Hola, ahí.
Hay temas que vuelven todo el tiempo, son obsesiones, flechas gordas de memoria que nos obligamos a empujar adentro del armario para evitar que se impongan sobre otras ideas. Cuando parece que lo dijimos todo, que ya no queda nada por recordar o analizar, chan, ahí están de nuevo.
¿Qué pasaría si escribiéramos solamente sobre nuestros padres? ¿Será que a lo mejor es eso lo que hacemos aunque parezca que estamos hablando de otra cosa?
En una entrevista reciente, Gloria Peirano me recordaba una frase letal de María Moreno, esa que dice “¿Cuándo vence hablar del padre o de la madre?”. Los que tenemos cierta edad lo sabemos: nunca.
Rojo fuego
A mi mamá le gustaba el rojo, al menos para la ropa que usábamos sus hijas. Insistía con ese color y le daba fuerza con un argumento que parecía inobjetable: “El rojo te aviva”. De grandes y ya huérfanas, un día, mientras mirábamos unas fotos y recordábamos esta frase algo ridícula de nuestra madre, mi hermana se quedó pensando unos segundos y me preguntó: “¿Acaso pensaba que éramos idiotas?”
No hay mucho rojo en mi placard pero cada vez que un espejo me refleja vestida con ese color, veo a mi mamá. Me recuerdo a los 18, con un solero abotonado rojo fuego, una de las primeras prendas que compré con mi salario. Mami, feliz.
Años después, me regaló un sweater finito rojo sangre que usé hasta el hartazgo, sobre todo cuando la visitaba o si ella venía a casa. Ya en el final de su vida, llegó a verme vestida de rojo en la televisión, durante ese tiempo interminable en el que se pasaba horas con el control remoto en la mano, desde la cama blanca de la habitación blanca del hospital blanco.
“Te quedaba hermoso, el rojo te levanta”, me dijo esa vez con una ligera variación y a la manera de elogio. ¿Acaso me veía por el piso? ¿Caída? ¿Arrastrada?
El rojo aviva, el rojo levanta. El rojo hace que te vean. Tal vez era eso. Ella no usaba rojo.
El patito feo
Barbra Streisand (Brooklyn, 1942) es una leyenda del espectáculo en Estados Unidos luego de décadas de reinar en los rankings de ventas de discos y también como actriz, productora y directora de cine y teatro. Hace algunas semanas se publicó su anunciadísimo libro de memorias, en el que trabajó durante diez años y del que fue dando adelantos en diferentes entrevistas.
Es un libro de casi mil páginas y se llama My name is Barbra. En él, Streisand ordena o reordena recuerdos de su vida personal y profesional, como ocurre con toda autobiografía, y si bien está llena de datos sobre gran parte de la historia cultural de su país —y también la historia política, Streisand es una conocida militante del Partido Demócrata— uno de los personajes centrales es Diana, su madre, no solo por lo que significó como marca de su infancia sino por el espacio que ocupó durante su larga vida: murió en 2002, a los 93 años.
Fría, distante y muerta de celos por el éxito y la popularidad de su hija, la relación entre ambas fue intensa y tóxica. Desde muy chiquita Barbra escuchaba cómo su madre le decía que era fea y dudaba de su potencial artístico. Diana Rosen (ese era su apellido de soltera, hija de un sastre judío y cantor en el templo y una ama de casa) tenía una hermosa voz de soprano y su talento musical resultó apenas un tesoro familiar ya que en lugar de proponerse una vida artística se dedicó a la familia y a llevar su sueldo mensual como secretaria.
Ver a su hija convertirse en la gran voz de los Estados Unidos no le dio orgullo, la envenenó. Llegar a ser una estrella era lo único que le importaba lograr en la vida a la nena pobre de Brooklyn que, en cuanto pudo, se quitó una “a” de su nombre original (era Barbara) aunque no tocó nada del apellido porque “¿cómo iban a darse cuenta mis viejos amigos que yo era yo una vez que consiguiera triunfar?”
Streisand tenía 15 meses cuando sorpresivamente murió su padre, Emanuel. Su madre tenía 34 años cuando quedó viuda y con dos chicos, Barbra y Sheldon, su hermano mayor. Durante mucho tiempo la madre no les dijo a los chicos que el padre había muerto por mala praxis sino que la causa de su muerte había sido el agotamiento por exceso de trabajo.
