Margarita Fernández es una de las artistas más prodigiosas de la Argentina. Aprendió a leer música antes que a conocer el alfabeto, y su vida se desarrolló entre las notas que sus dedos hacían emerger al piano –y deslumbraban a un público–. Un público no tan masivo, quizás, porque Margarita Fernández, que tiene 97 años, fue siempre cultora de la vanguardia. De ir más allá del campo de la música “actual”, del rupturismo y de un horizonte que hacía presente las providencias del futuro. Así es conocida en todo el mundo. Tal vez sea menos conocido su talento para las ideas escritas, para el ensayo. Y un amor profundo por el cine. Que desarrolla en su libro Dos Garbos: Cine y demonio, publicado por Luz Fernández Editora.
Se trata de un recorrido que comienza con el aura refulgente hasta hoy de la mítica Greta Garbo, explora las similitudes de cine y música, se pregunta por qué la cámara puede ser seducida de un modo indómito por ciertas figuras, pone de manifiesto las diferencias con el teatro. Y recupera unos cuentos de Horacio Quiroga sobre el cine. Literatura y films, vida y acción más allá de la muerte, la figura fantasmal y descomunal de Greta Garbo. Infobae Cultura conversó con la gran Margarita Fernández, que comenzó a ver películas, como cuenta a continuación, con su cinéfila abuela, en una sala de San Telmo, allá en los primeros años de la década del treinta del siglo pasado.
— ¿Recuerda cuándo fue la primera vez que vio una película de Greta Garbo?
—Mirá, yo tenía cinco años, yo nací en el Barrio Sur, en Piedras y Chile, era una casa muy grande con patio. Sobre la calle Piedras había un cine. Mi abuela, que vivía con nosotros, la mamá de mamá, era muy cinéfila. Había un movimiento en el que las abuelas eran más cinéfilas que los propios padres. Ella iba al cine dos veces por semana y ella iba a la matiné, a las tres y media de la tarde. Yo tengo el recuerdo de cómo sonaba el timbre de apertura de la sesión y cómo se oía desde el patio de casa. Entonces, cuando mi abuela oía el timbre, me tomaba de la mano y me llevaba al cine con ella. Ahí estaba el boletero que nos saludaba, el acomodador me acariciaba un poquito, era como si estuvieran esperándonos. Corrían las cortinas, que ya formaba parte del ritual, entrábamos y empezaba a oscurecerse la sala. Yo no debía tener seis años cuando vi Reina Cristina.
Me acuerdo vagamente de una secuencia en la que veía a Garbo en medio de una penumbra, ella de espaldas iba con una luz antorcha, caminaba a lo que parecía un gran sillón. A mí me daba la impresión de que ella estaba caminando sobre el agua, porque como era oscuro, imaginaba que caminaba sobre el agua. Ya de grande, al ver las retrospectivas de Garbo, me di cuenta de que lo que yo estaba viendo era la escena en la que ella reflexiona sobre su abdicación, está en la sala del trono y se dirige al trono. No hay agua, nada, pero a mí me quedó esa impresión de Garbo caminando sobre el agua. Y ella sigue caminando sobre el agua.
—Me permito inferir que de tantas películas que fue a ver con su abuela, no deben haber sido tantas las que atesora en la memoria, que le produjeron ese impacto.
—No, claro. No como esa. Ahí me di cuenta de que era mi primer contacto con Garbo. Cuando con Edgardo Cozarinzky filmamos Medium, en 2020, que se presentó en la Berlinale, filmamos en ese cine del Barrio Sur que ya no es cine sino una galería de boutiques en la que dejaron el letrero del cine. Me gustaba ir al cine, era más que una aventura, me exaltaba. Me intrigaba porque no llegaba a entender qué artilugio había detrás. Yo pensaba que detrás del vidrio estaban los personajes, que entonces los obligaba estar en un eterno presente.
—Bueno, al leer su libro se nota que esa obsesión se prolongó.
—Se prolongó en el tiempo. Pero justamente ya siendo muy grande y estudiando a Robert Bresson, hallé una frase que dice que el cine está siempre en presente. Primero de chica un poco intuía eso a través de mi fantasía de creer que era un vidrio. Bueno, mi padre me explicaba, me decías: “Son como fotografías juntas que pasan muy rápido”, pero yo me quedaba con el vidrio.
