Algo nuevo
En el mito bíblico, la tragedia humana más elemental y persistente, la de tener que ganarse el pan con sudor y trabajo, la de ser expulsada del Paraíso y sufrir el castigo de inventarse sola un mundo suyo, empieza con una manzana. Se ven en su desnudez, Adán y Eva, la humanidad toda hasta ahí, pierden su inocencia, incumplen la ley de Dios y Dios se enoja. Una serpiente nos dijo que con nosotros alcanzaba, que no escucháramos a nadie, que fuéramos libres. Morder la manzana nos puso acá, y acá estamos. Haciendo lo que podemos, mirándonos.
Hay otra manzana que distrae y tienta y masticamos. Más moderna y menos original (además del antepasado bíblico, tiene un hippie y de vocación altruista que Los Beatles quisieron usar para jugar, aparte de los hombrecitos de traje y corbata… o polera): Apple.
En 2010, Apple incorporó al iPhone la cámara frontal y dio la herramienta básica para que proliferaran las selfies. No era la expulsión del paraíso ni el pecado original, pero sí la chispita del big bang que iba a expandir este mundo del yo, yo, mío, mío. La SELF-ie, sacada con el I-phone, se colgaba en MY-space. Y ahí estábamos, haciendo lo que desde entonces podíamos, mirándonos.
Hacemos lo que podemos y no lo que queremos. Aunque parece cruel en un mundo que a los gritos, al borde de la línea de cal, nos arenga como un entrenador entusiasta: “Si querés, podés” y nos invita a “creer en nosotros, seguir nuestros sueños”, la idea, bien meditada, podría darnos un alivio. Hacemos lo que podemos, con lo que tenemos. Desde que nos echaron del Paraíso, nos tenemos a nosotros desnudos y, desde 2010, tenemos una cámara frontal en el teléfono. Tenemos libre albedrío, conciencia de nuestra finitud, tenemos selfies.
El libro que me hace pensar en estas cosas se llama Tristes por diseño, es de Geert Lovink y se ocupa de desmontar esa secuencia de ansiedad y depresión que nos va marcando el ritmo de los días desde que existen las redes sociales. Todo pasa, nada pasa. Ahí opinamos y estamos y hacemos de cuenta. Y así vivimos de tarde en tarde, como si la vida en esa sucesión de nada sucediera. Dice el libro, lúcido y (un poquito) devastador, aunque sobre todo lúcido, que ahí estamos.
Hablando del hacer lo que se puede, el libro va más allá y habla de “ser” lo que se puede. Somos porque tenemos un teléfono, porque estamos en las redes. Dice Lovink: no hay yo desconectado. La selfie como registro y afirmación de uno mismo no parece buscar mucho más que demostrar esa presencia. Dejarnos decir que estamos ahí. En el colapso del tiempo, en el mundo de los paraísos perdidos en el pasado y en el futuro, la selfie es puro presente: nos deja afirmar que estamos existiendo, que somos algo en este momento. A lo que le apuntamos cuando nos apuntamos con la camarita frontal no es a nosotros, es al tiempo. Ponemos a circular ese “ahora y acá”, y hacemos como que vamos “de acá para allá”. En esas poses que adoptamos adelante de la sonrisa de otra gente, de paisajes fabulosos, de los azulejos del baño, nos ponemos a circular y no nos importa dejar asentado para después (es improbable que alguna vez, más adelante, volvamos a ver ese registro), conmemorar como en las fotos antiguas ese momento especial. Es un registro necesario, ansioso y burocrático de lo que estamos haciendo.
La foto que nos sacamos solos no elimina la necesidad de asistencia de los otros, la posterga: sacamos esa selfie siempre para los demás, ausentes y deseados. ¡Ay, esa suficiencia que nos da otro empujoncito más en tobogán al clonazepan y la sertralina!: Pareciera que no necesitamos a nadie para estar con todos. Pareciera que podemos creerles a las serpientes que nos dicen que solamente de nosotros depende inventar el mundo. Bueno, no.
Algo viejo
Las selfies no revelan el ser. No buscan decir lo que hay oculto en uno mismo. Más bien esconden y maquillan, eligen qué mostrar. Se quedan en la superficie. La selfie nos mira, rebotamos en su espejo, nos devuelve la mirada. “No, gracias, no es con vos”, dice la selfie, “Es algo entre yo y yo que si querés ver, te comparto”.
No hay alma para robar ahí, son otros metadatos. Para vigilancia, para vendernos cosas, pasa usar nuestra identidad. Podemos elegir nuestra propia paranoia.
Yo me acuerdo de una persecuta que aprendí en los dibujos animados: los indios se negaban a la foto porque, decían, les sacaba el espíritu. Eran, esos indios, caricaturas con narices de pájaro, vinchas con plumas en punta, taparrabos de cuero y líneas de pintura blanca y roja en las mejillas. No conjugaban los verbos y vivían en tiendas triangulares. Hacían señales de humo desde un acantilado, fumaban la pipa de la paz. A veces eran malos, pero sobre todo, podían ser al mismo tiempo dos cosas: sabios e inocentes. “No foto”, le decían al Pato Lucas o a Bugs Bunny, devenidos, por ese rato, exploradores, antropólogos, “Foto robar el espíritu”.
