Fui, vi y escribí: Ellos recordaron por nosotros

Una novela de Dubravka Ugrešić, el legado de Juan Forn y el fulgor de los enamoramientos literarios. Este artículo reproduce el newsletter de Cultura: lecturas, cine, teatro, arte, música e historias que despiertan entusiasmo y, por qué no, fascinación o perplejidad

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Dubravka Ugrešić (1949-2023) fue una escritora extraordinaria, que así como no creía en los nacionalismos también desconfiaba de las fronteras entre los géneros literarios.
Dubravka Ugrešić (1949-2023) fue una escritora extraordinaria, que así como no creía en los nacionalismos también desconfiaba de las fronteras entre los géneros literarios.

Hola, ahí.

A punto de subirnos a un año nuevo, va el último envío de este 2023, en el que voy a hablarte de enamoramientos literarios, de gustos que no cambian y de los encuentros para siempre que puede provocar la literatura.

Y como centro de estas reflexiones va a estar la figura de Dubravka Ugrešić, la escritora croata que, hastiada de guerras, nacionalismos y hostigamientos personales, decidió dejar de vivir en su país y se exilió en la literatura.

"El museo de la rendición incondicional", es una de las mayores novelas de Dubravka Ugresic.
"El museo de la rendición incondicional", es una de las mayores novelas de Dubravka Ugresic.

La memoria confiscada

Empiezo por mi nuevo amor, se llama Dubravka Ugrešić. En realidad, se llamaba así, murió en marzo pasado. Y, aunque me provoca tremenda tristeza saber que, por ejemplo, no escribirá nada nuevo, no hará nuevas declaraciones, no podré entrevistarla nunca o no tendré ya la posibilidad de ir a escucharla a ningún evento, sé que tengo por delante una larga obra por conocer. Porque me enamoré por la primera novela de Dubravka que llegó a mis manos y me quedan aún por leer unos diez libros, entre ensayos, ficciones y breves relatos.

Me da tristeza y también celebro este entusiasmo que no cede: hay un mundo que me espera: el mundo que ella recordó para nosotros, los lectores.

Me gustaría ser mucho más talentosa de lo que soy para describir apropiadamente qué clase de autora era y qué es esta novela filosófica o novela ensayo que tengo entre mis manos. Se llama El Museo de la Rendición Incondicional, es un libro de 1996, tuvo edición en español de Alfaguara y el año pasado fue afortunadamente reeditada por Impedimenta, que ya publicó otros libros de esta autora como Baba Yagá puso un huevo, La edad de la piel y Ficcionario americano.

Hablar de su obra es, necesariamente, hablar de su vida ya que aunque tiene varios ensayos que son más tradicionales, sus libros más celebrados son aquellos en los que construyó una nueva forma de la literatura que ella llamaba “novela patchwork” con influencias de Kafka, Gogol y Nabokov, y en los que los procedimientos narrativos se vinculan directamente con un trabajo de montaje.

"Retrato de la baronesa Rukavia", de Vlaho Bukovac (Croatia, 1855-1922).
"Retrato de la baronesa Rukavia", de Vlaho Bukovac (Croatia, 1855-1922).

En el caso de El Museo de la Rendición Incondicional son anécdotas, postales de vida cotidiana, relatos de viaje y encuentros apasionados pasados de alcohol, recetas, descripciones de fotos, un intento de diario íntimo de la madre de la narradora, episodios mínimos de una vida que valen toda una biografía, reflexiones sobre el arte… Hay listas, muchas listas. Elementos aislados que se unen por una prosa, por una idea, por un modo de ver la vida y cada uno de los objetos que la componen. Todo suma, todo construye algo nuevo. Cada elemento es una pieza de un nuevo todo que es el libro.

