Breve historia de la Gran Tormenta de 1703 y cómo Defoe dio vida al primer libro periodístico

Un inédito huracán sacudió Londres dejando miles de muertos y un escritor, que acababa de salir de la cárcel, decidió investigarlo. Daniel Defoe, autor de “Robinson Crusoe”, publicó en 1704 un libro emblemático y hoy olvidado: “La tormenta”

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Daniel Defoe en la picota.
Daniel Defoe en la picota. Grabado de James Charles Armytage, basado en Eyre Crowe, 1862

Una tarde del verano de 1703, Daniel Defoe sintió unas gotas en la cara. Al principio, esa llovizna fresca fue un alivio —hacía demasiado calor— pero la obstinada frecuencia se volvió un inconveniente: no podía secarse, estaba en la picota. Problemas con la ley por escritos satíricos contra el partido gobernante de Inglaterra y sus votantes. Con el cuello y las muñecas atrapados en la madera, Defoe miró al cielo: la lluvia ya era torrencial. Se habrá preguntado por qué la tormenta no esperó un día más, hasta mañana, cuando ese protocolo de humillación pública terminara y se encontrara bajo techo, en la cárcel de Newgate, donde se hospedaría por unos cuantos días. Lo que no imaginaba era que en cuatro meses esa molesta lluvia vendría acompañada de un tremendo huracán que ahogaría a más de mil marineros, que arrasaría con 4 mil árboles del Bosque Nuevo, que provocaría destrozos en toda la ciudad y que el mundo recordaría como la Gran Tormenta de 1703.

Terrible tempestad

Fueron cuatro días, del 7 al 10 de diciembre —del 26 al 29 de noviembre, según el antiguo calendario que se usaba en ese momento— que todo Londres sufrió la tempestad. Un ciclón extratropical que, según un informe de Risk Assessment Models de 2003, 300 años después, “fue el más dañino que haya afectado a la parte sur de Gran Bretaña durante al menos 500 años”, y que una clave radica en que “las energías dos tormentas se convirtieron en una”. Por entonces se estaba desarrollando la Guerra de Sucesión española, la que instauró a la Casa Borbón en el trono. Los cronistas solían colorear sus artículos con datos del clima. Para todos era una novedad. ¿Qué otra tormenta tan fuerte se recordaba en ese entonces? Algunas explicaciones apuntaban al Diluvio Universal. Cuando Daniel Defoe salió de la cárcel se puso a investigar, recabó mucha información y publicó La tormenta: para muchos, el primer libro periodístico de la historia.

Miles de edificios destruidos, millones de árboles talados. Miles de personas muertas, entre ellas una quinta parte de los marineros de la Armada Británica. Alguien debía contarlo todo, ¿pero de qué forma? ¿Alcanzaban los artículos que se publicaban en diarios y revistas de la época, que se leían con la tensión de las catástrofes y que se olvidaban con la publicación del siguiente día? Hacía falta algo más: literatura. “La tormenta no es una novela” porque “su voz autoral en primera persona se basa en relatos reales de lo sucedido durante y después del huracán”, dice Jenny Mckay en un texto que forma parte del libro colectivo La imaginación periodística, de 2008. A esos testigos Defoe los contactó a partir de la London Gazette. El anuncio decía que quería “preservar el recuerdo de la última tempestad espantosa” y por eso “se está preparando una colección exacta y fiel de los desastres más notables que ocurrieron en esa ocasión”.

El anuncio de Defoe continuaba así: “Para el perfeccionamiento de tan buena obra, el autor recomienda humildemente a todos los caballeros del clero, u otros, que hayan hecho alguna observación de esta calamidad, que transmitan un relato tan claro como sea posible de lo que han observado”. Ese es el texto que hizo circular entre el 13 y el 16 de diciembre de 1703. Pero hubo muchos más, en distintos diarios. Una vez recabada toda la información se puso a escribir y en menos de un año ya estaba el libro en las calles. El título completo fue La tormenta: o una colección de los damnificados y los desastres más notables que ocurrieron en la última y terrible tempestad, tanto por mar como por tierra. Se publicó en 1704, impreso por G. Sawbridge y distribuido por J. Nutt, como figura en la tapa. Hay un prefacio, cuatro capítulos sin nombre y numerados del 1 al 4, uno titulado “De los efectos de la Tormenta”, otro es “La conclusión” y el cierre, un poema.

