El Mesías, el oratorio de Haendel, ese hit navideño de la música barroca, sin duda el soundtrack del hemisferio norte a esta altura del año, se interpretará este lunes 18 en el Teatro Colón, de la mano de Rubén Dubrovsky y el Bach Consort vienés.
Dubrovsky nació en Buenos Aires donde se formó como violonchelista. Muy joven ganó una beca para terminar su formación en Alemania y luego se instaló en Austria. En 1999 cofundó el Bach Consort que ofrece conciertos en el Musikverein, el Theatre an der Wien, el Bolshoi, el Brucknerhaus de Linz, en la Semana Mozart de Salzburgo y en el Festival Haendel en Halle. También dirige el Third Coast Barroco, en Chicago, y, desde este año, sumó la dirección artística de una de las dos casas de ópera estatales de Múnich.
“El proceso de selección para llegar a ocupar el cargo de director musical de la ópera de Gärtnerplatz se dio muy naturalmente”, cuenta. “Primero, el director de casting de este teatro me escuchó dirigir la Clemenza de Tito, en Viena. Como le gustó, me invitó a hacer una obra de Haendel. Como eso fue bien, me pidió que dirigiera un Don Giovanni, luego la Cenerentola y luego la misa de Leonard Bernstein, que fue cancelada por la pandemia. A cambio hicimos La carrera del libertino. Todas obras de diferentes épocas. La dirección general del teatro entendió que me manejaba en todos los estilos con comodidad así que me ofreció el puesto de director musical”.
Aunque Rubén Dubrovsky es uno de los pocos directores argentinos que tiene la responsabilidad de dirigir un teatro de ópera en Europa, esta será su primera experiencia como director de orquesta en el Colón. “Ya había dirigido en el Argentino de La Plata”, aclara. “Pero efectivamente será mi primera vez como director en el Colón, escenario que solo pisé como joven violonchelista antes de partir para Alemania. El proyecto de este Mesías me interesa mucho porque me da la posibilidad de reunir a músicos con los que trabajo en Europa habitualmente, con otros que hacen música barroca a un nivel muy alto pero que son desconocidos todavía para mí. No es solo la experiencia de un concierto sino que será un intercambio de visiones, de experiencias.
—La revalorización de la música barroca tuvo y tiene numerosos cultores en Argentina, pero no parecen ser muchas las salas adecuadas para su divulgación. ¿La del Colón no es una sala demasiado grande para la sonoridad barroca?
—Esa pregunta te la podré responder recién el lunes porque pisé una sola vez el escenario del Colón, y fue como violonchelista de la Orquesta Mundial Jeuneusse Musical, cuando tenía dieciocho años, justo antes de irme a Europa. Así que no puedo hablar desde la experiencia que me toca actualmente, la de director. Pero el Colón tiene una acústica legendaria a la que le tengo fe porque, además, lo que tiene el barroco y El Mesías en particular, es el contraste entre lo más íntimo que son los recitativos de un cantante casi hablando sobre el acompañamiento de un clave y un chelo hasta el tutti que, en este caso, como no hacemos una ópera decimonónica, es un tutti de una veintena de cantantes y otros tantos instrumentistas. El mismo Haendel había hecho esta obra ya con una formación mucha más grande porque en esos tiempos, El Mesías llenaba ámbitos enormes. Poniéndolo en contexto actual, diríamos que esta obra convocaba público para llenar un Luna Park.
—No tengo estadísticas, pero debe ser de las piezas barrocas más escuchadas, tal vez después de las Estaciones, de Vivaldi. Muy por encima de cualquier cantata u oratorio de Bach. ¿Cuáles son los condimentos de esta receta tan exitosa?
—Es una obra de una genialidad dramática desde el inicio hasta el final. Hay una gran diferencia entre El Mesías y los oratorios de Bach porque el primero toma el nacimiento de Cristo y cada uno de los acontecimientos de su vida en una única obra. Bach tiene el Oratorio de Navidad, las diferentes Pasiones e infinidad de cantatas que cuentan un acontecimiento en la vida de Cristo. En ambos casos, el relato es siempre una reflexión humana sobre cómo esa vida se relaciona con la nuestra.
—Además, escrita en solo tres semanas, como para alimentar el mito de la inspiración divina.
—Es el tipo de obra que siempre se relee. Cuando comenzó esta práctica de recuperación de las piezas del Renacimiento y Barroco, una nueva versión de El Mesías era de lo más interesante e incluso escandalosa porque era de las pocas obras barrocas que pertenecía a todos los músicos; no había dejado de tocarse desde su creación. Esas primeras nuevas lecturas con criterio historicista realizadas en los años 80 hoy nos parecen por lo menos antiguas.
—¿Cómo cambió la lectura de esta obra?
—Siempre que hay una revolución --y la relectura de la música antigua fue una verdadera revolución—se va a un extremo. De las voces grandes, dramáticas, operísticas que había en las versiones previas a la revisión barroca, se pasó a voces muy chicas, transparentes, camarísticas. Una de las figuras más relevantes del movimiento de relectura fue Emma Kirby, con quien yo tuve el honor de hacer muchísima música. Emma es fantástica, pero tiene una voz tan chica que no puede cantar una ópera de Haendel. Es una voz de madrigal.
Desde ese concepto de voz barroca que se contraponía a la de las grandes divas de la ópera, poco a poco fuimos saliendo porque empezamos a darnos cuenta de que el canto italiano no se inventó con Puccini sino que toda la técnica del belcanto nació en Nápoles, justamente durante el Barroco. Cantar con el cuerpo, con soporte, con voz, no quiere decir cantar de manera insensible. Canto e instrumentos cambiaron su perspectiva y, si en los inicios se concebía esta música como lo opuesto a lo que hacía Karajan, más tarde se empezó a entender que se podía cantar de manera más fina, pero con un compromiso corporal y una sensibilidad mayor.