La novela arranca así, con un episodio aparentemente menor pero que es, además de fascinante, una guía para leer lo que sigue:

“En el parque zoológico de Berlín, al lado del estanque de las morsas, hay una extraña vitrina. Tras el cristal se hallan los objetos encontrados en la tripa de la morsa Roland, cuya vida concluyó el 21 de agosto de 1961. Exactamente hay: un mechero de color rosa, cuatro palitos de helado (de madera), un broche de metal en forma de caniche, un abridor de botellas de cerveza, una pulsera de mujer (probablemente de plata), un pasador de pelo, un lápiz de madera, una pistola de agua de plástico de niños, un cuchillo de plástico, unas gafas de sol, una cadenita, un muelle (pequeño), un flotador de goma, un paracaídas (de juguete), una cadena de hierro de unos cuarenta centímetros, cuatro clavos (grandes), un cochecito de plástico de color verde, un peine metálico, una muñequita, un pin de plástico, una lata de cerveza (tipo Pilsner, de 0,33 l), una cajita de cerillas, una zapatilla de niño, una brújula, una llave de coche, cuatro monedas, un cuchillo con mango de madera, un chupete, un manojo de llaves (cinco piezas), una cerradura y una bolsita de plástico de agujas e hilos.

Más hechizado que asombrado, el visitante observa esas extrañas piezas como si se tratase de unas excavaciones arqueológicas. Sabe que su valor de pieza de museo está determinado por la casualidad (por el caprichoso apetito de Roland) y, no obstante, no puede resistirse al pensamiento poético de que, con el tiempo, esos objetos han establecido entre sí unas relaciones más delicadas. Atrapado en este pensamiento, el visitante intentará en adelante establecer unas coordenadas de significado, reconstruir las coordenadas históricas (se le ocurre, por ejemplo, que Roland murió ocho días después del levantamiento del Muro de Berlín), y otras cosas por el estilo.

El lector debería leer la novela que está ante él de forma semejante. Si le parece que entre los capítulos no hay una relación sensata y firme, que tenga paciencia; las relaciones se irán estableciendo de manera gradual. Algo más: la pregunta de si esta novela es autobiográfica podría, en algún eventual e hipotético momento, pertenecer a la competencia de la policía, pero no a la de los lectores.”

"Mujer con abanico", de Vlaho Bukovac.
"Mujer con abanico", de Vlaho Bukovac.

Soy una escritora, dice. De todo hago literatura, dice también. No tiene ninguna importancia si quien habla en primera persona soy yo, realmente.

La novela, como se podrá ver enseguida, es ella misma una morsa Roland, un fresco contemporáneo que el español José María Guelbenzu llamó “recopilación de momentos”, fragmentos y memorias en apariencia inconexos y autónomos que giran siempre alrededor de una experiencia, la del exilio, la del exilio propio pero también el heredado. De hecho, aunque Dubravka Ugrešić había nacido en Kutina, un pueblo cercano a Zagreb, su madre era de Verna, Bulgaria y el peso de la no pertenencia —o de la no pertenencia del todo—, fue un sello que la acompañó siempre.

“Recordar es una tarea de amor”, dirá Richard, un artista que levanta basura del asfalto y la transforma en arte en la Berlín ya sin muro de comienzos de los 90. Con él habla la narradora, que le dice que ella quiere lograr con palabras los efectos que él consigue con sus objetos.

Para pensar el modo en que esta autora piensa la literatura y el para qué de su obra, elijo una cita de un cuento de Vladimir Nabokov que aparece en la página 255 de mi edición y en la que el escritor ruso (que también conoció las huellas del exilio sobre el alma humana) reflexiona sobre el sentido del arte de escribir, que es “(...) describir las cosas normales tal y como se reflejarán en los amables espejos de los tiempos futuros, encontrar en ellas esa ternura olorosa que podrán sentir solo nuestros descendientes en el futuro, cuando cada detalle de nuestra vida cotidiana se convierta por sí mismo en bonito y festivo”.

“Me convertí en representante literaria de un entorno que no me quería. Tampoco yo quería el entorno que me había rechazado, no creo en el amor sin reciprocidad”, dijo Ugresic, alguna vez.
“Me convertí en representante literaria de un entorno que no me quería. Tampoco yo quería el entorno que me había rechazado, no creo en el amor sin reciprocidad”, dijo Ugresic, alguna vez.

Dejar un país que ya no es el propio

Dubravka había nacido en 1949 y se sentía yugoslava aún luego de la disolución del que había sido su país, que contenía lo que hoy son seis naciones independientes o siete, si sumamos Kosovo, que no es reconocida por todo el mundo. Es ahí, en esa diferencia, en su antinacionalismo, que se fundamentó el desencuentro con su sociedad que la llevó a irse de Croacia en 1993, primero a Berlín, luego a diferentes ciudades de Estados Unidos en donde enseñó y por último a Amsterdam, Holanda, en donde vivió sus últimos años.

