“Después de todo, lo que más cuenta en la vida es la felicidad y el amor. Un amor profundamente sentido vale más que una carrera anodina, que no te deja más que un nombre”. (Maria Callas)
Hacer referencia al mito que rodea a la figura de Maria Callas en estos días en los que se recuerda el centenario de su nacimiento (nació entre el 2 y el 4 de diciembre de 1923), sería redundar sobre un tema remanido. La impronta mitológica en torno a ella data de antes incluso de su propia muerte, ocurrida en París en 1977. A partir de su desaparición -en sí mismo un hecho mítico y aún no descifrado fehacientemente- la leyenda tomó nuevos y renovados bríos y llega intacta hasta nuestros días.
Mejor, entonces, aproximarse a algunas de las dimensiones de su trayectoria que si bien fueron clave en la construcción de aquel mito, sin embargo pueden sumar otras perspectivas a la comprensión de la trayectoria -a la vez única y emblemática de la época que le tocó vivir-, de la cantante lírica más famosa de todos los tiempos.
Una personalidad entre la tragedia (griega) y el drama (italiano)
El nombre de Maria Callas es bien conocido más allá del mundo de la ópera. Sin embargo, son pocos los que saben que nació como Maria Anna Cecilia Sofía Kalogeropulu y en la ciudad de Nueva York. En efecto, tercera hija de un matrimonio inmigrante de origen griego, luego de la separación de sus padres, Callas partió junto a su madre rumbo a Atenas donde viviría y estudiaría canto y también haría sus primeras presentaciones en público. Sin embargo, las desavenencias con su progenitora sumadas a las carencias económicas durante la guerra, harían difícil su infancia y su adolescencia. Además, la madre de Callas no ocultó nunca los favoritismos que tuvo por su hija mayor y despreció a Maria desde el momento mismo en que supo que su tercer hijo no sería el varón que viniera a cubrir la ausencia que la muerte prematura del segundo le produjo. De manera muy frecuente, incluso, humillaba a su hija por su obesidad, un tema que pasaría a ser una constante en su vida por los efectos que las abruptas oscilaciones que experimentó en su peso a lo largo de su vida provocaban en su voz.
Este cúmulo de padecimientos domésticos llevó a que, terminada la guerra, Callas regresara junto a su padre y desde allí comenzara a pugnar por proyectar su carrera a nivel internacional. Si bien Estados Unidos comenzaba a ser una plaza codiciada para los cantantes líricos, los escenarios europeos y particularmente los italianos seguían siendo los indiscutiblemente consagratorios.
Seguramente el clima opresivo vivido en sus primeros años de vida potenció los rasgos personales de Callas y habrían de dar rienda suelta a una fogosidad en la que además parecieron confluir su ascendencia griega y el espíritu itálico del que se vería envuelta por opción profesional. Más allá del estrecho y particular vínculo que habría de cultivar con Pier Paolo Passolini, no hay dudas de que al convocarla para rodar Medea (1961), el cineasta supo ver en Callas a una actriz que a su innato talento, supo sumarle de modo único la predisposición trágica que heredó de sus ancestros griegos y también el dramatismo del teatro lírico, muchos de cuyos roles parecieron haber sido escritos para ella.
Pero también se sabe que en Maria –aun con su timidez y detrás de su severa miopía que siempre la retrajeron- la fogosidad fue una constante tanto en los hechos de su vida pública como en aquellos de la privada que no se cuidó en evitar que salieran a la luz con suma frecuencia. Seguramente habrán sido momento en los que plenamente identificada con aquella escena de Tosca, uno de sus caballitos de batalla, cuando al reaccionar de modo furibundo frente a la venalidad de Scarpia en su intención de poseerla abusando de su poder, este responde: “Quanto fuoco!” (“Cuánto fuego!”).
En todo caso, se trataba de un fuego que el mito contribuiría, sin duda, a mantener a temperatura constante…
La voz de Callas: todo un tema
Más allá de los fanatismos y divismos tan asociados al mundo teatral y en especial al género lírico, la voz de María Callas fue siempre objeto de discordia y de irreconciliables enfrentamientos de la crítica y del público.