—Usted señala que Horacio Quiroga plantea unas ideas similares en sus cuentos sobre el cine.
—A Quiroga también lo conmovía la idea de los muertos que siguen viviendo en la pantalla.
—Antes de ingresar a Quiroga le quiero preguntar, en esa época, los primeros años de la década del treinta, ¿iba a los cines del centro además del cine de su barrio?
—No, en aquella época no, sólo iba al cine del barrio. Luego, más grande, sí. Sí, claro, yo asistí a las grandes inauguraciones del Ópera, del Gran Rex, después de los cines de Lavalle y después era muy asidua concurrente de los llamados cine arte. El Lorraine, el Cine Arte, que estaba donde ahora está el Centro Cultural de la Cooperación, frente al San Martín.
—En esos cines vio las retrospectivas con las que volvió a Greta Garbo.
—Claro. Pero mirá. Cuando estaba avanzado el libro quería ver las películas de Garbo en buenas copias y quería ver una película que yo nunca había visto. Una antológica película de ella, que todavía pertenecía al cine mudo, que era Carne y demonio –Flesh and the devil–, pero acá la cinemática no tenía una copia. Entonces antes de un viaje que hice a París le pedí el director de la cinemática que me introdujera a través de una carta para ir a la Cinemática Francesa para pedir que me proyectará Carne y demonio y alguna otra si tenían. El director me dijo que sí, que cómo no, pero que la carta me la iba a tener que escribir yo porque ahí no había nadie que escribiera en francés. Entonces yo escribí una carta a la directora o presidenta honoraria de la Cinemática, que tenía una oficina con un gran escritorio y estaba allí como una emperatriz.
Le dije que tenía una carta de la Cinemateca, me dijo que bueno, que pasara y tuvimos una charla bastante larga y me dijo: “Usted, ¿qué quiere?” y yo le dije que estaba haciendo un trabajo sobre Greta Garbo. Y entonces así, día por día, la Cinemática me pasó copias de sus películas. Vi una copia estupenda de Ninotshka, vi una copia estupenda de La dama de las camelias. Vi Reina Cristina y Ana Karenina. Las pasaban para mí sola en el auditorio de la Cinemateca. Y vi Carne y demonio. Yo siempre fui muy cinéfila, no sé si mi abuela me infiltró ese demonio. El cine tiene una convivencia analógica con la música muy fuerte. Tienen una manera de manejar el devenir temporal muy coincidente, es decir, hay en el cine, en el gran cine y en el cine en general, una una orgánica que la acerca mucho a la música y creo que eso es también un atractivo muy fuerte para mi cinefilia.
—Usted cuenta cómo en una filmación un actor usaba la música, que luego no estaba en el audio de la película, para marcar el tiempo y tono de su interpretación.
—Lautaro Murúa. Fue en una película de episodios y hubo un episodio que lo dirigió Alberto Fischerman. Se llamaba Los pocillos, y ahí Lautaro tenía un monólogo bastante largo y él llegó con su disco de La noche transfigurada, de Schoenberg, y pidió que se lo pusiera mientras actuaba. Entonces el técnico le dijo: “Mire que no va con música incidental”, “Sí, ya sé, pero yo necesito esa música para que me conduzca el monólogo”. Después lo doblaba, claro. Esa sensibilización que la música otorga. Más cerca del ámbito del método actoral que la música incidental que, mal utilizada, hizo que haya unas cuantas películas estropeadas por la música, porque usan la música como un tapa agujero.
—También resulta lo opuesto a veces, ¿no? Kubrick usando “Atmósferas” de Ligeti en 2001…
—¡Claro! Ahí se hizo famosa “Atmósferas”, que hacía muy poco se había estrenado. En un seminario hice una sesión sobre la música y el cine, sobre la música no escrita especialmente para cine, sino la música preexistente y de qué manera el cine le puede dar nuevos destinos a esa música, y uno de los ejemplos que elegí fue un episodio de La hora del lobo, de Ingmar Bergman. Es un fragmento de La Flauta Mágica, cuando el protagonista está por entrar al santuario para las pruebas de iniciación y él lo hacía con títeres y era una reunión, mientras la gente tomaba algunos licores proyectaban ese episodio y la música de Mozart, muy lindo. Hay una frase de Alberto Fischerman, que filmó La pieza de Franz con nuestro grupo Acción Instrumental y con quien tuvimos muchas reuniones para convivir juntos con el proyecto. Desde el primer momento que se vinculó con nosotros dijo: “El cine tiene que escuchar a la música como un discípulo escucha a su maestro”. Es decir, tiene que escucharlo de muchas maneras y también desde el punto de la orgánica, porque la orgánica cinematográfica es muy análoga a la orgánica musical, la manera en que utiliza la reiteraciones, la manera de llevar el devenir temporal, eso lo vincula y lo aproxima muy estrechamente al fenómeno musical.
