Algo nuevo
En un libro cualquiera, uno que compré porque era verde y más barato que el resto y estaba en una mesa rodeado de novedades obvias, encontré una frase que el autor, Neil Davidson, le atribuye a W.A. Auden. Dice que Auden dijo que el mayor cambio que había notado entre su propia juventud, en las décadas de 1910 y 1920 y la de los estudiantes a quienes enseñaba en Oxford a fines de los cincuenta, era que ellos sufrían un aburrimiento espantoso. Una cosa que, en su época, dice Davidson que dice Auden, no existía.
Auden era inteligentísimo, brillante, genial, pero también humano. Es probable que, un poco como todos, Auden hubiera sobreestimado sus años de estudiante, esa potencia y esa voluntad enfocada hacia el frente, esas ganas de hacer y hacer que, ahora, mirando a sus estudiantes, notaba opacada por la abulia de los que parecían no tener grandes cosas de las que ocuparse, grandes proyectos por los que pelear.
Es probable que, aunque en su poesía Auden haya dejado grabados los detalles del mundo y de la historia en lo ínfimo y en lo enorme, como cualquiera, se guardara para él, de su juventud, más que nada las partes excitantes y entretenidas, los tiempos vivos, iluminados. Lo que se había movido en esos días y lo había empujado hasta su vida adulta de observador remoto, de sobreviviente.
Había pasado esa juventud vieja para Auden y ahora veía en la nueva, lo nuevo. Y lo nuevo era triste y oscuro. En sus habitaciones, desperdiciando esa fuerza que él ya no tenía, chicos aburridos no sabían qué hacer con la plenitud de sus vidas.
El libro verde, ahora me doy cuenta, tiene un título. Se llama Usted está muy mal. No le habla a nadie, pero como un espejo, así funciona, sirve para que los que le prestan atención y se miran ahí puedan, como De Niro en Taxi Driver, decir “¿Me estás hablando a mí?”. Es una recopilación de artículos que no se esfuerzan por tener más hilo que una voz. Los temas son diversos, la voz pareciera elegirlos porque sí. De esa mezcla, el que mira en el espejo, extrae, subraya, hace propio lo que quiere. “¿Hablás conmigo? Soy el único acá”.
De todo el libro verde que voy leyendo cansado, por partes, sin concentración, habla conmigo eso, es lo que me queda. Un título que define y acusa, que marca lo que podría ser tan sorprendente como obvio para quien lee. Un poeta que mira y nombra también desde afuera, ya ido y ya pasado de su juventud, a la juventud nueva. Donde espera ver júbilo y entusiasmo, ve desgano, desinterés empantanado en el tedio. “Ustedes están muy mal”, podría ir a decirle Auden a esos jóvenes que lo verían con sus ojos calmos, vacíos y le responderían como De Niro al espejo: “¿Nos estás hablando a nosotros?”.
Algo viejo
Decían que había humores en el cuerpo, de eso estaba hecho. Había unas materias esenciales que, en distintas proporciones, se repartían y mezclaban. Eran cada una un color. Se llamaban bilis, flema, sangre, pero eran eso: amarillo y negro, blanco, rojo. Colores. Fluidos corporales vitales, decía Hipócrates. El negro, mucho, en la bilis, era una causa física en la que anclaba la melancolía. Decía Aristóteles, entonces y un poquito porque sí, que, en todos los que había ese mucho negro, había también cierta condición destacable. “Todos los hombres excepcionales son melancólicos”. Ponele, Aristóteles. Como sea, duró un rato eso que dijo, dura. Nos sigue diciendo. La melancolía, según él, evocaba el lado oscuro del ser humano y empujaba al genio: “un don para la creatividad” daba esa “alegría de estar triste”. Desde lo que dijo, nos persigue el arquetipo de ese genio siempre un poquito abatido y torturado.
Pero corramos y descorramos los siglos como telones, pasemos por alto y seamos imprecisos, contemporáneos. Veamos ahí entera a la Edad Media. Como si la Edad Media fuera algo que pudiera verse así y traducirse en una sola idea común. En tweets, caramelitos de sentido. Pastillas. Escuchemos hablar, en la Edad Media a santos y autoridades religiosas. A través de ellos, a Dios. Ponele. Digamos que la concepción sobre la melancolía cambia en la Edad Media. Más que una virtud, pasa a ser lo opuesto: una enfermedad asociada al pecado de la acedia que está atado a la dejadez, el desánimo y la pereza. No son genios ya los melancólicos, sino más bien personas desesperadas.
En el Renacimiento, vinieron otras voces a decir y nombrar ese estado de ánimo. Esa tristeza sin causa apareció pintada con los colores de la bilis y la flema y la sangre en retratos de ensimismamiento reflexivo. Corriendo como estamos, telones, pero también, a paso firme y rápido años como veredas, podríamos tragarnos otras cápsulas de vaguedad apresurada y nombrar, como temporadas en una serie, al siglo XIX, al siglo XX. En las novelas, la melancolía fue abulia, desdén, como creía notar Auden: aburrimiento. En los hospitales y academias de medicina: depresión.