Sus fanáticos estuvieron siempre dispuestos -además de a tolerar y hasta justificar los caprichos y arbitrariedades de su ídola-, a hacerlo subrayando que el peculiar timbre de voz que poseía resultaba inescindible de sus dotes interpretativas. Es decir, no estaban dispuestos a separar en el juicio sobre el arte de “la Callas”, su voz y el modo de emitirla al encarnar un determinado rol, sea frente al suicidio de la protagonista en La Gioconda de Ponchielli o el sarcasmo cómico de Rossina en El Barbero de Sevilla. Callas era, para sus ciegos seguidores, mucho más que una gran cantante; era una gran artista. A su favor, la crítica subrayó los mismos aspectos en ocasión de su debut en Turandot: “Con su voz incomparable, tersa, cálida y potente en todos los registros, ha esculpido de forma admirable el difícil personaje oriental, especialmente por su vigor psicológico, su singular fuerza expresiva, y su encantadora y escultural belleza dramática”. En definitiva: más allá de su naturaleza vocal, Callas cantaba así porque lo que hacía no era solo cantar.
Por su parte, sus detractores –muchos de los cuales potenciaron la rivalidad con la otra gran soprano del siglo XX, Renata Tebaldi-, detrás de las críticas a la supuesta endeblez natural de su voz basándose en los altibajos que experimentó a lo largo de su carrera, lo hacían suscribiendo tal vez a un modo más tradicional y, si se quiere, más propiamente musical y menos actoral de concebir la interpretación operística. Entre quienes la aborrecían, se llegó a afirmar respecto de su rol en Norma, una de las óperas más frecuentemente cantadas por Callas, que “…en su voz hay algo de velado y opaco, de desligado e informe, que pone en peligro el resultado final y constituye un obstáculo entre ella y el personaje…”.
La diversidad de lecturas encontradas respecto de Callas sigue hasta el día de hoy. Y seguirán sin duda, ya que en ello reside, también, buena parte de la esencia de un mito pero también de las tantas especificidades de la ópera como género. Lo cierto es que la irrupción de Callas en la historia del melodrama marca un antes y un después en la construcción del juicio sobre su interpretación. Ya no solo se requiere tener una buena y bella voz y, desde luego, cantar bien. Es indispensable ser un artista.
Amar al modo romántico
Sea por lo que se supo de su turbulenta vida privada; sea por lo que experimentaron quienes la vieron y escucharon en escena o por lo que se sigue apreciando en sus cuantiosas grabaciones en vivo o en estudios; sea también por lo que el mito ha contribuido a solidificar, lo cierto es que amor –y en particular amor apasionado- y Callas pasaron a ser, virtualmente sinónimos. Puede resultar hasta paradójico que quien en buena medida revolucionó el modo de comprender, juzgar y disfrutar de la interpretación de la ópera, sea a la vez expresión del romanticismo entendido en su versión más canónica. La promoción de la expresión sin tapujos de las emociones, de la sensibilidad y de los sentimientos, y el modo recíproco en que se espera que esta concepción del arte sea recibida por las audiencias, permitiría postular que “La Callas” –la intérprete pero también el personaje- fue la expresión más emblemática de la supervivencia del romanticismo del siglo XIX en pleno siglo XX. Amor y desamor fueron una constante en la vida privada de Callas. Primero con Giovan Battista Meneghini, su esposo desde 1949, quien aún de modo polémico fue el artífice de llevarla al estrellato y de quien terminaría separándose en medio de un escándalo de proporciones en 1959 producto de su arrebato amoroso con Onassis. Luego, el despecho causado por el multimillonario griego al elegir a la viuda de Kennedy para casarse, nadie duda, le duró hasta su triste y solitario final. Pero también, el modo en el que entabló relaciones amorosas particulares con Luchino Visconti (artífice de la emblemática versión de La Traviata de 1955 que le permitió ingresar a la Scala de Milán, durante tiempo resistente a su figura), con el propio Passolini –a sabiendas de su homosexualidad-, o en los últimos años con Giuseppe Di Stefano, el tenor con quien compartió infinidad de elencos emblemáticos. Todos y cada uno de esos amoríos hicieron cierto aquello de “donde hay fuego, cenizas quedan”.