El hombre era docente y había tenido una convulsión luego de una fuerte migraña en la escuela donde trabajaba. A la mañana siguiente una ambulancia lo llevó al hospital, donde le dieron morfina, una negligencia médica que le causó la muerte. En su libro, Streisand cuenta que su madre le dijo que “durante meses después de la muerte de mi padre, todavía me subía al alféizar de la ventana a esperar que volviera a casa. En cierto modo, todavía estoy esperando”.
“No conocí a mi padre”, escribe en sus memorias. “No hay fotos de él abrazándome cuando era bebé. Eso fue muy decepcionante. Siempre me pregunté: ¿cómo puede ser eso? ¿Por qué mi madre nunca nos tomó una foto a los dos? Y cuando fui mayor y le pregunté por qué nunca me había hablado de mi padre, me dijo: ‘No quería que lo extrañaras’. Nunca entendí la lógica de mi madre”.
En su libro, la cantante y actriz la describe como fría e incapaz de acompañarla, aunque reconoce que fue también esa falta de apoyo lo que la motivó a destacarse. Cuenta que una vez le preguntó por qué nunca la abrazaba o le decía que la amaba. Y que Diana le respondió que sus padres nunca la habían abrazado pero ella igual sabía que la querían. “El tema es que yo no tenía tan claro que ella me quisiera”, dijo Streisand en una entrevista.
Todo empeoró cuando su madre volvió a casarse. Su nuevo marido, Louis Kind, era un vendedor de autor grosero que pese a su amable apellido era “alérgico a los niños”, según Streisand, y tenía un gran talento para el bullying. Durante el tiempo en que estuvieron casados —llegaron a tener una hija, Roslyn— la crueldad de la madre de Barbra se acentuó
La aspereza de Diana —nacida en Rusia, llegada a Estados Unidos de bebita con su familia y huyendo de los pogroms— fue dejando marcas indelebles como el momento en que Barbra se acercó para decirle “‘Mamá, quiero ser actriz”. La respuesta fue, “Bueno, pero no sos lo suficientemente bonita. Lo mejor va a ser que te cortes las uñas para poder escribir a máquina y busques un buen trabajo como secretaria”, le dijo. O cuando la vio actuar por primera y su comentario fue: “Tus brazos son demasiado delgados”...
“Creo que a veces hay padres que realmente no se quieren a sí mismos. Tampoco les agradan sus descendientes. Mi madre tenía buenas intenciones. Ella me amaba lo mejor que podía. Tenía sus propios sueños y quería ser cantante”, dijo en otra nota. Entonces le preguntaron si consideraba que su madre tenía celos de ella. “Sí”, respondió. “Y fue sorprendente para mí darme cuenta de eso. Ella nunca me elogió de frente, pero tengo la sensación de que sí hablaba bien de mí ante otras personas.”
Mis muñequitas
Mi mamá lo decía como si fuera algo maravilloso. “Cuando las tuve a ustedes, vestirlas para mí era como jugar a las muñecas pero con nenas de verdad”. Mientras era chica, me parecía tierno el comentario. Cuando fui madre, advertí en él una oscuridad monstruosa.
Entiendo que mi madre no era consciente de la gravedad de ese pensamiento; que le parecía amoroso comparar un muñeco con un hijo y que el hecho de haber sido madre a los veinte, aunque por entonces fuera usual, en ella no había funcionado como un paso a la madurez. De hecho, a veces pienso tuve una mamá que fue una criatura hasta su último aliento.
Nadie ama al monstruo
Luciana De Luca es autora de libros para chicos y para adultos y es una escritora exquisita. El amor es un monstruo de Dios (Tusquets) es su segunda novela. La historia arranca con una huelga de empleados municipales —entre ellos, los sepultureros— y una invasión de moscas. El pueblo entero está tomado por la fetidez y por las moscas, que van de los muertos a los vivos y de los vivos, a los muertos.