Cuando partió, ya era desde los años 80 una autora conocida en su país y también habían comenzado a traducirla afuera, en algunas editoriales pequeñas. Era, además, una investigadora experta en las vanguardias literarias rusas y también una crítica literaria destacada. Había enseñado durante veinte años en la Universidad de Zagreb y su falta de adecuación a las nuevas formas nacionales que se expandieron en los Balcanes a partir de las guerras étnicas que sacudieron ese territorio en 1991 provocaron el rechazo de la mayoría de las personas con las que había crecido.

“Me convertí en representante literaria de un entorno que no me quería. Tampoco yo quería el entorno que me había rechazado, no creo en el amor sin reciprocidad”.

Junto a otras cuatro mujeres intelectuales como ella, debió lidiar con el hostigamiento y con las acusaciones de traición, que se acentuaron luego de que ellas se burlaran de la propaganda nacionalista del presidente croata Franco Tudjman (1922-1999). Comenzaron a llamarlas brujas y los medios iniciaron una campaña en su contra: “Al principio fue un shock y luego decidí que (bruja) era un apodo honorable. Así que tomé mi palo de escoba y me fui volando de Croacia.”

De este modo explicaba su lugar en el mundo y su modo de verse trasnacional o postnacional, lejos de toda idea de frontera, tanto en la vida como en la literatura.

“Eliminé mi identidad étnica, nacional y estatal (...) pero me encontré en una situación muy irónica: en Croacia ya no soy una escritora croata, pero en el extranjero siempre me identifican como una escritora croata. Eso significa que me convertí en lo que no quería ser y en lo que no soy”.

“Aun así”, añadió, “lo que no puedo borrar tan fácilmente es mi experiencia. Incluso si pudiera no la borraría ni la cambiaría por una menos traumática porque es una experiencia rica y enriquecedora, además de bastante única. No hay tanta gente en el mundo que haya nacido en un país que ya no existe”.

“Personalmente no soy ni una emigrada, ni una refugiada, ni alguien que busca asilo político. Soy una escritora que en un momento determinado decidió no vivir más en su país, porque su país no era suyo”

“Huí de los analfabetos que habían ocupado alegremente los cargos destinados a personas con una buena educación; universidad, escuelas, editoriales y periódicos. Huí de los vencedores que conquistaban hasta el último centímetro del nuevo país con empalagosa cordialidad y estruendo de opereta patriótica. No soportaba el dolor que me provocaba su victoria”.

Vladimir Nabokov, escritor admirado por Dubravka Ugresic, en una imagen de 1969.
Vladimir Nabokov, escritor admirado por Dubravka Ugresic, en una imagen de 1969.

Hay una entrevista muy buena con R. C. Davis-Undiano, profesor de la Universidad de Oklahoma y uno de los integrantes del Premio Neustadt para literatura extranjera (que Ugrešić ganó en 2016) y que puede verse en Youtube, con subtítulos en inglés.

Allí cuenta que desde siempre tiene la mirada de un outsider, explica su proyecto literario (“Cada texto pertenece a una obra mayor; soy muy cuidadosa en la construcción literaria”), habla también de lo que llama la memoria confiscada, que es el modo en que los nacionalismos reconstruyen el pasado y pelean por el control de la memoria colectiva y de cómo los medios fueron imponiendo el término “migrantes” por encima de las palabras “exiliados” o “refugiados”. “Es como que duele menos”, ironizó.

Dura, durísima, habla sobre la literatura escrita por mujeres, por cómo la narrativa escrita por hombres parece siempre ser la voz universal mientras las mujeres se siguen leyendo entre ellas. “La preocupación fraternal por el estatus de la literatura escrita por mujeres ha contribuido a que ‘las hermanas’ sigan languideciendo en su gueto de género, aunque al menos, como consuelo, el gueto sea más visible y ruidoso”, dirá con una mueca.

En un momento, el entrevistador (con gran capacidad de escucha, algo admirable y poco usual en estos tiempos) le pregunta si siente alguna clase de nostalgia. La respuesta es brutal: “Estoy demasiado enojada para sentir nostalgia”.

"Yo recordaré por ustedes", de Juan Forn (emecé) reúne la mayor parte de las columnas de los viernes.
"Yo recordaré por ustedes", de Juan Forn (emecé) reúne la mayor parte de las columnas de los viernes.

