Acabo de trasplantar una suculenta, estaba en una maceta que ya le quedaba chiquita. Con una paciencia poco esperable en este ansioso, después de dar muchos golpecitos en el borde, tiré despacio del tallo y logré que saliera el pan entero. Cuando vi que las raíces estaban a salvo la puse en una maceta que tenía preparada, una más grande, amarilla, linda como para ella. Le agregué tierra buena, negra, y le di la bienvenida a su nueva casa. En el medio tuve miedo. No es que sea malo con la jardinería, me jacto de haber trasplantado árboles enteros en el medio del campo, pero esta vez tuve miedo. Temí lastimar mi suculenta.
La suculenta tiene una historia y yo vengo a contárselas. Me digo que lo hago por el mero hecho de mover los dedos, de entrenar la mente del escritor que casi no escribe, pero sé que estoy mintiendo, sé que necesito sacar esto de adentro, porque yo también me estoy trasplantando.
Encontré la suculenta hace un poco más de un año, en uno de los tantos departamentos de mi vida de inquilino eterno. Balcón francés sobre una avenida, espacio apenas para dos macetones vacíos, que tenían como triste función esconder el tubo del aire acondicionado. Nada más había, excepto la suculenta. Chiquita, dos o tres hojas y un tallo que de tan flacucho apenas las soportaba. Era poco, pero era todo el atisbo de vida que había en ese piso once amueblado y desangelado, con ese olor tan impersonal, que siempre tienen los departamentos de paso.
De a poco, mi hija Lola con sus ropas, su desorden y alegría, ayudó a que ese espacio yermo se pareciera un poco más a una casa. Mi novia, la Jo, pura sonrisa y voluntad, se hizo cargo de conseguir cuadros, sábanas, toallas, velas. Supongo que ambas percibieron que no soy el mejor para convertir lo frío en cálido, entonces salieron al rescate y lo consiguieron. Dos Géminis caóticas pero confabuladas le ganaron a un Capricornio solitario y testarudo. Bien por ellas.
Pero, mientras tanto, cada vez que llegaba al departamento, lo primero que hacía era mirar la suculenta. No planté nada en los macetones, sabía que mi estadía en ese lugar no iba a ser muy larga. Quizás por eso deposité mi energía en ella, que estaba sola, que la habían dejado ahí a su suerte y que ahora dependía de mí. Me acostumbré a regarla (unas pocas gotas le bastaban para ser feliz), a ponerla al sol, a cuidarla de los malos vientos. Ustedes dirán que son muchos melindres para una planta que tiene fama de vivir en cualquier lado. Puede ser, pero para mí ella era una rosa frágil a la que había que darle tiempo para que desarrollara sus espinas y pudiera defenderse del mundo.
Una mañana la encontré con el tallo partido, la imagen era bastante ridícula. De la tierra sobresalía un palito verde que era lo único que había quedado enterrado y el resto, sus hojas rellenas, estaban en el piso del balcón, listas para secarse. Vi la escena y supe que no podía dejar que eso pasara. Las levanté, hice un pequeño hueco en la tierra al lado del tallo, y puse las hojas ahí dentro. No tenía idea si mi truco de resurreccionista iba a funcionar, pero al menos estaba haciendo el intento.
Pasaron los días, las semanas. Me asomaba al balcón a cada rato, necesitaba ver que lo verde seguía verde, que lo había conseguido. Y así fue. Llegó el verano y lo había logrado, las hojas se habían prendido, el tallo daba nuevos brotes. La entraba para echarle las gotitas de agua que le bastaban para sobrevivir y me sentía orgulloso. No debe ser muy difícil resucitar una suculenta, pero fue mi epopeya.
Hace poco tuve que dejar ese departamento de paso. Fui muy honesto con el inventario, aunque había mil cosas que no estaban anotadas y algunas me las podría haber quedado sin que nadie se diera cuenta, por supuesto que no lo hice, dejé todo tal como lo recibí. Pero cuando ya había echado llave a la puerta del lado de afuera, la recordé. Ella no era de nadie más que mía, era mi rosa débil a la que le había hecho crecer unas hojas-garras grandotas que no asustan a nadie, que de verlas nomás uno se pone contento y lleno de vida. Entonces giré de nuevo la llave, abrí la puerta, caminé decidido hacia el balcón sobre la avenida y me la llevé conmigo.
Hace poco me devolvieron el depósito, con un mensaje de whatsapp en el que decían que habían encontrado todo impecable. Ni una mención a la suculenta, invisible para los propietarios, salvada por el amor del inquilino. Ahora vive en un bello balcón, al fin es dueña de una maceta más grande, la visitan pájaros distintos que ya se harán amigos, la acarician nuevos vientos, los del Paraná.
Necesitaba contar esta historia, que no es una gran historia, que está sin corregir. Mario Levrero alguna vez escribió: “No me fastidien con el estilo ni con la estructura: esto no es una novela, carajo. Me estoy jugando la vida”. Pienso parecido. No nos fastidien, carajo… Déjennos en paz, con nuestros errores, demonios y alegrías, con nuestras vidas tantas veces raquíticas, muy de vez en cuando suculentas. A los golpes nos trasplantamos, como podemos nos acomodamos en las macetas que nos tocan. Ya vendrá el tiempo de la tierra linda, negra. El tiempo para renacer y seguir jugándonos la vida.
Les quiero mucho.