero las condiciones iban variando. En una votación dividida, su tesis fue rechazada y se señaló que los psicoanalistas no podían usar LSD. Pérez Morales renunció a la APA. Una gran crisis sobrevino en el interior del organismo.

Damián Huergo y Fernando Krapp, autores de "¡Viva la pepa!" (Foto: Alejandro Guyot)

Durante esos años Noé Jitrik, Paco Urondo, Mario Trejo, Marilina Ross, el cineasta David Kohon y otras personalidades relevantes de la cultura de vanguardia de los años 60, experimentaron con LSD en el marco de sesiones psicoanalíticas. Esto antes de la prohibición legal. Luego las experiencias finalizaron. Eran plausibles de castigo estatal. Un ciclo terminó.

¡Viva la pepa! es un libro que abre un surco hacia una historia olvidada del psicoanálisis argentino y muestra las potencialidades de la experimentación con ciertos fármacos para explorar la mente humana, que recién ahora pueden retomarse tímidamente ya no con LSD -que sigue prohibido por la ley- pero sí con psilocibina, un sintetizado químico de funciones similares. Pero no sólo eso, el libro muestra una época muy fértil en la APA, que luego se desgajaría en la enorme cantidad de tendencias existentes en el campo del psicoanálisis argentino (y, por lo tanto, mundial) hoy. Y es, sobre todo, un retrato de época. De fines de la década del 50 hasta el fin de los 60 en el siglo XX, probablemente los años más venturosos para las aventuras intelectuales en el país. Hay que leer este libro. Pero bajo una condición. Hay que leerlo todo, no solamente un cuartito.