Los viernes de Forn

Cuando me puse a buscar lecturas sobre Ugrešić, quien fue candidata al Nobel en varias ocasiones por su aporte a la novela europea de las últimas décadas, me encontré, como no podía ser de otro modo, con textos de Juan Forn sobre la escritora, textos que yo había leído en su momento, pero que no podía asociar con ninguna literatura conocida: Dubravka se me había escapado (pero llegó para quedarse).

En una de las columnas, Juan hablaba de cuando la escritora llegó en 1975 a Moscú, adonde fue a profundizar sus estudios sobre autores como Anna Ajmátova, Marina Tsvietaieva, Ossip Mandelstam y Boris Pasternak, entre otros.

A diferencia de otros países de la esfera soviética, los yugoslavos tenían contacto con Occidente y con el arte y el espectáculo occidental. Dubravka entonces desconocía lo importante que era para los rusos la cocina como espacio para la conversación íntima y existencial, en una sociedad que hacía de la delación una conducta a premiar, así como también sabía poco de la obra de los autores silenciados y de la de aquellos que colaboraron en perpetuar las obras prohibidas.

A lo mejor conocés esas historias de personas que se aprendían de memoria poemas de otros para poder “sacarlos” de la zona de riesgo y conocés también qué era el samizdat, nombre que recibía la copia y distribución clandestina de literatura prohibida por la censura soviética. Dubravka supo de estas historias en ese viaje a Moscú.

"Retrato de la hija del pintor", de Vlaho Bukovac.
"Retrato de la hija del pintor", de Vlaho Bukovac.

Allí, cuenta Juan, la muchacha yugoslava conoció a una anciana que relataba que ella misma había copiado innumerables samizdats. Así narró Juan el encuentro entre la sobreviviente de las purgas y la joven escritora entusiasta.

“Esa dama recibió a la joven Dubravka en su monoambiente en las afueras de la ciudad, le sirvió té en un tosco frasco de vidrio, le cedió la única silla y se sentó en el camastro que había contra la pared, y entonces le dijo: ‘Mientras la gente siga apelando a los géneros literarios como metáforas de la vida y diga que lo que le pasó fue un drama, una tragedia, una farsa o un cuento de hadas, la literatura va a seguir existiendo. Eso es lo que creemos nosotros: que la literatura es como una ballena, con peces rémora que se adhieren y le succionan sus parásitos. La ballena es su fuente de alimentación, de protección y de transporte. Si no existieran los peces rémora, los parásitos colonizarían el cuerpo de la ballena y ella moriría. Yo soy uno de esos peces. Mi misión es ocuparme de la salud de la ballena’”.

En otra de sus columnas, que puede leerse en el maravilloso testamento literario que se llama Yo recordaré por ustedes, Forn contó una historia alucinante, la de un admirador de Ugrešić que le dejó en herencia una casa en el campo, en Kuruzovac, Croacia.

Ella, que integraba la población que Juan llama de “escritores de clase económica”: sin casa propia, sin dinero para vivir de rentas, teniendo que enseñar allí donde la invitaran y vivir viajando para eso, con sus libros prohibidos durante años en su país, decidió ir a visitar esa propiedad caída del cielo. Durante todos esos años había regresado poco a casa, apenas lo necesario para visitar a su anciana madre, hasta que murió.

Mientras se dirigía al campo, pudo observar cómo todos los monumentos que se habían construido durante el gobierno de Tito dedicados a los partisanos comunistas caídos entre 1941 y 1995 habían sido reemplazados por monumentos “a los patriotas de la nación” caídos en la guerra entre 1991 y 1995.

Juan repasa un poco de la historia que se lee en Zorro, uno de los libros de Dubravka que puede conseguirse en español y la relación que entabla la autora con Bojan, un ex juez que trabaja para una ONG que se ocupa de desactivar minas, quien la está esperando en la casa con alimento y ganas de hablar. 

“Solo esas minas sin desactivar impiden que olvidemos nuestro pasado reciente. Nos pagan para que borremos también ese recuerdo”, dirá Bojan, a quien Dubravka le dedicará su libro, tres años después.