—¿El péndulo se movió y ahora volvimos a estar cerca de las versiones de Karajan? En todo caso, ¿en que se diferencian las interpretaciones historicistas actuales de esas versiones colosales grabadas a comienzos del siglo XX?
—Lo digo con todo el respeto, pero si hoy escuchamos un Mesías de Karajan nos reímos porque suena aparatoso. Digo más, incluso un Bach del organista, clavecinista y director Karl Richter, músico que venero, es muy difícil de escuchar hoy.
—¿Sus lecturas suenan hoy erradas?
—No, no. Simplemente es como si escucháramos a un locutor de noticiero de la década del 30: otro tiempo, otro carácter. No nos identificamos con esa voz. Y doy por descontado que nuestras versiones producirán el mismo efecto en las generaciones futuras. Pero eso es lo fascinante de la historia del arte de la interpretación. El intérprete busca la autenticidad, la verdad de esa obra que interpreta, pero esa verdad está referida a un tiempo, no es eterna. Es más, uno mismo al escuchar versiones propias, hechas en otro tiempo, se pregunta cómo pudo haber tomado tal o cual decisión. No hay error en eso, más bien diría que afortunadamente es así.
—Describiste las voces. Ahora me gustaría saber qué ha cambiado respecto de los instrumentos antiguos porque también, como las voces, tienen límites en la proyección del sonido. ¿Se modificó la técnica, el sonido, la afinación en los últimos años? ¿Cómo se llevan los instrumentos antiguos con esta nueva instancia de una interpretación más potente, más expresiva?
—No hablaría de límites porque los instrumentos barrocos son los adecuados para hacer este repertorio. Lo voy a decir con un ejemplo más llano: si habláramos de deportes, no se nos ocurriría jugar a todos los deportes con la misma pelota. Sabemos que hay una apropiada para cada juego. Del mismo modo, los instrumentos encuentran su lugar en un determinado repertorio y no en otro. Sin embargo, durante muchísimos años, se hizo todo el repertorio –desde Monteverdi hasta Stockhausen—con los mismos instrumentos. Las cuerdas que utilizan los instrumentos barrocos son orgánicas como las voces a las que acompañan.
Gustav Mahler, en la ópera de Viena, prohibió las cuerdas de metal porque le mataban las voces. El asunto es que más tarde se impuso la cuerda de metal porque duran más tiempo (difícilmente se rompan), produce un sonido más fuerte, lo que durante un largo período interpretativo fue un objetivo, junto con la búsqueda de un sonido solista para las grandes salas decimonónicas. Pero hay un malentendido que habría que erradicar: no es que en el Barroco se hacían instrumentos imperfectos que luego la modernidad mejoró. Un Stradivarius es un violín hecho en el Barroco. Con ese instrumento se tocaron las grandes obras virtuosas del siglo XIX. No se inventó nada mejor, pero el cambio de gusto le impuso una cuerda con más tensión.
—Al menos tendrás que concederme que probablemente la orquesta de Karajan no tenía que pausar el arco dramático del Mesías para ponerse a afinar.
—Eso es cierto, pero no me parece un problema. En algún momento miro a la concertino y le sugiero hacer una pequeña pausa para afinar, del mismo que muchas veces detengo la marcha de una caminata para atarme los cordones de los zapatos.
—No solo dirigís el Bach Consort sino que también trabajás con el grupo Third Coast en Chicago. ¿Cuáles son las diferencias que encontrás entre los músicos de Europa y América?
—Lo que noto es algo obvio: hay escuelas musicales, conservatorios e incluso ciudades que fueron muy influyentes en la manera de tocar. La influencia de una u otra sobre una región define no solo la técnica sino la visión que tienen los músicos sobre el sonido. En el caso del grupo con el trabajo en Chicago, tiene mucha influencia holandesa. Un toque muy bonito pero con algunos modismos heredados de los primeros historicistas. Te doy un ejemplo que, creo, será claro: muchos instrumentistas empiezan la nota lentamente y luego la empujan, producen como una panza en el sonido, algo muy característico en algunas versiones más antiguas. Eso es un defecto que se hizo escuela. Se lo tomó como una característica propia del estilo cuando no lo era.
También sucede que como la cuerda de tripa puede chillar, para evitarlo, se extendió la idea de tocar con un sonido muy blando y poco articulado. Pedir articulación, claridad, decir que el momento más importante de la nota es su inicio fue algo que tuve que trabajar mucho en Chicago porque si no se escucha limpio el momento del ataque, la música pierde el ritmo y el swing. Pero también es cierto que la globalización llegó a la interpretación de la música barroca: ahora hay también grupos rusos. Décadas atrás, cuando iba a dar clases al conservatorio de Moscú eran cinco hippies que tenían la actitud de estar haciendo algo prohibido.
—¡Encuentros clandestinos de músicos barrocos!
(Risas) —Es que eran los tiempos en que los maestros de instrumento no querían que sus alumnos hicieran repertorio barroco. Ese repertorio figuraba en el programa académico, pero no aconsejaban trabajarlo.
—Sospecho que por las mismas razones que esgrimían los maestros de canto que, al menos en Argentina, decían que había que afirmar la técnica belcantista para luego hacer repertorio antiguo. ¿Tiene algún sentido eso?
—Claro que no. ¿Cómo cantaba Farinelli? ¿Acaso tuvo que esperar a que nacieran Rossini y Bellini para aprender?
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