Un escritor escucha: Italo Calvino y la música

El autor italiano, de quien se cumplieron 100 años de su nacimiento en 2023, colaboró activamente en varias creaciones musicales. Un ensayo de Roland Barthes de 1977 mucho tuvo que ver

Guardar
Italo Calvino en bicicleta, circa 1970
Italo Calvino en bicicleta, circa 1970

“El mundo de la música me da sugestión” (Italo Calvino, 1982).

El vínculo del escritor italiano Italo Calvino (1923-1985) con la música no ha ocupado fuertemente la atención de la crítica literaria o del análisis cultural. Sin embargo, aquella relación estuvo siempre presente y de modos diversos a lo largo de casi toda la trayectoria intelectual del autor de El barón rampante. Más por su inquieta predisposición a la erudición o en sintonía con las cavilaciones intelectuales que en determinados momentos lo cautivaron, que por haberse sumergido en el estudio formal de la música –de hecho, existen muchos ensayos de su autoría sobre pintura y casi ninguno sobre música-, Calvino colaboró activamente para varias creaciones musicales. Y, además, algunos aspectos relacionados con la música –como la escucha-, pueden postularse como componentes clave en muchas de sus propias obras.

En el marco de los cien años del nacimiento del gran escritor italiano, bien vale la pena repasar y reflexionar sobre el lugar de la música en la trayectoria de quien fue una de las personalidades intelectuales más relevantes del siglo XX.

Antes y después de Barthes

La lectura en 1977 del ensayo Escucha del semiólogo Roland Barthes incluido en la Enciclopedia Einaudi –recordemos que Calvino se desempeñó por varias décadas como uno de los referentes intelectuales de la prestigiosa casa editorial turinesa-, marcará un antes y un después en el vínculo del escritor italiano con la música. En efecto, en varias de sus obras concebidas en esa época resultaba inocultable la influencia de la semiología y de algunas de las más importantes teorías acerca de la lectura y la escritura. Y la toma de contacto con ese texto de Barthes, en especial, sería decisiva para delinear los modos en los que Calvino pergeñaría sus colaboraciones posteriores en varias creaciones musicales. Lo cierto es que en todos los casos, antes o después de aquella lectura señera, la mayoría de los nexos entre el escritor italiano y la música fueron el resultado de los vínculos amistosos que cultivó con destacados compositores a lo largo de su vida.

Roland Barthes. La lectura de un ensayo del autor francés marcó un giro en el vínculo de Calvino con la música (Foto: Ulf Andersen/Getty Images)
Roland Barthes. La lectura de un ensayo del autor francés marcó un giro en el vínculo de Calvino con la música (Foto: Ulf Andersen/Getty Images)

El primero de ellos fue con Sergio Liberovici, un músico que Calvino conoció en el marco de su participación activa en Cantacronache, un grupo de artistas claramente politizado –como lo estaba el propio Calvino por esos años comunistas antes de su resonada renuncia al Partido- y para el cual escribió los textos de varias canciones que fueron musicalizadas por el propio Liberovici, líder a su vez de la agrupación. Algo más tarde, Liberovici lo invitará a colaborar en dos de sus obras creadas de modo individual: la ópera La panchina (estrenada en el Teatro Donizzetti de Bergamo en 1956) y un ballet que finalmente nunca alcanzaría a editarse.

También de esta época –en la que Calvino se encontraba desde el punto de vista de su propia producción literaria en el pasaje del realismo a lo fantástico- es la primera de las varias colaboraciones que llevaría adelante con Luciano Berio (1925-2003), con quien mantendría una larga amistad incluso no carente de disidencias en el modo de entender y visualizar la música. Para Berio y con el fin de ser representado en el Teatro La Fenice en el marco de la Bienal de Venecia de 1959, Calvino escribió el cuento mímico “Allez-hop” y, en 1982, La vera storia, una ópera que reenvía, casi hipertextualmente, a Il Trovatore de Giuseppe Verdi y que fuera estrenada en el Teatro alla Scala de Milán en 1982. Como se verá, Calvino volverá a colaborar con Berio una vez más en la que sin dudas fue la producción más significativa del escritor para el mundo musical.