Juan Forn (Foto: Alejandra López)
Juan Forn (Foto: Alejandra López)

Juan, los rusos y yo

Conocí a Juan Forn a comienzos de los 90; me llevaba un par de años nomás, pero él ya era un editor y un narrador conocido y yo, por mi parte, daba clases en la UBA y me formaba como periodista. Ambos leíamos mucho y nos movíamos en los mismos ambientes.

Juan era, o parecía, alguien muy seguro de sí mismo. Era arrogante. Era, quería ser, hermoso y maldito y seguramente le gustaría esta cita no inocente a Fitzgerald.

No éramos amigos. Tampoco teníamos taaanto que ver. Él era un chico de los 90, moderno. Yo vivía en los 90 pero para entonces ya era madre, me había divorciado, había tenido que salir a trabajar para mantener al niño y tenía menos tiempo que él para las fiestas y el glamour. Y si bien es cierto que ambos éramos lectores, tampoco seguíamos los mismos criterios. Yo venía formada de la carrera de Letras y él fue formado por sus bibliotecas, sus maestros como Abelardo Castillo y su pulso fenomenal para encontrar eso que se andaba buscando en materia de libros y colecciones. No solo era un lector exquisito sino que supo ser él mismo el motor del marketing de sus libros, los personales y los de las colecciones como Biblioteca del Sur, en Planeta.

No había redes sociales, no había internet. Todavía escribíamos y leíamos los diarios. Él escribía, editaba y publicaba. Yo reseñaba esos libros. Hice, durante esos años, cosas de las que me arrepiento. El gusano de la arrogancia también me había picado a mí a poco de convertirme en editora en el suplemento cultural de Clarín. Escribía en el diario más importante, aquel en el que todos los periodistas querían trabajar. Me creía una voz autorizada y en algunas notas me fui de rosca con frases hirientes que hoy no escribiría, pero hoy ya no tengo treinta años. Y Juan no está.

No tuvimos enfrentamientos personales, quiero decir, no recuerdo que hayamos discutido o tal vez alguna vez él intentó hacerlo y yo actué de escurridiza o quizás no, las mujeres por entonces no éramos en general pares de los hombres o, al menos, estábamos acostumbradas a no serlo y entonces ni advertíamos si alguno de ellos buscaba conversar de igual a igual con nosotras.

Como sea que haya ocurrido, sí sé que nos mirábamos a distancia. Insisto, nunca fuimos amigos. Por entonces, yo creía en la literatura como forma del arte (como aún creo) y en la experimentación y él, por momentos, parecía más atravesado por la frivolidad (así se llama una de sus novelas, por otra parte) y por la excitación de contar, contar muy bien, y vender mucho, o sea, por todo aquello que alguien como él podía poner en marcha desde adentro mismo de la industria editorial.

Forn en 2017, durante una entrevista con Infobae. (Martín Rosenzveig)
Forn en 2017, durante una entrevista con Infobae. (Martín Rosenzveig)

El tiempo fue aligerando ese desencuentro original, nos cruzamos algunas veces en situaciones más distendidas y años después ya no sentía el hielo o el recelo que creía sentir cuando éramos más jóvenes aunque siempre me sorprendía cuando sus alumnos y admiradores me hablaban de él como de alguien amoroso, tan distinto a aquel Juan que lograba intimidarme.

En los últimos años de su vida (Juan murió en 2021 y todavía me impresiona pensarlo y escribirlo) nos fuimos acercando bastante, aún sin vernos tanto: él no vivía en Buenos Aires, se había retirado a vivir en la playa y los eventos sociales ya no eran su ambiente natural. Lo que obró ese milagro de cercanías fueron la literatura y el vínculo con la cultura rusa y del este europeo en general, que se fue dando naturalmente en ambos.

Intercambiábamos por mail datos, links, notas, recomendaciones de libros. Sus contratapas eran un paraíso para nosotros, los lectores, y las dos veces que lo entrevisté pude sentir que éramos miembros de la misma cofradía.

Los lectores entenderán perfectamente de lo que hablo. Teníamos un alfabeto común y una pasión compartida atravesada por nombres, títulos, ciudades y eurekas, esos hallazgos silenciosos, solitarios y luminosos que solo muy de tanto en tanto podés compartir con un alma gemela, alguien aficionado a esa misma enciclopedia.

