40 años de “Los pichiciegos”: la larga risa de Fogwill

La icónica novela sobre la Guerra de Malvinas forma parte de la gran película argentina y su influencia ingresa en los propios recuerdos

Rodolfo Fogwill

Que al momento de morir veremos toda nuestra vida como una película es, parece, bastante probable. Pero lo ya cierto, y para mí más increíble, es que mientras vivimos vemos la película argentina desde un punto de vista siempre único, y en los hechos la confundimos con nuestro vivir: Los pichiciegos como lectura obligatoria en tercer o cuarto año de la secundaria, mi mamá comprándome la edición de Sudamericana de 1994, yo pasando de año sin leerlo, leerlo finalmente para alguna materia en los años dorados de Puan, verlo a Fogwill en el 2006 en el Malba en una charla mítica titulada “¿Qué hay de nuevo, viejo?”, verlo de nuevo ahí en el 2007 con mi viejo diciéndome “este tipo no termina las frases me vuelve loco”, el día de su muerte en 2010, la vez que salté hasta el techo de la combi en Puerto Madryn.

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En las páginas finales de Los pichiciegos se cuenta el momento en que el protagonista vuelve de una caminata y encuentra muertos a todos sus compañeros de la pichicera. Es un pasaje inolvidable: el pichi que sobrevivió sale de la cueva apurado para no ahogarse él también y siente el aire frío de las Malvinas. Después baja la cuesta del cerro hacia la playa. Es uno de los grandes momentos de soledad de la literatura argentina, aunque todos los lectores estuvimos ahí con él. La guerra está terminando y el pichi tiene que decidir si se va para el lado inglés o para el lado argentino. Y entonces Fogwill describe el mar: “El mar estaba azul, con olas que corrían cargadas de espuma como corderitos, a favor del viento sur”.

Siempre me pareció que la palabra “corderitos” brillaba en el penúltimo párrafo del libro y era un ejemplo de originalidad; algo que sólo Fogwill, con su impronta hecha de irreverencia y ternura, podía pensar y decir.

Pero eso fue hasta que fui a Puerto Madryn.

"Los pichiciegos"

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Lo recuerdo como un hito personal porque fue la única vez que me subí a un avión sin pagarlo (y eso que exagerando un poco, pero no tanto, el único libro que escribí, a mis 43 años, es sobre la gente que viaja para trabajar, es decir que viaja gratis): una revista me mandó a Puerto Madryn. El gobierno municipal invitaba a varios periodistas, y entre ellos a mí, a conocer los principales atractivos turísticos de la zona. En efecto caminamos entre pingüinos, nadamos con lobos marinos y avistamos ballenas. Íbamos de acá para allá, hacíamos excursiones costosas, comíamos rico y yo cada cinco minutos máximo pensaba que todo eso era gratis. Y así pasaban los días: mis ocasionales compañeros tenían buena onda y nos acompañaba siempre la misma guía de turismo.

Una tarde íbamos por la ruta que corre junto al mar y la guía señaló el agua y dijo algo sobre las olas y dijo “como corderitos”. Cuando terminó la frase yo ya estaba saltando de mi asiento, dándome la cabeza contra el techo, contándole el final de Los pichiciegos y preguntándole por qué había usado esa palabra. La explicación fue vaga y no resolvió el misterio. Acaso en el sur sea metáfora común.

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Nunca pude engancharme con sus otros libros pero hace un tiempo leí Memoria romana porque me gusta tocar cualesquiera libros de Blatt & Ríos y porque se trata del diario que escribió Fogwill en la época de Malvinas: la última entrada es del 7 de junio y Los pichiciegos está fechada entre el 11 y el 17 de ese mismo mes.