La narradora es hija de una mujer rica, poderosa y arbitraria y de un hombre débil, que se arrepintió del matrimonio en el acto pero no pudo frenar su destino de sometimiento. De esa unión nacieron dos hijos, dos adefesios para esa madre perfeccionista e incapaz de dejar nada librado al azar. De médico en médico durante los primeros años en busca de cura para la imperfección de los hijos, la realidad se fue imponiendo hasta que lo único que le quedó a esa madre desalmada fue poner distancia.
“Mi madre nos miraba con ojos de barro, la oscuridad le convertía la cara, soltaba el odio que se le iba armando adentro igual que se arman las tormentas que traen agua y destrucción y la basura de otra gente. Nos pinchaba con los ojos hilvanados y decía cosas en voz baja, a propósito, para que yo no me desesperara y le pidiera: qué dice, mamá, qué, no la escucho, porque la fallada era yo, era mi culpa si no la oía.
Ella toda, entera, era una máquina que me tragaba y me hacía salir por la otra punta, en pedacitos, picada, molida: pelo, uñas, carne; y después me tomaba un tiempo infinito juntarme, pegando parte con parte.”
“Le salimos fallidos”, dice la protagonista, que es enorme y monstruosa (“gigante, mal hecha”) y que tiene un hermano que no habla ni se comunica con nadie salvo con los chanchos.
“Por ser tan grande iba mirando siempre para abajo (...). No me tiraban cascotes. No me cerraban los postigos. No me ofendían abiertamente. No me decían nada. Les alcanzaba con mirarme: se paraban en fila, o asomados a las esquinas, a las ventanas, clavados en los zaguanes, con los ojos abriéndose y cerrándose como bocas de sapos. Los mocosos me veían y se les llenaba la lengua con la espuma agria de la risa. (...)Fea y resuelta, fea y rica, doblemente fea. No hay nada peor que una mujer horrenda, y encima heredera, con toda esa plata y los campos y las propiedades. Quién se me va a declarar, quién me va a hacer un hijo.
Un desperdicio, dicen. Tanto para tan poco.
Y tanto era la riqueza y tan poco vendría a ser yo.”
La voz narrativa es potente, la mujer monstruosa quiere terminar con su linaje infeliz. Hay elegancia en las formas de narrar, con una prosa poética que provoca emociones y no descarrila ni se sobreactúa.
No voy a adelantarte mucho más, pero sí puedo contarte que la llegada de dos mormones al pueblo dará vuelta muchas situaciones sociales y personales. Se trata de personajes que desentonan, que pueden ser tomados por salvadores pero que también encarnan la extranjería a la hora del mal, con su color de piel blanquísima, su ropa oscura y sus biblias pequeñas en la mano, golpeando puerta a puerta.
Hay ciertas reminiscencias de El viento que arrasa, de Selva Almada, pero, sobre todo, la giganta de De Luca recuerda ligeramente a Joy, la hija lisiada y confiada de “La buena gente del campo”, ese fabuloso cuento de Flannery O’Connor. Ambas son chicas sin amor, fuera del canon y necesitadas de abrazos y palabras que las devuelvan a su humanidad y a su belleza perdida o soñada.
La narradora de El amor es un monstruo de Dios se desespera por huir de su destino infeliz, por fugarse de ese nudo irreductible que la ahoga, pero no es sencillo. Su madre tensa los hilos de su poder y domina las voluntades, de modo que “los mandó a escoltarme a la casa grande, bloqueándome la huida como si fuera posible escaparme de mi madre, como si todo el mundo y los recuerdos y lo que pasó y lo que iba a pasar y lo desconocido no fueran nuestro territorio, como si no estuviéramos para siempre en este bosque negro de ser la hija y madre, madre e hija”.
Te recomiendo mucho esta novela de Luciana, igual que la anterior, Otras cosas por qué llorar, en la que una mujer de pueblo está perdiendo la memoria y mientras en su casa hay albañiles rompiendo su patio de hermosas y queridas baldosas rojas para cambiarlas por frías lajas negras, ella está furiosa y en medio de su furia, recuerda...
Nena de mamá
Para mi mamá yo era linda, lo sé. Es más, no sé si alguna vez me sentí más linda que ante ella, quiero decir, no sé si alguien en mi vida me hizo sentir más linda que ella. No es algo que vaya conmigo naturalmente por la vida lo de sentirme linda y no estoy diciendo con esto que soy fea, que tuve complejos o que nunca me vi bien. Digo que creo que si me siento discretamente segura conmigo tiene que ver con ella y su mirada de confirmación, y digo también que, pese a todo lo que tengo para cuestionarle, nunca advertí que estuviera en competencia de ningún tipo conmigo.