Viejo dibujo de la Gran
Viejo dibujo de la Gran Tormenta de 1703

El aullido del viento

Quizás una de las mejores narraciones de una tormenta que haya en la literatura, al menos una de las más recordadas, es La línea de sombra de Joseph Conrad, publicada en 1917. Se trata de la reescritura de una experiencia personal bajo el manto de la ficción. Lo interesante es que a la tormenta se la describe desde un barco donde el protagonista, al igual que le ocurrió a Conrad treinta años atrás, debuta como capitán. “El viento soplaba día tras día; soplaba con odio, sin intervalos, sin piedad, sin descanso. El mundo no era sino una inmensidad de olas espumeantes que nos embestían bajo un cielo tan próximo que podía tocarse con la mano, y tan sucio como un techo ahumado. En el tormentoso espacio que nos rodeaba había tanta espuma como aire. Día tras día, noche tras noche, no había alrededor del barco más que el aullido del viento, el tumulto del mar, el estruendo del agua saltando sobre cubierta”, escribe Conrad.

La figura de la tormenta es poderosa. Aparece en los antiguos mitos, en las alegorías griegas, en los textos sagrados, en los versos de cualquier poeta y también en las frases motivacionales que pululan en la web. Hay una del escritor y orador estadounidense Steve Rizzo que vale la pena mencionar: “No esperes a que pasen las tormentas de tu vida. Aprende a bailar bajo la lluvia”. Tiene su lógica. Pero, ¿qué pensarían aquellos marineros, aferrados al barco tembloroso, muchos firmes en la cubierta, otros atados a las literas, “con el cuerpo en constante tensión y la mente llena de preocupaciones”, como escribe Conrad, de aquella sentencia de autoayuda? ¿Cómo “controlar tus emociones”, cómo “alimentar tus pensamientos”, cómo “enfocarse” en otra cosa que no sea la muerte inminente ante la ira de Dios, ante la furia de la naturaleza? “A veces —escribió Santiago Craig en un cuento del libro Las tormentas—, las cosas pasaban y ahí tocaba estar, sin poder hacer nada”.

¿Cómo empiezan estas tempestades? “En el cielo claro, sin nubes, se ve primero una luz que cubre todo y después se escucha un trueno”, narra Craig en otro cuento de Las tormentas. Si bien es cierto que “la tormenta rejuvenece las flores”, como escribió Baudelaire, solo lo hacen las que sobreviven. Estamos frente a un fenómeno meteorológico de enorme ambigüedad. Se percibe en estos versos de Alfonsina Storni: “La tapa del cielo / desciende en tormenta ceñida: / su lazo negro / vigila”. Es posible que Daniel Defoe no haya pensado demasiado en cómo abordar este libro, sino que se dejó llevar por lo que el libro mismo le demandaba. Quizás por eso que podemos encontrar tanta perplejidad (“Los vientos son algunos de esos inescrutables de la naturaleza, en los que la búsqueda humana aún no ha podido llegar a manifestación alguna”) pero también notables sutilezas (“Nuestra mayor pérdida son los manzanos, porque nos faltará licor para alegrar nuestros corazones”).

Retrato de Daniel Defoe en
Retrato de Daniel Defoe en el Museo de Marina, Londres, de autor desconocido

Ente la fe y la objetividad

Defoe era un hombre de fe, pero también de la razón. En el prefacio, firmado como “El humilde servidor de la época”, distingue los sermones de los libros. Mientras que “el sermón es un sonido de palabras dichas al oído y preparadas sólo para la meditación presente”, “un libro impreso es un registro que permanece en posesión de cada hombre, siempre listo para renovar su conocimiento de su memoria, y siempre listo para ser presentado como autoridad o comprobante de cualquier informe que haga a partir de él, y transmite su contenido durante siglos“. De alguna manera, pondera escribir para la posteridad por sobre el presente, pero también es una forma de subrayar el valor del archivo. En esta toma de posición, acentúa la responsabilidad del trabajo que está realizando y coloca la trascendencia en el centro de la discusión, porque un error puede “hacer que nuestros hijos digan mentiras después de nosotros, y sus hijos después de ellos, hasta el fin del mundo”.

¿A quién se dirige con esa crítica inicial? A los historiadores del pasado. Para un lector como él, la falta de objetividad en los relatos historiográficos era producto de una pereza intelectual, pero también del ”descaro, la obscenidad, las florituras vacías, la poca consideración por la verdad y el gusto por contar una historia extraña”. Todo eso, decía, “han reducido a mero romance muchas piezas valiosas de la historia antigua”. Y en el párrafo siguiente se pregunta: “¿Cómo es posible que las vidas de algunos de nuestros hombres más famosos, e incluso las acciones de épocas enteras, se ahoguen en una fábula?” No es difícil imaginar a Defoe revisando bibliotecas enteras en busca de héroes lejanos, guerras pasadas, acontecimientos, episodios, anécdotas y detectando que los autores, algunos de renombre, otros absorbidos por el anonimato, ocultaban la falta de datos y la vaguedad de las pruebas con edulcorados relatos entusiastas. Entonces sonreía, molesto, enojado.