Ahora que ya no está, Juan sigue siendo su literatura y la de muchos otros; el suyo es un legado inagotable de historias propias y ajenas, reales y de ficción. Gracias al fervor de amigos y lectores, desde hace algunos meses una calle de su querida Mar de las Pampas, donde era local, lleva su nombre.

"A la espera", de Vlaho Bukovac.
"A la espera", de Vlaho Bukovac.

Una muerte elegida

La noticia se conoció ese mismo día en que murió: el 17 de marzo de 2023. Dubrovka estaba enferma desde 2017; padecía la misma enfermedad que había tenido su madre, cáncer de mama, que en pocos años se esparció en metástasis por diferentes zonas de su cuerpo.

Como no había querido que trascendiera su enfermedad, fue algo sorpresivo saber que había muerto a los 73 años y que no hubiera ninguna otra explicación al respecto. Recién unos dos meses después, su único hermano, Siniša, le contó al poeta y traductor serbio Sinan Gudžević que Dubravka había solicitado tener muerte asistida.

No podía no haber memoria de ese final y fue él quien eligió contarlo. El procedimiento se hizo durante la mañana y estaban con ella su hermano, sus sobrinos y sus mejores amigas. Horas antes habían tomado champagne y habían comido una torta y sushi. Dubravka había recibido algunas visitas el día anterior, celebró entusiasta cuando su agente le informó que ocho de sus libros se habían vendido a China y también pasó por su habitación un músico amigo, quien se llegó hasta el hospital con su guitarra.

Todos los que estaban allí reunidos en amorosa despedida cantaron varios temas, entre ellos, “Dance Me to the End of Love”, de Leonard Cohen. La última canción que Dubravka escuchó fue “Bella Ciao”.

Luego llegó el sueño sin despertar.

“Todo fue único, digno y triste. Único, también porque no conocía a nadie cuya vida terminara con la eutanasia. Ahora lo sé: mi hermana, Dubravka Ugrešić”, dijo Siniša.

La mujer que eligió irse de su país cuando comenzó a desconocerlo, la que encontró patria en la literatura, dejó escrito en su testamento que quería ser cremada y pidió que sus cenizas fueran arrojadas a los canales de Amsterdam.

Su familia cumplió su voluntad.

Dubravka Ugresic en Venecia, Italia, en enero de 2006. (Foto de Leonardo Cendamo/Getty Images)
Dubravka Ugresic en Venecia, Italia, en enero de 2006. (Foto de Leonardo Cendamo/Getty Images)

Parece algo triste lo que escribí, lo sé, pero es el espíritu de esta fecha que convoca a las ausencias, pienso.

Para conjurar esa pena, te invito a que leas los libros de Ugrešić, a que repases la obra literaria y periodística de Juan Forn y también a que vayas y busques cuanto antes un libro que va a encantarte: se llama Clases de literatura rusa, la autora es la gran escritora argentina Sylvia Iparraguirre (muy amiga de Juan Forn, por otra parte) y reúne las clases que ella dictó años atrás en el MALBA sobre estos grandes nombres de la cultura rusa.

Este libro es puro conocimiento y placer; Sylvia domina el arte de narrar y también el arte de contar la vida y las obras de Pushkin, Gogol, Dostoievski, Tolstoi y Chejov poniéndolas en contexto histórico y social y bien lejos de lo que llama la lectura “desarraigada” que se hace tradicionalmente. Es como si te hablara directamente a vos, te aseguro que es una maravilla.

De paso te cuento que Sylvia Iparraguirre va a estar dictando otro curso sobre el tema, también en el MALBA. Podés buscar información acá.

"Clases de literatura rusa", de Sylvia Iparraguirre (Alfaguara).
"Clases de literatura rusa", de Sylvia Iparraguirre (Alfaguara).

Las imágenes de este envío son fotos de Dubravka Ugrešić, tapas de los libros mencionados en el texto y pinturas del artista croata Vlaho Bukovac (1855-1922). Te recuerdo mi correo, es hpomeraniec@infobae.com.

Te abrazo cariñosamente y brindo con vos por un muy buen año para todos. No creo que nadie, más allá de cómo piense o cómo haya votado, pueda desear otra cosa.

Voy a tomar un descanso durante dos semanas, de modo que me vas a estar leyendo recién el miércoles 17 de enero. Ojalá vos también puedas descansar unos días: nos lo merecemos.

Hasta muy pronto.

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