Escena de "Il Trovatore", la obra de Giuseppe Verdi, en la Ópera de Roma al aire libre (Foto: Teatro Opera di Roma)
Escena de "Il Trovatore", la obra de Giuseppe Verdi, en la Ópera de Roma al aire libre (Foto: Teatro Opera di Roma)

El otro vínculo que sostuvo Calvino –aunque finalmente no terminarían trabajando en conjunto- fue con el compositor Luigi Nono (1924-1990), a quien fue presentado por un amigo en común y tal vez el más grande musicólogo de la Italia contemporánea: Massimo Mila. Nono manifestó en reiteradas veces el deseo de llevar adelante una ópera con Calvino, y hacia fines de los años cincuenta, el escritor le arrimó una idea que entusiasmó mucho al compositor. Se trataba del nudo argumental de un cuento que había publicado en 1955 bajo el título “La bomba dormida en el bosque”. En esa idea en la que Calvino compendió reminiscencias de sus tiempos de partisano durante la Guerra, aparece por primera vez el concepto que más tarde forjaría su preocupación respecto de la música y que encontraría tan decisivo algo más tarde en Barthes: la escucha.

“No soy un libretista”

Inmediatamente después de haber escrito su novela Si una noche de invierno un viajero en 1977, Calvino recibe la solicitud del director y escenógrafo Adam Pollock –organizador del Festival de Música en el Claustro de la localidad de Batignano que solía frecuentar el escritor- para vérselas nada más y nada menos que con la música de Mozart. Se trataba de completar el argumento y los diálogos de los quince fragmentos de Zaide, una ópera que el compositor austríaco había dejado inconclusa para dedicarse al que sería su primer gran éxito operístico: Idomeneo. Por lo que se alcanzaba a deducir de lo que Mozart llegó a delinear, la trama se desenvolvía en un serrallo –atmósfera sobre la que el compositor volvería más tarde con El rapto en el serrallo- siendo Zaide, la favorita del sultán Solimán, su protagonista.

Luciano Berio e Italo Calvino. El escritor colaboró en varias oportunidades con el músico.
Luciano Berio e Italo Calvino. El escritor colaboró en varias oportunidades con el músico.

Calvino acometió la tarea todavía influenciado por el juego literario llevado adelante en Si una noche de invierno… y también en El castillo de los destinos cruzados, producciones todas ellas influidas por la aproximación del escritor a la semiología. Pero justamente, su tarea en este caso no pretendió ser una que repusiera un eventual hilo argumental definitivo que nunca se conoció por parte de Mozart ligando linealmente las arias compuestas, sino introducir, en un nuevo juego de los que tenía acostumbrados a los lectores, varias alternativas posibles a las escenas y, finalmente, al desenlace de la obra.

Esta vez, el recurso de Calvino fue el de introducir un narrador que en parlamentos hablados alternados con los fragmentos musicales, fuera comentando las escenas y presentando al público las diferentes alternativas de continuidad del drama. Es decir, un nuevo juego de combinaciones hipotéticas azarosas que además le imprimiera dinamismo a la puesta en escena de una ópera que nunca había llegado a ser tal. Interrogado a propósito de esta experiencia, Calvino negó que su trabajo haya sido el de libretista: “Oh, no: los libretistas tenían una autoridad… que yo no tengo. Quiere poner por ejemplo a Francesco Maria Piave? [uno de los libretistas de Verdi] (Entrevista a Italo Calvino, 1982).

Una página del original primer folio de Shakespeare, descubierto en Saint-Omer, al norte de Francia, en 2014 (Foto: AP/Michel Spingler)
Una página del original primer folio de Shakespeare, descubierto en Saint-Omer, al norte de Francia, en 2014 (Foto: AP/Michel Spingler)

Un rey que escucha. Como escuchan Palomar y Calvino

Tal vez el trabajo más importante y de mayor proyección de Calvino para la esfera musical fue la nueva colaboración –no carente de conflictos- con Luciano Berio: la acción escénica Un re in ascolto (Un rey escucha), una obra concebida entre 1981 y 1983 y estrenada en el Festival de Salzburgo en 1984.

De argumento simple y situado en un tiempo indefinido, la pieza está basada a su vez en uno de los cuentos que Calvino tenía pensado escribir, dedicados a los sentidos. De esa obra –que su viuda publicó de forma póstuma con el título del segundo de ellos, Bajo el sol jaguar- el escritor alcanzó a concluir tres de ellos, el último de los cuales es justamente el dedicado al oído. Se trata de una historia que tiene a un rey imaginario como protagonista que, condenado a no moverse de su trono por temor a una rebelión que lo destrone, solo se vincula con su reino a través del oído. En el libreto, sin embargo, se trata de un empresario teatral que asiste a los preparativos de una representación de La tempestad de Shakespeare y termina confundiéndose con uno de sus personajes, el rey Próspero.