Pero también el amor fue el combustible esencial de su trayectoria profesional. El modo en el que forjó los primeros pasos de una carrera en la que fue combinando disciplina y determinación de éxito pero, fundamentalmente, en el modo en el que se entregaba, desde su atroz timidez, al público, habrán hecho también su contribución al mito. Antes de aceptar entregarse a Scarpia con tal de salvar la vida de su amante, Floria Tosca –no por nada la protagonista es también una cantante- arrodillada, reclama a Dios por qué la abandona en el momento más doloroso. Cuando se escucha o se ve una grabación del “Vissi d’arte…” (“Viví para el arte, viví para el amor”), una de las más famosas y conmovedoras arias de toda la historia de la ópera, no es posible saber quién es la que canta: si Tosca o Callas…
Expresión y víctima de una época
Las reiteradas irrupciones de hechos de su vida privada –fundamentalmente los sentimentales- haciendo mella en la carrera pública de Callas fueron siendo directamente proporcionales a la marcha de su carrera hacia el estrellato y la consagración. Sin embargo, resulta indispensable inscribir todos y cada uno de los escándalos que la tuvieron como protagonista también en un clima de época. Los años cincuenta –los del frenesí de la recuperación europea y del irrefrenable liderazgo de los Estados Unidos- marcaron unos tiempos en los que los medios de comunicación se alimentaban cada vez más de los affaires en los que pudiera verse envuelta cualquier figura pública, desde los miembros de la monarquía o la clase política, a la de los artistas. El auge del cine, con todo su glamour impulsado desde Hollywood; de los medios de comunicación –en especial, las revistas de vanidades- haciéndose eco pero a la vez alimentándose del mundillo frívolo y desatado de entonces contribuyeron decididamente a reflejar pero también a postular el escándalo como mecanismo de promoción. El cada vez más tortuoso vínculo entre Callas y Meneghini y, luego, el de Callas con Onassis, no pueden ser leído solamente en clave amorosa; lo fueron en gran medida también por el lugar cada día más prominente que el dinero iba volviéndose indispensable en el diseño de toda carrera artística consagratoria, incluso ungiendo la figura de los inescrupulosos managers o representantes como una de las encarnaciones más emblemáticas de ese capitalismo frenético que daba forma al término por esos años ya difundido de “industria cultural”. La carrera de María Callas como un todo, con sus fulgurantes éxitos pero también con sus estrepitosos fracasos; con sus fanáticos y con sus detractores; con sus riquezas y miserias, puede ser entendida como expresión emblemática de una época pero también como víctima de ella. En efecto, su final, sumida en el aislamiento y la melancolía de un desamor del que nunca pudo recuperarse, la encuentra entre la reclusión y los barbitúricos, sin poder saberse hasta hoy la causa verdadera de su desenlace aquella mañana del 16 de setiembre de 1977 en su piso parisino a los cincuenta y cuatro años. Un final sin duda menos espectacular que el de Tosca, quien decide arrojarse desde el parapeto del romano Castel Sant’Angelo, víctima de la traición de Scarpia por ella misma asesinado y delante del cadáver de su amante Cavaradossi, minutos antes fusilado. Pero seguramente compartiendo la misma invocación con la que se cierra el drama de Puccini: “Ante Dios!” (“Avanti a Dio!”).
María Karogelopulu, Maria Callas, Maria Meneghini Callas, “La Callas” o Maria fueron todas variaciones sucesivas en el modo de dar nombre a la protagonista de una trayectoria personal y artística fascinante y que fue, extrañamente, a la vez única y emblemática.
Sin embargo, “La Divina” fue, acaso, la denominación más ajustada. ¿Sera porque fue la que le puso el sello definitivo al mito?
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