Se me ocurre que muchas mujeres crecen en ambientes amargos, pero no todas lastiman a las hijas con esa piedra que les endurece el corazón. Mi mamá no tuvo una madre amorosa y eso la limitó a ella, me parece, que no aprendió a abrazar o, al menos, que solo nos abrazaba de bebitas y ya de grandes el amor venía en palabras nomás.
Su madre, mi abuela, la hacía sentir mal con su cuerpo, con su aspecto, con sus debilidades. Buscaba humillarla y ella no sabía o no quería responder a ese maltrato, seguramente sentía que lo merecía, vaya a saber por qué. No es algo de lo que hablara, no me lo contó, lo vi con mis propios ojos.
Pese a eso, no siento que mi mamá haya buscado revancha conmigo. Si pienso en su mirada verde, ahí había amor, al menos todo el amor que estaba capacitada para entregar. Tuvimos temporadas durísimas, de enfrentamientos y de agresiones, pero la verdad es que siempre era yo la que la descalificaba o agredía. Me tuvo muy joven (a los 20 años) y siendo yo muy chica, por cuestiones que no vienen al caso, me vi obligada a actuar como si la madre en ese dúo fuera yo y eso me partía la cabeza de la impotencia. Yo era la proveedora y la que monitoreaba sus descontroles y buscaba, infructuosamente, ponerle límites.
Yo era también la que quería verla hermosa a ella, un deseo que no se cumplió y que solo encuentra cierta reparación cuando la vemos en las fotos de su juventud que aún conservamos, cuando ni siquiera existíamos y ella era una piba hermosa que imaginaba un futuro pleno y una vida sin dolor.
Hoy sé que mi mamá hizo lo que pudo y que yo también hice lo que pude. Creo que fui una buena hija pero no me daba el alma para ser una buena madre, me enfurecía esa situación inesperada. No me correspondía ese lugar: yo necesitaba que ella me cuidara a mí.
Elena no sabe
Para muchos lectores Elena sabe es la mejor novela de Claudia Piñeiro, la favorita de muchos en español pero también en otras lenguas. En esa novela, Elena, sexagenaria y con Parkinson, intenta averiguar quién mató a su única hija Rita, una maestra que apareció colgada en el campanario de la iglesia del barrio, una tarde de tormenta.
Aunque la causa es caratulada como suicidio, Elena está convencida de que a Rita la mataron y, con todas las dificultades que entraña la enfermedad que va limitando su cerebro, sus movimientos y su desplazamiento, inicia una investigación que le exige más de lo que puede su cuerpo pero, sobre todo, mucho más de lo que está dispuesta a admitir acerca de su vida y de su propia relación con su hija.
La película dirigida por Anahí Berneri y protagonizada por Mercedes Morán y Erica Rivas que acaba de estrenarse toma la novela de Piñeiro y aunque los principales temas de la novela siguen siendo los mismos la —maternidad, el aborto, el cuidado— hace foco en la relación entre madre e hija y en la desesperación que puede dominar a quien termina haciéndose cargo de la vida del otro.
Las actuaciones son soberbias y el clima denso y desesperado de esa relación a lo largo del tiempo —con una madre hosca, distante y que es pura violencia en sus palabras y una hija imposibilitada de tomar distancia—, pero también en la soledad impotente de Elena cuando debe hacerse cargo de sí misma, son la representación misma del agobio.
La locura nerviosa de Rita y las limitaciones físicas de Elena y su crueldad amarga, que apenas consigue adormecerse en un par de escenas hacen de estos personajes dos modelos inolvidables.
La novela de Claudia es buenísima, ideal para empezar a leer su obra y la película —que puede verse en Netflix— consigue recrear el espíritu de la vieja terca, enferma y desesperada que no se rinde en su búsqueda ciega de justicia.
“Víbora de mis entrañas”
Lo que sigue lo escribí hace algunos años, cuando llegó a la Argentina la versión en castellano de Apegos feroces, el imprescindible libro sobre la relación entre madre e hija que escribió la norteamericana Vivian Gornick. Pocas veces leí algo tan desgarrador sobre este vínculo.