Ahí está Freud, ¿notaron? Con su habano, con sus manitos entrelazadas detrás de la espalda, su barba comprada en un negocio de barbas para padres, nos ve correr y saltar así de cosa en cosa, con estas caras sin rumbo. “¿Perdieron algo?” Amable, nos pregunta. ¿Nos habla a nosotros? No podríamos decir. Buscamos, sí, pero perder… “¿Les importa el mundo?”. “¿Están cerca del amor, disfrutando el trabajo?”. “¿Cómo viene la autoestima?”. “¿Cuánto, de ustedes y su modo de ser, todo el día y la tarde y la noche, se quejan?” Bueno, sí, puede ser que nos hable a nosotros…
Para darle sentido a esa desesperanza que venimos siguiendo, Freud dice que pensar en perder y buscar puede ser un camino. “Duelo y melancolía”, nos ofrece en par como dulce y queso: Tanto el duelo como la melancolía son la reacción a una pérdida; en el duelo, la pérdida es conocida, en la melancolía, inconsciente.
Podemos haber perdido sin perder, dice Freud, en este deambular andar buscando; podemos extrañar cosas que nunca tuvimos: humores de colores, Dios, genio artístico, aburrimiento, un nombre nuestro para eso que nombran otros.
Algo prestado
Yo pienso que, hace media hora, esa chica estaba en la infancia. O más o menos. En el juego, en el acurrucamiento, en el patio de la escuela. Esta chica y las otras chicas y los otros chicos de la clase escriben del lugar en el que estaban hace media hora como si fuera un territorio perdido y arrasado desde hace décadas. Traen cuentos que parecen sostenerse en una nostalgia de otra edad y otra experiencia. Hay en ellos una añoranza triste. En mi prejuicio, estas chicas, estos chicos, no tuvieron tiempo de perder todavía eso que tanto extrañan. Mi idea es boba y débil. Inconsistente. Un par de ejemplos vienen silbando en el aire como dardos, la rozan, la desarman: Homero Expósito escribió la letra de Naranjo en Flor a los 17 años. A los 24, Paul McCartney, Eleanor Rigby. La gente vieja y sola con su cara en una jarra, los amores que atan al pasado en perfumes nos los contaron esos chicos. Cedo, entonces: está bien. La juventud incluye la nostalgia. Puede escribirse y cantarse a esas edades. Hay un antes siempre. Hay un atrás. Entiendo y compro. Pero lo que siento, escuchando a los que leen en esa clase, ese jueves a la tarde-noche de octubre de 2023, es que ahora a ellos les parece que hay más. O que hay menos adelante. El pasado, ideal, perdido y el futuro distópico, chueco y oscuro, perdido también, pareciera, de antemano, no se compensan.
Una chica escribe un cuento y nos lo lee a todos. Es la historia de dos amigas. Una, Amanda, le ofrece a la otra, Victoria, sus botas más queridas para usar en una fiesta. En esa fiesta se pelean. Pasan de todo amor a casi nada. De ahí en más, las amigas enfrentadas solo hablan de esas botas. Una las reclama, otra las retiene. El entusiasmo de la fiesta y de los chicos había borroneado la transacción: una dice que fue un préstamo, la otra, un regalo. Las chicas crecen (un poco), pasa el tiempo (un poco) y la que tenía las botas, Victoria, decide devolverlas. La que las recupera, Amanda, se las pone y camina hacia el río. Todo indica que para hundirse y no volver. Por insensible (un poco) y por harto de la recurrencia de finales con muertes y suicidios, le desaconsejo el final, le digo a la chica que termine antes, que no nos deje saber que esa es la forma definitiva de la tristeza de Amanda. La chica me dice que lo más triste del cuento no es lo que le pasa a Amanda, es lo que le pasa a Victoria. Yo entendí mal, me dice la chica. Amanda no está triste, tiene adelante el mar. El mar entero. La otra es algo que ya pasó, no tiene nada.
Algo azul
En Space Oddity, la canción de David Bowie, Tom flota solo en el espacio. Alrededor de una lata, dice él: la nave que lo llevó hasta ahí viajando quieto a cien mil millas por hora, lejos de la luna ya, ido. La canción crece desde el rasgueo de una guitarra que se escucha surgir en el vacío, sube a una voz que habla espejada en dos tonos y después canta disolviéndose en una maroma de ruidos psicodélicos. Hay una cuenta regresiva, la canción crece y sube, sube, sube. En la canción, nosotros vamos a algún lado, en fuga, también subimos. Tom y el Control en Tierra tratan de comunicarse. Hablan. Primero, los tipos que se quedaron acá: lo elogian y lo arengan. Después, Tom, que les cuenta cómo abre la puerta, sale y flota a su manera entre las estrellas.
Algo se rompe. Tom y los de acá ya no se escuchan. Algo deja de andar. ¿Están ahí? ¿Están ahí todavía? ¿Alguien habla con alguien? Parece que no. No pueden hablar. Tom está suelto. Y, con lo que la canción dice, no puede saberse bien si eso es bueno o si eso es malo, si es algo que a Tom le pasa o que Tom quiere.
Lo que pasa es lo que pasa: el astronauta está ahí sin ruido y en lo oscuro, solo. Pero nosotros que escuchamos y tarareamos su historia en la canción no nos dejamos caer a un pozo de tristeza, no podemos subirnos a un cono de luz feliz que nos abduce. Como Tom, flotamos. Vemos la Tierra desde arriba y desde afuera. Nos escuchamos hablar aunque no sabemos a quién, cantar con Tom, es probable, para nadie: ”Planet Earth is blue and there’s nothing i can do”. Y en el espacio hay esa voz y esa música. Nosotros. Algo.