Concepto antipático por reduccionista pero necesario para la síntesis a distancia, el canon teatral todavía ordena y alinea la historia de la dramaturgia. Investigadores y críticos, autores y dramaturgos nuevos y consagrados coinciden en un ramillete de nombres que van desde Florencio Sánchez y Armando Discépolo a Roberto Cossa y Griselda Gambaro, sin dejar de lado a Eduardo Pavlovsky, Ricardo Monti y Mauricio Kartun como los contemporáneos establecidos. Pero ¿cómo sigue la historia? ¿Quién o quiénes son los que definen, de hoy hacia adelante, el teatro argentino? ¿Cómo se establece un canon, modelo rígido por definición, con formas que son tan efímeras como la temporada en una sala?
Es cierto que la palabra “canon” asusta por su peso académico –y un regusto bíblico– que suele verse como un corset, una frontera donde lo que está adentro es el autoritario manual de instrucciones de lo que está afuera. Pero la pregunta no es cómo funciona, sino si existe; aún para criticarlo (como ha pasado con El canon occidental, del crítico Harold Bloom, publicado en 1994) resulta una categoría provocativa para repensar cómo cada época define a sus clásicos. En el fondo, es eso: ¿Tiene el teatro argentino de hoy sus propios clásicos? Si cada institución, cada generación, establece su propio canon, ¿a quiénes sumar?
Hay que tener en cuenta que hoy la idea de dramaturgia no incluye sólo la escritura anterior a la escena, sino también las otras “escrituras”: las de los intérpretes y directores, titiriteros, narradores orales, performers, mimos y muchas más formas liminales. La ampliación incluye también lo territorial, los teatros y no “el” teatro. “La idea de canon, cerrada y restrictiva por definición, debe ajustarse a nuevas conceptualizaciones. Prefiero hablar de un ‘canon de multiplicidad’, caleidoscópico, o ‘canon imposible’, es decir, reemplazar la visión de canon por la de selección o selecciones, en plural, más o menos consensuadas, más o menos arbitrarias y subjetivas. Frente al ‘big bang’ teatral, la idea de canon es impracticable’', dice el investigador y docente Jorge Dubatti, flamante miembro de la Academia Argentina de Letras, quien, por lo tanto, extiende el canon desde las dramaturgias de Pepe Podestá y Copi al Periférico de Objetos, el cordobés Paco Giménez, y de Niní Marshall a la mapuche Luisa Calcumil, de Pepe Arias a Batato Barea, entre muchos más.
En este mismo sentido, el director Guillermo Cacace (Gaviota, Mi hijo sólo camina un poco más lento) apunta a que el canon excluye el hecho teatral al concentrarse en su literatura dramática. Un límite que deja fuera al director Ricardo Bartis (desde Postales argentinas a La gesta heroica), que no es autor “de escritorio” sino creador a partir de textos disparadores y del trabajo de sus actores y actrices, pero que recoge la tradición del grotesco y de una argentinidad rioplatense. Para Cacace nuestro canon teatral es logocéntrico, porteñocéntrico y masculino.
“Pero si se sustraen las tensiones que todo canon produce y las parcialidades de la Academia, de los sistemas de premiaciones, de la crítica, de las miradas curatoriales de salas y festivales, de la celebración endogámica, teniendo en cuenta todo esto, no podemos obviar a Kartun, Gambaro, Pavlovsky y Bartís. Aún así, no sé si la gran obra de toda esta gente vibraría en la dimensión de un Armando Discépolo”, dice el director de varias puestas discepoleanas como Stefano (2008) y Mateo (2011).
El creador del grotesco criollo -género que como el tango identifica la poética porteña- fue protagonista en vida y después de su muerte, en 1971, de los cambios de paradigma. Su última obra escrita es Relojero, de 1934, y a partir de entonces se dedica fundamentalmente a dirigir. Como autor deja de ser tenido en cuenta por críticos y artistas que lo consideraban “ya viejo” hasta que otra ola lo saca del clóset del olvido y vuelve a ponerlo en el candelero del prestigio.
Autoras, el canon accidental
Según desde dónde se mire, la crítica al canon puede ser radical. Para Susana Torres Molina (Extraño juguete, Y a otra cosa mariposa, Un domingo en familia), no tiene demasiado importancia. “Nunca me interesó lo establecido. Lo consagrado. Es siempre subjetivo el criterio, algo académico que ya no tiene validez. Hay grandes olvidos e injusticias”. Y para la joven dramaturga Laura Sbdar (Turba, Ametralladora, Vigilante), directamente el ingreso al canon es un descenso a los infiernos del mercado del arte: “Cabezas impresas sobre remeras, nombres para cafeterías de especialidad. La condena de las expectativas públicas que aguardan que el autor sea ese autor, que no salga del perímetro, que no intente hacer algo por fuera de lo que su nombre le demanda. Que responda a las exigencias de todas las épocas, que todos los tiempos puedan interpretarlo, y por supuesto, hacer todas las adaptaciones necesarias al horizonte de subjetividades. El delirio de la eterna subsistencia, ¡qué maldición!”.
