Napoleón Bonaparte, general político decimonónico por excelencia, fue uno de los primeros fenómenos contemporáneos netamente europeos y su influjo incluso cruzó el Atlántico.
Por su parte, España también se imbuyó de ese culto a los grandes hombres que se extendió globalmente durante el siglo XIX. Esta tendencia estaba inserta en la celebración del hombre virtuoso, cuya base estaba en la amplificación de los sistemas de reclutamiento de la Revolución Francesa, que dejaron de contar con el componente noble como requisito imprescindible para los ascensos y se abrieron al conjunto de la recién establecida ciudadanía.
Ésta ya no luchaba por el rey, sino que lo hacía por la patrie, con dos consecuencias principales. En primer lugar, se produjo un sobredimensionamiento nunca visto de la guerra y sus batallas (en Eylau en 1807 pelearon unas 130 000 personas). En segundo lugar, surgió el individuo militar y político moderno: sobre la base de las ideas de honor y de gloria “cualquiera” podía alzarse como una figura de referencia, como un auténtico héroe.
Las victorias y la propaganda en torno a ellas crearon un vínculo emocional entre Napoleón y el pueblo francés: la relación carismática dependía de una admiración completa hacia su figura con la gloria como referencia, tal y como muestra el cuadro de Jacques-Louis David con Bonaparte cruzando los Alpes sobre un caballo encabritado, como si fuera un centauro.
Sus campañas y triunfos bélicos permitieron su elevación y mantenimiento como personaje político de referencia, nacional en un primer momento e internacional después. Esta tendencia se mantuvo incluso durante su complicada estancia en Egipto, donde sufrió varias derrotas.
De allí regresó, en lo que algunos ven una deserción, para protagonizar el golpe de Estado del 18 de Brumario (9 de noviembre de 1799) y convertirse en Cónsul junto a Sieyès y Ducos tras presionar a los Consejos de Ancianos y de los Quinientos en Saint-Cloud, cerca de la capital francesa. Su coronación imperial en 1804 y su matrimonio con María Luisa, hija de Francisco I de Austria, son hitos que jalonan ese camino monarquizante.
La leyenda
Tras su derrota de Waterloo en junio de 1815, que marcó el final definitivo del imperio, Napoleón no desapareció del recuerdo. De hecho, durante su exilio forzado en la isla de Santa Elena, en mitad del Atlántico, fueron recurrentes los rumores sobre un posible retorno o incluso misiones de rescate.
No podía negarse que había consolidado la mayoría de los logros revolucionarios y una marcha atrás era impensable. Cuando falleció en 1821, su figura se elevó a la categoría de mito. Su sombra permaneció viva durante décadas y generó una confianza mesiánica en las acciones realizadas por determinados hombres procedentes del ejército considerados extraordinarios, además de deseos de imitación, como se verá a continuación.
Esa consideración partía de la mencionada noción de carisma, soportada por la atribución de virtudes políticas, supuestas teniendo en cuenta las gestas militares. Gracias al recuerdo recuperado por los veteranos de la Grande Armée, el gran ejército napoleónico, y episodios como el retorno de las cenizas en 1840, cuando sus restos regresaron a París ante miles de personas, fue prendiéndose una “mecha lenta” que desembocó en la leyenda posterior, materializada en medallas, bustos o barajas donde aparecían su efigie o simbología imperial.
Esta leyenda, al remitirse siempre a los años de gloria, acababa pintando de gris el presente. Pervivió el modelo político napoleónico, consistente en tres elementos:
-Patria amenazada por potencias extranjeras.
-Libertades/reformas políticas en riesgo, interior o exteriormente.
-La presencia de un soldado providencial y “del pueblo”, lo que facilitaba la identificación colectiva hacia él.
Un carisma contagioso
En España, la dinámica política se desarrolló durante décadas manteniendo como referencias a personajes como Espartero, O’Donnell, Prim o Serrano, entre otros. Conspiradores y gobernantes, tan pronto estaban ocupando el poder como elucubrando planes para tomarlo. Este fenómeno se producía sobre una base especialmente carismática y no tanto por cuestiones ideológicas.
En el caso ibérico, llama la atención el poco tiempo transcurrido desde la guerra de 1808-1814, cuando el intento de Napoleón de invadir España produjo un odio visceral hacia él (a excepción de los afrancesados), hasta el momento en el que el antiguo Emperador se convirtió en una figura política respetable y en ocasiones ambicionada por algunos sectores de la sociedad española a partir de la década de 1820.
Su muerte constituyó el punto de inflexión hacia el personaje. La nueva visión española hacia Napoleón lo representaba como el modelo más completo de militar que, apoyado en sus tropas para alcanzar el poder, defendió las libertades amenazadas y la dignidad de su país, de ahí los deseos de emulación y de ser un nuevo grand homme nacional.
A través del espacio y el tiempo
Así, Napoleón devino en el primer centauro carismático. El modelo político de tres elementos mencionado constituyó un patrón político e histórico que se repitió, con mayor o menor éxito, durante el siglo XIX en diversos rincones del mundo.
Además de los españoles mencionados, héroes polvorientos, fuertes, viriles, siempre sobre un corcel rampante, surgieron en nombre de la defensa de sus ideales, deviniendo en actores políticos de primera categoría. Guglielmo Pepe (Italia), Simón Bolívar (Gran Colombia), Agustín de Iturbide (México) o el duque de Saldanha (Portugal) se alzaron como trasuntos napoleónicos, como personajes a caballo entre lo militar y lo político. ¿Quién no aspiraba a ser como el general corso?
Tras los artistas y escritores decimonónicos, el cine recalcó el interés de la figura de Napoleón como personaje. Con filmes propios desde 1897, es la segunda personalidad más representada, tras Jesucristo. Existen más películas sobre el emperador que sobre Juana de Arco, Lenin y Lincoln juntos. Todos sabemos lo que implica una comparación con Napoleón. Todos sabemos quién es. Sin embargo, sigue costando definirlo, a pesar de los 80 000 títulos publicados sobre él y los cerca de 600 000 consagrados al período que protagonizó.
Soldado, general, líder, tirano. Napoleón importa y sigue influyendo: su convicción en la racionalidad, la ciencia administrativa o los principios utilitaristas le han sobrevivido. Su auténtico legado es político, no militar, y continúa proyectándose en las sociedades contemporáneas. Como dicen que dijo, fue un meteoro que iluminó su tiempo, sombras aparte.
Fuente: The Conversation