—¿Cambió tu realidad con el Grammy?
—Puede ser que el teléfono suene un poco más ahora.
Es lo único que va a decir del tema. Leo Genovese no parece demasiado entusiasmado en hablar de sí mismo. Habrá que traicionarlo —porque el género entrevista requiere que se reseña al entrevistado— y decir que ganó el Grammy 2023 al mejor solo improvisado de jazz por su performance junto al mítico Wayne Shorter en el tema “Endangered Species”. No fue esa la única vez que Genovese participó en la banda de una leyenda: en su breve pero intensa trayectoria, este músico de 44 años tocó con Herbie Hancock, Dave Leibman, Joe Lovano, Jack DeJohnette, pero también con Prince, Mars Volta e incluso con Calle 13. Este año, además, la revista especializada de jazz Downbeat lo eligió como “estrella emergente en la categoría de piano”.
El tipo es un genio, pero, como diría el recordado Luis Chitarroni, la divinidad gusta de esconderse. Y Genovese se esconde detrás de un pelo demasiado largo como para hacerse un rodete, unos anteojos de marco grueso y una sonrisa campechana que no olvida su ciudad natal, Venado Tuerto. El tipo es un genio, pero él prefiere pensarse como un músico-plomero que va de casa en casa y que toca en distintos grupos y formaciones. “En algunos grupos soy parte, en otros soy solamente un convocado”, dice en diálogo con Infobae Cultura. “No sé si toco todos los días, pero sí muchos días y con muchos grupos”.
La semana que viene, Genovese se presenta en Bebop Club (Uriarte 1658, CABA) junto a Mariano Otero en bajo y contrabajo y Sergio Verdinelli en batería. Son tres fechas dobles: el miércoles 27, jueves 28 y sábado 30 de diciembre. “Vamos a hacer un gran puente sonoro festivo”, dice, y explica que estos encuentros se están convirtiendo en una suerte de ritual: el trío suele reunirse cada vez que Genovese vuelve a la Argentina desde Nueva York, y siempre muestran algo nuevo. En los últimos años grabaron Sin tiempo (2020, Ears and Eyes Records) y Ritmos de agua (2021, 577 Records).
“¿Cómo entra la música argentina en lo que hago?”, dice, “entra cortando alambre, saltando la valla, como nos colábamos de chiquitos en las discos; de alguna manera, las músicas de acá tomaron un tiempo mayor en entrar en mi vida, pero fue como una especie de alien”. Y entonces recuerda la escena de la película de Ridley Scott, cuando el monstruo salta del abdomen de John Hurt. “Esa era una de las películas favoritas de Wayne Shorter”, dice, “y les pedía a los músicos que tocaran así: emergiendo desde lo profundo”.
—¿Qué aprendiste al tocar con él?
—Experiencia. Conocimiento a través de la experiencia. Wayne nunca tuvo el approach que Miles Davis tuvo con Herbie Hancock, por ejemplo, donde se metía en las cosas más técnicas. Yo quise buscar eso en Wayne y le pregunté sobre ciertos acordes; transcribí temas y en las partes que no me daba la oreja le preguntaba: “¿Me ayudás? ¿Qué dice ese compás?”. Y nunca obtuve la respuesta que buscaba en el sentido de la “tecnicalicidad” —no sé si esa palabra existe— pero siempre la respuesta fue más profunda. Era una lección de vida que tenía que ver con que si no podía escuchar lo que era, había que inventarse otra cosa.
—¿Como una preferencia por la búsqueda, la exploración?
—Wayne me dio carta blanca para enfrentarme a lo desconocido. Cuando estamos cerca de la gente que admiramos y queremos mucho, no queremos meter la pata: bueno, él quería que metiéramos la pata, porque quería ver cómo íbamos a salir de ese embrollo, cómo íbamos a resolverlo como grupo. Me acuerdo de la primera vez que tocamos con Esperanza Spalding y Terri Lyne Carrington. Estábamos por salir a tocar y hablamos del pasaje de una canción: queríamos saber cuáles eran los cambios armónicos que íbamos a hacer, porque había varias versiones. Faltaban cinco minutos para entrar al escenario y él no nos dijo nada, pero nos dijo: “Cuando subamos a tocar vamos a tocar sobre educación, sobre cultura, sobre igualdad, y les vamos a dar un sonido que nunca jamás escucharán”.