"Memoria Romana"

El 9 de abril se prepara el milagro: “Trabajo mal. No escribo. No pienso. La guerra jode. ¿Durará?”. El 2 de mayo hace su aparición el remedio para la sinusitis más famoso de la literatura argentina: “No pude hacer gimnasia. Estoy cansado. Habría que conseguir unos gramos de blanca”. El 3 de mayo menciona a sus hijos: “Pienso en la guerra. Me apena la derrota. Andrés y Vera todo el día en la escuela y después contra el televisor, creyendo que Argentina ha ganado las islas. Lo que más duele ahora es pensar que mis hijos van a sufrir la derrota”.

El fragmento conecta con la dedicatoria de Los pichiciegos, que es inolvidable. En la primera edición, la de 1983, fue: “A Vera y Andrés Fogwill / que habitarán la misma tierra / y la misma lengua / recombinadas por el tiempo”. En la de Sudamericana de 1994, que tengo a la vista: “A Andrés, Francisco / y Vera Fogwill / que habitan otra tierra, / otras guerras”. La de Interzona de 2006: “A Andrés, Vera, Francisco, / José y Pilar Fogwill / que habitan otra tierra, / otras guerras”.

Yo prefiero la de 1994, quizá porque es mi edición, pero Fogwill, que si de algo tenía conciencia era de la cantidad apropiada de sílabas que tenía que tener algo, prefirió tener más y más hijos, y quitarle a la dedicatoria la extensión óptima.

“Su mejor novela es su vida”, escribió Vera a los pocos días de la muerte de su padre.

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Fogwill, retratado por Alejandra López

El 30 de junio Hernán Iglesias Illa publicó en Seúl un artículo titulado “Argentina, país sub-narrado” en el que decía: “la serie de Netflix sobre Fito Páez que terminé hace unos días y me dejó flotando en un clima agradable, haciéndome sentir parte de algo, atravesado por una historia común ficcionalizada pero verdadera”. Apenas unas semanas antes, el 29 de abril, Fernando Soriano (C5N, Duro de Domar) tuiteaba: “Anoche clavé tres caps de la serie de Fito. Es muy emocionante. El casting es espectacular. Somos un gran país, no se dejen engañar por los gorilas y los libertarios apocalípticos”. Explícito en un caso e implícito en el otro, lo que ambos están diciendo (y en esto no hay grieta) es que participamos, nomás, de la gran película argentina. Que encima avanza: mi edición está toda destrozada, ya sin tapa, y en mi relectura del libro encuentro cosas que antes no había notado. Por ejemplo, una tontería: Puerto Madryn aparece en la novela.

Como esa película tiene versiones alternativas (Los pichiciegos es justamente eso), hay una en la que Fogwill vive y ocupa en los medios un lugar similar al de Jorge Asís.

En YouTube puede verse una entrevista de Fogwill y Luis Majul que permite imaginar los trazos estructurales de esos diálogos imaginados con, por ejemplo, Alejandro Fantino. Puedo verlos a ambos en el firmamento de las pantallas. Alejandro dice a veces “Quique” y otras “Quiquito”. Entonces Quique o Quiquito ve en Ale el fulgor de lo imaginario y se enciende y dice algo y su inteligencia y su sensibilidad de médium se extienden por el país, un país que todavía es el de los televisores encendidos a la noche.

Y al día siguiente, bien temprano en la mañana, en las escuelas de todo el país se iza la bandera y las maestras guían a los chicos en el recitado patrio: “Cuando empiece el calor y los pingüinos vuelvan a recubrir las playas con sus huevos, cuando se vuelva a ver el pasto y las ovejas vuelvan a engordar, la nieve va a ir derritiéndose y el agua y el barro de la nieve rellenarán todos los recovecos que por entonces queden de la Pichicera. Después las filtraciones y los derrumbes harán el resto: la arcilla va a bajar, el salitre de las napas subterráneas va a trepar y los dos ingleses, los veintitrés pichis y todo lo que abajo estuvieron guardando van a formar una sola cosa, una nueva piedra metida dentro de la piedra vieja del cerro”.

Y después, sí, a las aulas y a levantar el país.