—Eso cuando se trata de una grabación musical, porque quizás la ejecución musical tiene una relación más clara con el teatro, tal como lo dice también su libro.
—Claro, porque hay una puesta en escena y el protagonista es el ejecutante. Pero cuando uno oye ahí se arma el cine mental, porque la música es también una usina de imágenes.
—Cierto, pero subjetivas.
—Subjetivas: cada uno desarrolla su cine con la música.
—En el libro desarrolla la idea de que la puesta en escena del teatro es un día una, otro día otra, en cambio que en el cine se captura la imagen de una vez para siempre.
—Es totalmente diferente. El cine captura eso de una vez y para siempre. El actor de cine tiene consciente o inconscientemente siempre la certeza de que lo que hace tiene como su doble, es decir, tiene un registro que va a quedar. Cuando uno está frente a una cámara cinematográfica esa sensación casi desaparece, pero lo que para mí es muy fuerte, es que cuando uno sale a escena en el teatro es como si saliera a la intemperie, no sabés con qué te vas a encontrar. Te puede esperar un sol luminoso o un rayo que te parte en dos porque es una es una experiencia que estás haciendo en vivo. Entonces por más que uno se prepare siempre está esa incertidumbre. Es muy diferente de ponerse frente a una cámara. La cámara tiene ese poder de observación. Llegado el momento te olvidás. Te quedas a solas, hay otro componente en el cine que es diferente. El cine casi no pide la actuación, pide que la persona sea.
Por eso hay directores como Bresson que no trabajan con actores, sino con gente a la que le piden que sean ellos. Y quizás hay un vínculo con la música. El ejecutante musical y el actor en principio son dos criaturas escénicas, se sale a dar un concierto y se sale ahora en la escena. Al actor y al ejecutante musical le esperan dos destinos diferentes. Porque el actor sale en principio para hacer otro, pero el ejecutante no sale para ser otro, sale para actualizar la música y, en cierto sentido, para ser él mismo y quizás más él mismo, a través de la música. Entonces esa condición se la encuentra escénicamente en el cine. Por eso yo sostengo que una actriz, entre comillas, como Garbo era un ser específicamente cinematográfico y es muy curioso porque cuando ella tiene las primeras experiencias en Hollywood tenía una condición: no podía verse mientras estaba filmando.
Ella se sustraía al verse en la pantalla, se veía al final casi cuando la película estaba terminada y cuando estaba terminada nunca le conformaba algo que ella veía. Entonces hay un testimonio de ella, de las primeras películas, cuando decía le gustaba lo que sus compañeros actores hacían, pero cuando aparecía ella se sentía desorientada con ese ser que ella veía ahí. Ella una vez dijo: “Claro, pero lo que pasa es que el problema consiste en que quizás yo no soy una actriz”, lo dijo ella y ella en el sentido directo tradicional y quizás no fue una actriz, fue algo diferente, una gran artista de la escena cinematográfica. A ella le gustaba firmar con el menor número de gente alrededor, si hubiera podido estar sola con la cámara para ella hubiera sido un paraíso. Por eso pedía cortinados y a veces le pedía al director que la firmara entre cortinas. Eso no hubiese podido hacerlo en la escena del teatro, con un público.
—Es que ella tenía esa relación con la cámara diferente. Es una frase ya vulgar por lo repetida, pero la cámara se enamora de ciertos actores y actrices.