La figura de Griselda Gambaro (El campo, El desatino, La malasangre, La señora Macbeth) es subrayada de modo especial por Cynthia Edul quien, además de escritora y directora (El punto de costura, Adónde van los corazones rotos), es gestora cultural, una de las fundadoras de Paraíso club de artes escénicas: “Griselda iba a contrapelo del canon de la época, desde las propuestas del Instituto Di Tella, en una fuerte oposición al realismo como estética hegemónica. Va a abrir un campo muy fuerte para las nuevas vanguardias dentro del teatro, semillas que crecieron en la década del 80 y 90. Además, mujer, en un contexto tremendamente masculino como el de la dramaturgia local, que tarda muchísimo tiempo en darle lugar a las voces de mujeres que escriben teatro. Es ciertamente notable”.
Para Edul el teatro argentino merece buscar la mirada de las mujeres que quedó silenciada por la fuerte voz de los hombres. Por eso, además de Gambaro, suma a muchas más voces femeninas contemporáneas desde Beatriz Catani, Vivi Tellas y Susana Torres Molina hasta las más jóvenes como Romina Paula, Mariana Chaud, Lola Arias y las hermanas Marull, entre otras. “Ahí está el nuevo canon del teatro argentino”, asegura Edul. Pero el canon es restrictivo –y, por lo tanto, injusto– por definición.
Prolífica autora y una de las más representadas en el país, Patricia Suárez se despega del resto con su propuesta porque sugiere otro tipo de nombres: “Los comediógrafos no aparecen porque la comedia tiene menos valor que el drama, una estupidez: Jacobo Langsner y Ricardo Talesnik deberían estar”, dice sobre los autores de Esperando la carroza y La fiaca, representantes de un teatro más popular.
“El canon soy yo”
A pesar de las objeciones y de los peros, la noción de canon tomada no como regla modélica sino como captura de una época y legado, puede generar posibilidades de apertura y no de restricción. Por ejemplo, Mariano Saba, con perfil académico y artístico (Los finales felices son para otros, Tibio), elige quedarse con los clásicos que “siguen siendo puerta al campo donde se comunican presente y pasado, abertura para que uno pase por ahí, por ese lugar que a priori parece imposible. Porque ahí, en la continuidad, parece estar el clásico. El que sigue hablando a través del tiempo y todavía se entiende, o mejor aún, todavía te entiende. Y en esa resonancia, hay puertas por las que seguimos pasando: Discépolo, Gambaro, Kartun”.
Si hay una coincidencia en quien debe integrar el canon argentino con pura patente teatral y no dependiente del campo literario es en la figura del director Ricardo Bartís. Con los mismos fundamentos de la mayoría de los entrevistados (Edul, vale aclarar, también menciona al director Alberto Ure, fallecido en 2017), el fundador del Sportivo teatral dice que el canon teatral -o “ranking”, como lo llama- fue desplazado de la autoría por, en gran medida, la dirección, es decir, por la autoría del espectáculo en su conjunto.
“¿Qué autores, directores, actores fungen de referencia canónica en la escena argentina? Todos o ninguno, puesto que se han multiplicado e hibridizado las prácticas escénicas. El concepto de ‘canon’, para mí, es mi teatro, mi manera de pensar los agrupamientos, mis ideas de ‘lo teatral’. Pendencieramente -remata Bartís-, el canon soy yo.”
Para el dramaturgo e historiador teatral Roberto Perinelli, ya no sería posible aggiornar el canon porque la renovación generacional, a partir de los 80 y 90, lo dejó en suspenso. “Veremos qué pasa, porque es importante la continuidad: con una sola obra importante no entrás al canon. Tiene que tener, además, anclaje en la coyuntura, en lo social. Creo que Kartun puede ser el canon de este momento y es un proceso que sigue en gestación”, dice uno de los participantes del primer Teatro Abierto (1981), fundador –junto con Kartun– de la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD) y autor de Miembro del jurado y Mil años de paz.
Y el propio Kartun (El niño argentino, Ala de criados, Terrenal, La vis cómica, Salvajada y tantas), ante el comentario de que, por unanimidad, es considerado parte del canon teatral, dice con una sonrisa que es una de las virtudes dadas por la edad. Por su parte, adhiere a la incorporación de Bartís al canon en tanto representa al “director que escribe y autor que dirige”. En cuanto a las generaciones no tan nuevas pero si más jóvenes, a riesgo de ser injusto o dejar insatisfechos a otros, menciona para ese ‘“podio” al autor de Acasusso, Apátrida, Lúcido, La terquedad y más, Rafael Spregelburd “por 30 años de trabajo, por tono, estilo y consecuencia. Tiene que haber ‘una obra’, en sentido conjunto, que de alguna manera sea vocera de su tiempo”.
En resumen, sirva o no este listado, se convierta en remera o se llene de polvo, las coincidencias en algunos nombres no sorprenden en absoluto, son todas personalidades consagradas. En ese paisaje, el más mencionado ha sido Bartís, que pondría a la máquina teatral en primer lugar y por encima del texto escrito: un acto de independencia de lo escénico sobre lo literario.
[Fotos: Griselda Gambaro y Mauricio Kartun, prensa Biblioteca Nacional]