La idea me viene de ahí, no hay otro fundamento, pero la creo desde entonces. Al enfrentar las fotos por primera vez, al creer que podría alguien quedarse para sí algo de lo que era suyo, el indio arquetípico, platónico, inventado, sufría el dolor del hurto de lo esencial: él mismo. Durante esas mañanas, con dos líneas de fiebre en la cama o comiendo las meriendas de otoño, mirando el televisor de tubo, me divertía la superstición boba: ¡el alma en un papel! Los indios eran tontos y porfiados.
Ahora, en cambio, porque se me ocurrió pensar en las selfies y en las fotos de a mil que nos sacamos, ese temor de los indios dibujados no me parece tan ingenuo. No creo que haya un alma, nada en nosotros que esté guardado en luz y espera y que nos constituya en seres etéreos para una eternidad sin cuerpo, pero sí una identidad, un algo que somos y que puede perderse. La inquietud que me trae el recuerdo de esos pieles rojas tercos que saludaban con un “hau” y se negaban al retrato es más bien opuesta: no es el miedo a que un flash capture y succione de una vez lo que soy y me lo robe, sino el de ver que, repartida en todas esas fotos ahí afuera, multiplicada, guardada y compartida tanto, la verdad de lo que soy, en realidad, no importe, no sea nada.
Algo prestado
Jonathan Franzen mira pájaros. Anota los pájaros que mira. Arma listas. Es un escritor Jonathan Franzen. Uno bueno. Muy bueno. De novelas. De ensayos. Escribe ensayos acerca de los pájaros. Le importan los pájaros. La belleza de los pájaros, las costumbres de los pájaros, la existencia de los pájaros. Pero más que nada, en lo que insiste es en la importancia de los pájaros. Un poco obligado insiste. Para poder decir que son importantes los pájaros, o mejor, que a él le importan, tiene que aclarar que también las personas y los árboles y la literatura universal y la mitología griega le interesan. A desgano, quejándose, pero lo dice para sacarse de encima un murmullo acusador: con tantos problemas en el mundo, ¿para qué ocuparse de los pájaros?
Bueno, está lo lindo, lo feo, está lo prescindible, lo necesario. Los pájaros, de esas cosas, tienen todo. Franzen dice, en un ensayo que se llama “Los habituales” y está en el libro El fin del fin de la Tierra, que Filadelfia, de eso, no tiene nada. Dice que es un espacio intersticial, un lugar hecho de ausencia y pérdida, que “nunca ha llegado a concretarse”. Alguien que mira, anota, describe, decide que esa ciudad no tenga rasgos. El ensayo habla, entonces, no de la ciudad, sino de la gente. De unas fotos que le sacaron a personas comunes. Le roba a esa gente sus caras en retrato para prestársela a la ciudad. En esas caras que dejó puestas en el libro The Regulars, la fotógrafa Sarah Stolfa, Franzen trata de ver, como dice que ven Chejov, Welty y los más grandes cuentistas, “la infinita particularidad de las vidas de las personas normales”. No puede tanto, pero sí algo: descifrar lo que llama “la magia de los buenos retratos”. Cuando presenciamos a las personas así, vistas por otro, fijadas y sueltas en su franqueza, “se evaden de nuestros juicios estéticos cotidianos y se reubican en un mundo natural en el que todo es interesante, todo provoca afinidad y asombro, todo merece una segunda mirada”.
Las caras de una ciudad sin alma miran a alguien que apunta y saca una foto. Los pájaros miran al mundo. Franzen mira todo. Pájaros, ciudad, retratos Y todo le importa.
Algo azul
¿De qué manera un primer humano se vio a sí mismo y pudo decir: “Ahí estoy, yo soy ese?” Me gusta suponer que en el agua, de noche. Como yo ahora, agarrándose del borde de esta pelopincho celeste el primer humano. El agua ondulante, vamos a decir, con generosidad, turbia, pero esencialmente plateada. Por el cielo limpio y la luna generosa y la época del año. El primer humano con varias copas de vino encima, el calor del verano húmedo y diciembre apoyándole las manos enormes en la espalda. ¿Para qué mirarse así, en el agua, si uno podría hundirse, como Narciso, amalgamarse en uno y dejar lo demás a un costado? ¿Para qué solo mirarse y nada más la cara limpia en la pileta si el primer humano podría apuntarse el mundo entero a los ojos, darse brillo y elocuencia y fondos psicodélicos con los filtros interminables de su teléfono?
Me gusta suponer que, cuando se vio en el agua azul, el primer humano llamó a los otros que andaban cerca, que señaló el milagro y les pidió que se asomaran. Que fueron acercándose los otros humanos, dejando que la curiosidad les arrastrara los cuerpos. Miren, señaló el primer humano, ese soy yo, esos ustedes. Formaron una ronda; verse afuera de ellos, para el primer humano y sus amigos, fue un susto y una obviedad y un prodigio. Y se quedaron un rato ahí, me gusta suponer, juntos. Y, después de ver las suyas, empezaron a ver las caras de los otros. Se hicieron gestos y muecas, se encontraron y se hablaron, se divirtieron así. Después, con el alma todavía puesta en cada una, pero repartida en todos, se iban a ir a brindar y a sacar mil fotos que no iban a volver ver nunca más. Pero ese rato, se quedaron con las caras ondulando en el agua de la pelopincho, arriba, atrás de ellos y de las ramas de los árboles y de los pájaros y de la ciudad sin nada, explotaron luces de colores en el cielo: empezó otra vez un año nuevo.