El austríaco Maximilian Lenz deambulaba por las calles de una Buenos Aires que mutaba tras la Revolución del Parque de 1890. Había recibido carta de Viena, donde se gestaba otro tipo de insurrección, que cambiaría la historia del arte del país que lo había visto nacer en 1860 y al que regresaría para ser uno de los fundadores de la icónica Secesión de Viena.
Lenz había llegado a mediados de la década del ‘80, luego de haber tenido una sólida formación: la Escuela Alemana de Artes y Oficios, la Academia de Bellas Artes de Viena, ciudad en la que además había integrado el selecto grupo de la Casa de los Artistas, que tendría un rol fundamental en la historia finisecular de la capital europea.
No fue, sin embargo, un niño nacido en cuna de oro y su atención por el arte llegó gracias al interés amateur de un padre zapatero. Fue entonces, gracias a su talento, que logró las becas para estudiar en las “escuelas”.
Pero en aquella Viena, en la que el arte era dominado por el academicismo y el historicismo. Entonces, para 1887, su futuro en Europa no era prometedor, ya que apenas conseguía encargos, por lo que aceptó la invitación de un amigo, el pintor y grabador Ferdinand Schirnböck, con quien había estudiado en la Academia, para lanzarse en una aventura sudamericana.
Schirnböck estuvo en Buenos Aires por cinco años (1887-1892) como parte del equipo de la American Bank Note Company, una empresa estadounidense que se encargaba de la factura de billetes y estampillas, tiempo en el que se destacó en los retratos de personajes históricos y grabando todos los valores de las series del dinero emitido.
Su trabajo en la ciudad porteña le dio prestigio y, a modo de anécdota para el mundo filatélico, existe una disputa documental sobre si fue el responsable de la creación del conjunto argentino de 1892 que marcó el cuarto centenario del descubrimiento de América.
Más allá de esto, Schirnböck regresó a su país, donde se desempeñó en el Banco Austrohúngaro y la Imprenta Estatal, para luego confeccionar billetes en más de una decena de países, lo que lo convirtió en uno de los más destacados artistas de la historia de este mundo y sus piezas tienen gran valor coleccionable.
Así que cuando Lenz recibió la invitación, cruzó el Atlántico para unirse con su colega en el diseño de billetes y estampillas para el Banco Central argentino. Llegó a una ciudad que marchaba hacia un cambio, era el fin del caudillaje rural, la clase media ganaba cada vez más espacio en la disputa de lo público y se formaban sindicatos, organizaciones feministas, cooperativas, etcétera.
El clima convulsionado, las revueltas, los cambios sociales afectaron a Lenz, quien al mismo tiempo realizaba ilustraciones en la revista “El Sudamericano”. En Buenos Aires realizó también obras de tipo costumbristas, alejadas de la influencia Europea que se vería en su obra posterior.
Para 1897 fue miembro fundador de la Secesión de Viena, con otros referentes como Gustav Klimt, Koloman Moser, Ferdinand Andri y el arquitecto Joseph Maria Olbrich, quienes llevaron las vanguardias que ya se producían en Europa, el impresionismo francés, el simbolismo belga, la escultura de Auguste Rodin.
Era, lógicamente, un grupo burgués para los burgueses, que ya desde su bautismo expositivo contó con el favor del emperador Franz Joseph, quien visitó la muestra inaugural de 1898. Fue miembro hasta 1938, año de la disolución, para luego reingresar a la Casa del artista vienesa.
A lo largo de su carrera, Lenz utilizó una variedad de técnicas y no desarrolló un estilo fijo, de hecho pasó de un primera época simbolista a otra, posterior, más naturalista, siendo Un mundo (1899), que se encuentra en el húngaro Museo de Bellas Artes de Budapest, una pintura de transición entre ambas.
Egy világ, su nombre original, es una pieza cautivante en la que se puede apreciar la estética de la belleza de la Hermandad Prerrafaelita, con una atmósfera en la que las flores marcan el campo de una ensoñación en el que las mujeres con ropa de cama juegan a la ronda y otras parecen esconderse detrás de unas ramas como si mujer y naturaleza fueran una continuación, indivisibles, inseparables.
Si bien en la obra hay mayor presencia femenina es el hombre quien se convierte en el protagonista, aún cuando muestra mayor estatismo. Detrás de él un grupo de mujeres hacen una ronda, que se adelantan una década a la famosa La danza de Henri Matisse, mientras otras dos parecen hablar sobre el hombre.
Las otras ninfas, pensemos estas figuras desde concepción mítica a partir de la relación que tienen con la naturaleza y, además, por ser representadas en el arte en situaciones de baile o juego, también colocan sus ojos en un hombre que está vestido con la ropa de época, que en una mano lleva un cigarro y la otra descansa en sus bolsillo.
Está ensimismado, abstraído de la belleza del mundo, de los fenómenos que suceden a su alrededor, y su realidad, en ese sentido, es lo que sucede en su mente, sus propios pensamientos.
¿Es la pintura una crítica a los tiempos, a cómo la modernidad se vivía a través del pensamiento? o, más bien, esta propuesta simbolista resaltaba que, más allá de lo que sucede en el interior de los hombres, la belleza, la fantasía, los sueños, continúan existiendo más allá de uno mismo.
¿Quién es aquel hombre taciturno?, ¿es un autorretrato velado o su inspiración estuvo, porqué no, en el fundador del psicoanálisis, Sigmund Freud? Y es que, ya para cuando el cuadro fue realizado, las ideas revolucionarios del también vienés Freud eran parte de las tertulias.
La infancia, la interpretación de los sueños, la asociación libre, elementos todos de la práctica terapéutica, conforman diferentes espacios de la pintura, a través de la representación del juego, de esa separación que propone entre el hombre y su espacio, la manifestación de lo fabuloso, de lo mágico, como también en las otras figuras que se observan en el fondo izquierdo, difusas, en ese segundo plano, que parecen desnudas, como si el deseo, lo carnal, lo prohibido, estuviera latente, aunque oculto, y aún cuando un hombre lograse abstraerse por sus preocupaciones, aún cuando lo fantástica formara parte de su existencia, lo sexual estuviera siempre allí.
En 1903, Lenz realizó un viaje a Italia junto a Gustav Klimt, donde visitaron Rávena y estudiaron los mosaicos bizantinos de San Vitale. Klimt había comenzado con Judith I su famosa Etapa dorada, que se prolongó por casi una década con piezas como El beso (1907-08) y Retrato de Adele Bloch-Bauer I (1907). Lenz, por su parte, también incursionó con el imaginario cargado de oro en piezas como Primavera (1904), o las posteriores El manto dorado o Mujer con manto dorado (1914).
Un año después se mudó a Baja Austria, estableciéndose como profesor de dibujo para la familia de Karl Kupelwieser, un importante y acaudalado abogado e hijo de Leopold Kupelwieser, principal representante de la pintura romántica religiosa en Viena. Tuvo como alumna a Ida Kupelwieser, pintora de género que llegó a exponer en la Secesión de Viena, pero que falleció a los cuatro meses de haberse casado con su maestro.
Viudo a los 66, Lenz fue abandonando los pinceles y regresó a sus inicios, la producción por encargos de elementos iconográficos. Entre otros, realizó un telón para el Teatro Nacional de Iași, hoy Rumania, una pintura del techo del Palacio de Justicia de Viena, que se perdió tras un incendio en 1927, pero sobre todo diseñó carteles para los bonos de guerra durante la Primera Guerra Mundial. Se recluyó luego en una finca de la familia Kupelwieser para en 1948 regresar a Viena, donde falleció a los 88 años.