Así como empuñaba la espada de la razón, también se recostaba en la fe. “No hubo ningún ateo que no haya dudado de sus creencias ni que haya evaluado la posibilidad de que exista un ser supremo cuando sintió las terribles ráfagas de esta tempestad. Las duras almas ateas temblaron al igual que sus casas cuando sintieron que la naturaleza les hacía algunas preguntitas”, escribe. Es interesante cómo la brusca pretensión de objetividad de Defoe se ablanda, al menos un poco, con la miel de la religiosidad. Defoe nació en una familia de carniceros presbiterianos disidentes, una tradición dentro del protestantismo cuyas creencias religiosas no coincidían totalmente con las de la Iglesia de Inglaterra. La incomodidad formaba parte de su árbol genealógica, como una herencia que llevó hasta el final de sus días. Incluso hasta su nombre: cambió su apellido —era Foe y le agregó el De adelante—, algunos dicen que para sonar aristocrático.

Sobre los efectos religiosos de la tormenta, escribe, ya sin cautela: “El ateísmo es uno de los principios más irracionales del mundo”. Hay un miedo en Defoe, un miedo moral que se lee perfectamente acá: “Existe un riesgo en el error. Si el cristiano se equivoca y al final parece que no hay un estado futuro, Dios o el Diablo, recompensa o castigo, ¿dónde está el daño? Lo único que ha perdido es que ha practicado algunas mortificaciones innecesarias y se ha tomado la molestia de vivir un poco más como un hombre de lo que hubiera vivido. Pero si el ateo se equivoca, ha traído sobre sus espaldas todos los poderes cuya existencia negaba, ha provocado al infinito de la manera más elevada y al final debe hundirse bajo la ira de aquel cuya naturaleza siempre ha repudiado”. La potencia de su argumento es formidable —es un tipo completamente convencido de que existe un plan que nos trasciende—, pero más aún lo es su construcción literaria, que tiene el sabor de una buena venganza.

Portada original de “La tormenta:
Portada original de “La tormenta: o una colección de los damnificados y los desastres más notables que ocurrieron en la última y terrible tempestad, tanto por mar como por tierra”

El primer maestro

“Para alguien que escribió tanto, se sabe sorprendentemente poco sobre su vida”, dice Jenny Mckay. Defoe es el autor de Robinson Crusoe, de 1717, considerada la primera novela inglesa. Pero su mayor producción ha sido periodística, no solo en artículos en revistas, también en libros. ¿Y por qué esa zona es la menos explorada de su bibliografía? “La razón más obvia es que el periodismo se considera efímero: por definición trata temas de actualidad”, dice McKay con dosis similares de precisión y acidez, y agrega más motivos, como que “gran parte de la clase dirigente del periodismo es igualmente reacia a celebrar el periodismo por su mérito literario”, lo que se debe a “una especie de esnobismo que hace que quienes escriben para ganarse la vida sean despreciados”. Luego, claro, está el problema del acceso. En la web, La tormenta solo está en un sitio llamado Get History, que dirige la historiadora inglesa Debbie Kilroy.

Si Defoe era, en palabras de John Richetti, “una auténtica máquina de escribir” (entre 1704 y 1713 dirigió una revista en la que prácticamente él escribía todos los artículos, con tres números semanales y una edición especial para Escocia), sabemos que los efectos que producía en la discusión pública de su tiempo eran no sólo potentes, también perjudiciales, sobre todo para él mismo. Para el periodista británico Richard West, fue “el primer maestro, sino el inventor, de casi todas las características de los periódicos modernos”. Anthony Burgess, también británico, lo consideró “nuestro primer gran novelista porque fue nuestro primer gran periodista”. Para McKay, La tormenta es “la primera pieza reconocible de reportaje periodístico moderno en forma de libro de un tipo que todavía se practica, y cada vez más, en inglés y en otros idiomas. Fue el equivalente en el siglo XVIII de un libro instantáneo y se publicó siete meses después de la catástrofe”.

“Las prácticas que ahora damos por sentadas en la investigación y en la narración periodísticas fueron parte del método de Defoe”, dice Mckay, y agrega que es un libro que “puede leerse como un hito en el desarrollo del periodismo y de la novela” porque “enfatiza la fuerza del vínculo” entre ambos registros: el periodismo como “la escritura que pretende presentar una realidad verificable” y la novela como “la escritura que pretende presentar la invención como si fuera la realidad”. Trescientos años después, cuando los géneros funcionan más como etiquetas de mercado que métodos de creación, ¿qué dice La tormenta de la historia de la literatura, del periodismo, de nosotros, de este presente, del futuro? Hay un extrañamiento muy fuerte en la lectura de un libro que ya tiene más de tres siglos: la revelación de que el mundo fue tan distinto y tan igual al nuestro. Y que todo empezó, tal vez, con un hombre atrapado en una picota y una llovizna acariciándole la cara.

[Fotos: Wikipedia]

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