En una progresiva confusión entre lo que ocurre con los actores y su reino y siempre guiado solo por lo que escucha, se produce una disputa en torno a la representación que imagina Próspero producto de una alucinación fantástica, y la del director, quien apunta a una versión más convencional. El rey ingresa en una crisis emocional –homóloga a la que empieza a transitar el protagonista del cuento- al verse sometido a la escucha obsesiva de toda posible alteración de los sonidos y silencios habituales en su reino con el fin de prever posibles conspiraciones. Finalmente, el rey muere en soledad y la representación no puede llevarse a cabo, aunque a esa altura –los personajes de la compañía teatral pero también el público- no tienen dudas: una nueva obra, de otro tipo, ha surgido.

"Si una noche de invierno un viajero" (Siruela). Inspirado en el juego literario de la novela, Calvino se prestó a la tarea de completar el libreto y el argumento de una ópera inconclusa de Mozart
"Si una noche de invierno un viajero" (Siruela). Inspirado en el juego literario de la novela, Calvino se prestó a la tarea de completar el libreto y el argumento de una ópera inconclusa de Mozart

El palacio de Próspero es, tal como afirma Alejandro Cazzaro, una “construcción sonora” en cuyo centro “hay una historia en la que un sonido se liga al otro”. Narrativizando lo propuesto por Barthes en su ensayo, Calvino sugiere tres niveles de escucha: el uso de los sonidos para percibir la realidad que nos circunda; la representación simbólica de los sonidos que activa simples asociaciones entre diversas expresiones o mensajes y, finalmente, la escucha como “escucha de la conciencia”, individualizable directamente mediante el psicoanálisis del cual se sirve también el autor para sumar a su narrativa. Así como Si una noche de invierno un viajero había implicado una metanovela, en este caso Calvino nos propone, ensamblado con la música, una obra en torno al metateatro.

En una nueva vuelta de tuerca -esta vez investida por la difusión de la semiología en todas las expresiones del conocimiento y de la creación-, Calvino vuelve sobre el silencio y sobre la escucha. Aquel silencio y aquella escucha que sin lugar a dudas lo había marcado a fuego en su experiencia militante en las brigadas partisanas en lucha contra el fascismo. En una carta que el escritor le envía a Nono en 1966, explicitó la importancia que tenía para él la “escucha”: “Si se mira bien, el elemento dominante en los bombardeos es el silencio: la población durante las alarmas mantiene los oídos tensos de modo de captar la aproximación de las bombas. Incluso en las batallas partisanas –y creo en todas las batallas- el elemento esencial de cada combatiente es la escucha, en el sentido de tratar de distinguir y localizar los disparos y cualquier otro ruido, distinguiéndolo en el fárrago general, de tratar de interpretar los imprevistos silencios en el corazón mismo de la batalla. Toda la vida partisana se vive a través de la amplificación del sentido del oído, de un reconocimiento minucioso de ruidos y silencios” (citado por Luigi Finarelli, traducción del autor).

Italo Calvino en Oslo, Noruega, el 7 de abril de 1961 (Foto: Johan Brun / Wikipedia)
Italo Calvino en Oslo, Noruega, el 7 de abril de 1961 (Foto: Johan Brun / Wikipedia)

En la parte final de Palomar, la última y también la más autobiográfica de sus novelas, Calvino reivindica una mutación de las estrategias con las que su personaje escruta el mundo: se trata ahora de “los silencios de Palomar”. En sus páginas finales, le hace decir a su personaje: “En una época y en un país en que todos se despepitan por proclamar opiniones o juicios, el señor Palomar ha adquirido la costumbre de morderse la lengua tres veces antes de hacer cualquier afirmación. Si al tercer mordisco aún sigue convencido de lo que iba a decir, lo dice; si no, calla. En realidad, pasa semanas y meses enteros en silencio”.

Resulta sin dudas sorprendente el modo en que Calvino, parafraseando a Palomar –o Palomar, parafraseando a Calvino- muta y recrea el lugar que el silencio ocupa en su memoria para postularlo como un sustrato decisivo a la hora de aproximarse al mundo de las creaciones musicales. Pero, ¿no es el silencio, acaso, una de las sustancias de las que está hecha la música?

Guardar