—La cámara se enamora del actor, se convierte en un objeto erótico. Garbo tenía el aura. Eso tenía ella. Y se retiró muy joven. Ella tenía nostalgia de su Suecia natal, iba cada tanto, y cuando en el exilio cinematográfico que vivía en New York una de las últimas veces que fue a Suecia pidió este pidió hacer toda una recorrida por los grandes estudios de Estocolmo. El guía que le pusieron fue Ingmar Bergman. La recibió, cuidando que no hubiera mucha gente y por supuesto la llevó por todo todo el laberinto de los estudios, de los sets. Ella estaba siempre con ese sombrero, con anteojos negros, con el sobretodo al que le levantaba la solapa hasta que terminaron y llegaron finalmente al punto de partida. Entonces Garbo, una mujer ya de 70 años, se puso un poco el sombrero para atrás, se bajó las solapas y se sacó los anteojos y le dijo a Bergman: “Yo soy así” y él dice que la miró y le corrió un frío por la espina dorsal, un escalofrío porque esa mujer de 70 años era la esencia misma de la belleza y la belleza con mayúsculas.
—Increíble. Y también increíble esa reclusión en su departamento de Manhattan.
—Es curioso haberlo hecho en un medio como Hollywood que justamente basaba el fenómeno de la difusión en, no digo el bullicio, pero sí la farándula, fotos en en las entrevistas y es como si hubiera arruinado todo un sistema de difusión a contrapelo de eso. La famosa frase de ella es: “I want to be alone”. Era su frase favorita y la contrapelo de toda de todo lo que sea discusión y que sea propaganda y que sea fama. Parece que ella tenía un código con la nena del encargado de su edificio y si la nena saltaba era que había gente en la puerta para ver si ella salía, si no saltaba, entonces Garbo salía.
—También se dice que estaba en pareja con la mujer que la asistía.
—Mercedes de Acosta. Su posible lesbianismo, que era diferente al de Marlene Dietrich. Era más interior. Se conocieron cuando jóvenes y se dice que fueron casi pareja, pero después nunca más se volvieron a vincular.
—La primera escena de su libro en la que aparece Garbo es cuando iba al Museo de Arte Moderno de New York a ver sus películas y se las comentaba a su acompañante.
—Sí, y le iba diciendo qué iba a pasar en la siguiente escena.
—Un comportamiento raro.
—Bueno, casi narcisista. Un singular narcisismo. Le arreglaban esas sesiones para que fuera sola al Museo de Arte Moderno que tiene una cinemateca muy buena.
—El ver películas lleva a Horacio Quiroga, que usted rescata en su faceta no de los cuentos de terror o de la selva misionera, sino el de crítico cinematográfico y sus cuentos sobre el cine.
—En realidad quien me hizo conocer esos cuentos fue mi marido. Me los regaló y leí los cuatro cuentos. Después salió a la luz ese Quiroga cinéfilo y crítico, iba al cine Splendid. Conocí los cuentos cinematográficos de Quiroga, sobre todo los tres últimos giran sobre esa esa fuerza que tiene el cinematógrafo de conceder casi una eternidad al personaje cinematográfico. Los muertos siguen viviendo exactamente iguales a sí mismos. Y que superan así a la muerte. Viene a cuento esa frase: “El cine es más grande que la vida misma”. Con otras palabras de sentido, hay excedencia de la vida, de intensidad vivencial en el cine.
—Usted tardó en revisar y publicar este libro.
—Lo debo haber escrito entre el 74 y el 76, y después quedó porque empecé con otras cosas. No lo olvidaba, sabía que estaba ahí, pero no volvía. Cuando volvía era de tanto en tanto y era para revisarlo para sacarle mucho. A mí me gusta mucho cuando escribo sacar cosas después estoy muy feliz cuando saco y me voy quedando con lo que yo creo que es medular. La editorial puso en tapa esta foto de Greta Garbo y abajo tiene un pentagrama abstracto de 5 líneas y la clave en lugar de ser una clave musical es un reloj de arena. El libro empezó en la década del 70 y la última revisión es de 2020. Dos Garbos. Me parece que está muy bien la edición, cómo va registrando el tiempo que pasa y la travesía que recorrió el texto y sabés que que yo creo que ahí se puede pensar en otra similitud o convivencia entre cine y música.
—Tarkovski decía que el cine era esculpir en el tiempo.
—Y la música es sonido y tiempo, básicamente.
[Fotos: Adrián Escandar]