“La vida es insoportable sin un hombre al lado” es la frase de cabecera de la madre de la autora de este libro, escrito en la década del 80 pero recién ahora traducido al español. Viuda muy joven y cuando sus hijos todavía eran pequeños, la madre de Gornick no concibe la vida sin su hombre a su lado. “Incapaz de obtener lo que esperaba de la vida, lo que pensaba que le hacía falta, lo que sentía que le era debido, mi madre desapareció bajo un manto de infelicidad. Bajo este manto se sentía frágil, inválida y digna de lástima”, describe la autora, una reconocida periodista y protagonista de la llamada segunda ola feminista en Estados Unidos, el país donde nació en 1935 y donde vive en la actualidad.
“No es difícil sentir que nos hemos pasado la vida entera ella tumbada en ese sofá y yo sentada en ese sillón(…) solo dos mujeres que escrutan la oscuridad de toda esa vida perdida”, describe la autora cerca del final de estas memorias, cuando ambas ya son personas mayores y ella se siente la “depositaria” de la vida y la memoria de su madre judía, intensa, agobiante. E imprescindible. “Mi dolor es tan grande que no me atrevo a sentirlo”, es otra frase desoladora e hiriente de esa madre desmesurada.
Antes de eso, el lector conoce lo que fue la vida de la autora, quien pasa su infancia y adolescencia huérfana de padre en un departamento neoyorquino, tironeada por esta idealización del amor único e ideal postulada por su madre, una persona que celebra la inteligencia y la virtud y, frente a ello, la postura contraria de Nettie, una joven vecina abandonada por su marido con un bebé, una mujer que es pura pasión y arrebato y que, en el afán por encontrar la felicidad, vive de fracaso en fracaso. El amor perfecto, eterno e idealizado vs los diferentes amores fugaces entre las sábanas; la amargura infinita de una mujer vs la frustración paralizante de la otra. En medio de ellas, Vivian, intentando a los tropezones su propio camino.
Apegos feroces es el modo perfecto de definir ciertas relaciones tempestuosas entre madre e hija como la de este relato autobiográfico, en el cual los años transcurren entre conversaciones familiares minimalistas disfrutadas en paseos por Manhattan o en discusiones atroces y apocalípticas en el medio del living, como una escena en la que la hija tiene 17 y la madre 50. La madre la llama “víbora de mis entrañas”.
Gornick lo cuenta así: “Yo aún no había madurado como discutidora digna de tener en cuenta, pero me hacía respetar como contendiente y ella, naturalmente, le daba mil vueltas a cualquiera. (…) Nuestras broncas hacían saltar la pintura de las paredes, resquebrajarse el linóleo del suelo y temblar los cristales de las ventanas. Llegábamos casi a las manos y más de una vez nos acercamos a la catástrofe”.
El libro de Gornick es impactante y de algún modo provoca asombro porque, aunque fue escrito hace tantas décadas, los rieles por los que transcurre se continúan hasta hoy (¿qué es ser una mujer respetable? ¿cómo debe comportarse una mujer decente? ¿hasta dónde es conveniente que llegue la inteligencia de una mujer? ¿qué significa ser una buena madre?) y porque aunque determinados vínculos son intransferibles, a veces los vemos reflejados en la literatura casi como si nos sentáramos a reflexionar sobre nuestras propias vidas.
Y es que algunas conocemos bien de qué se trata porque al igual que Vivian Gornick tuvimos madres judías intensas y agobiantes. E imprescindibles.
A lo mejor este envío te resultó algo intenso; a lo mejor te ayudó a pensar. Espero al menos que te haya resultado interesante.
Mientras lo escribía y mientras lo editaba pensaba en la cantidad de grandes historias de madres e hijas que hay por ahí, como También esto pasará, de Milena Busquets o Sonata otoñal, de Bergman, entre tantas otras.
Te dejo mi mail por si te dan ganas de escribirme: es hpomeraniec@infobae.com. Te deseo una buena semana, con buen clima, sol amistoso y con calles embebidas del aroma de los tilos que ya inunda mi terraza.
Hasta la próxima.
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