—Un maestro zen.
—Él fue practicante del budismo nichiren, que es una forma de budismo japonés. Creo que su primera esposa fue japonesa. Siempre contaba historias de cuando fueron con Art Blakey y los Jazz Messengers a Japón. Si le preguntabas sobre Miles Davis o Weather Report, él terminaba hablando del compromiso de Art Blakey, que solía quedarse más tiempo de lo que duraba la gira para compartir música afroamericana con niños japoneses. Un compromiso muy verdadero con la causa. Japón siempre estuvo presente en la vida del maestro.
—En tu camino también está la formación en Berklee, que es una escuela de música por la que han pasado muchos argentinos; desde Pedro Aznar en adelante. ¿Cómo fue esa experiencia?
—Fui en agosto del 2001, justo antes de las Torres y del corralito. Berklee no sólo fue un lugar en el que recibí data y amigos de todo el mundo, sino que también nos permitió crear una comunidad de argentinos muy unida. Con varios de ellos sigo tocando; los considero mi familia. Y te cuento por qué. Uno de los chicos, que creo que fue Eric Kuschevatzky, se arrimó a la oficina y les dijo a las autoridades que éramos treinta músicos que, por lo que estaba pasando en el país, no podíamos pagar. Y en Berklee nos dijeron: “No se preocupen por la plata ahora, cursen, nosotros les damos de comer tres comidas al día”. Así que no solo nos becaron y nos dieron de comer, sino que nos hicieron parte de la familia. Mis recuerdos de Berklee, además del contacto con mis profetas y mis gurús, como Hank Crook, Danilo Pérez, Herb Alpert, tienen la generosidad con la que la escuela nos trató para que pudiéramos continuar los estudios.
—¿Estando en Berklee escribiste Haiku 2, tu álbum debut?
—¡Un bootleg completo! Lo confieso. No sé si será buena idea decirlo, pero lo confieso. Todavía en la escuela podías aplicar para ciertas horas de grabación, y me habían dado unas; digamos cuatro o seis horas. Fue como una primera foto, los primeros temas grabados. Yo tenía música escrita y convoqué a Demian Cabaud y Francisco Mela. Lo hicimos en dos tracks; o sea que no hubo posibilidad de mezclarlo y tampoco de editar mucho. No hubo “Photoshop”. Lo que quedó es lo que sucedió esa noche.
—Igualmente eso es algo propio de la esencia del jazz, ¿no? Así como el músico se despliega en escena, los disco también tienen algo de eso: son graban en vivo y tienen poca postproducción.
—Es una Polaroid, es la captura de ese momento. Si bien hay ciertos discos y ciertas formas de la música moderna que se prestan a la postproducción, como lo seguimos haciendo nosotros, es a la manera de la Polaroid. Llegar, grabar, hacer un par de tomas y elegir. Con poco manoseo, poco botox.
—¿Eso también tiene que ver con la manera de escuchar jazz? Acostumbrados al salto de Spotify, el jazz muchas veces pide escuchar completo.
—Sí, por eso me gustan los vinilos. La acción acompaña. El hecho de mover la púa, sacar el disco del cartón y el nylon, escucharlo de un lado y darlo vuelta. Con Spotify cambió la forma. Es una herramienta muy copada y creo que la uso a favor, pero cuando estoy en mi departamento en Brooklyn, me gusta escuchar vinilos de pe a pa. Me imagino que un gran porcentaje de chicos hoy escuchan a la manera Pikachu. Todo bien con cazar Pokémones, pero, bueno, no se olviden del último Samurái.
[Fotos: José Antonio Almeida]