Hombres que necesitan desesperadamente amor, abandonados por sus familias, discriminados por la sociedad por escapar de los cánones de normalidad. Eso es lo que se propuso fotografiar Eduardo Gil cuando ingresó en el Hospital Borda, tras dar un taller. No quería tomar fotografías convencionales de hospicio. Y lo logró con más de 90 magníficas imágenes que integran El Borda (Ediciones Arte x Arte de la Fundación Alfonso y Luz Castillo), libro que reúne este ensayo fotográfico, con edición de Francisco Medail, que se presentará el sábado 11 de noviembre a las 17h en Felifa (Feria editorial y de arte impreso), en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, con la participación de Eduardo Gil y Ana Longoni.
Tras participar de los cursos de fotografía en el cine Club Buenos Ayres, un sitio que en dictadura proyectaba películas fuera de la cartelera convencional, Gil se sumó a un debate que hicieron en el Hospital Borda con los internos. A partir de ese momento organizó un taller desde 1982 hasta 1984 y continuó tomando fotos hasta 1985.
De las miles de fotografías que les tomó a los internos del Borda entre 1982 y 1985, solo se habían publicado unas treinta, el resto nunca antes se habían visto. “A mí siempre me interesó el tema de la locura, desde el punto de vista psicológico, pero también desde el punto de vista social: qué significa la locura en nuestra sociedad: la locura es un mecanismo en el que el loco está de un lado de la pared y el cuerdo, el que está bien, es el que está de este lado. Pero el Borda es un claro ejemplo de que ahí hay gente marginal, psicóticos, algunos son sólo adictos o alcohólicos. Yo le llamo la locoteca porque la gente deja a la persona con problemas ahí y se olvida”, dice Gil, quien pasó por la carrera de Sociología en la Universidad de Buenos Aires y es piloto comercial recibido con honores y meteorólogo. Y añade: “La locura es una cosa muy fascinante, muy romantizada también, pero es horrorosa en rigor. Y una de las cosas por las cuales yo dejé de ir al Borda es porque me di cuenta de que estaba muy pendiente de que llegara el fin de semana para ir, demasiado pendiente, entonces empezaron a sonar las alarmas y paré con eso”.
Sus talleres, recuerda, tenían una metodología singular. “Si les gustaba una foto, los internos la podían llegar a besar. Si no les gustaba, no la devolvían, se la llevaban, la rompían, la tiraban o me insultaban. Ahí pasaban cosas realmente viscerales, fuertes”, recuerda Gil, a quien los internos le pedían que llevara fotos del mar, de calesitas y de chicos. Muchos no habían vuelto a ver a sus hijos ni a sus nietos. La foto cumplía un rol reparador impensado: Gil satisfacía aquellos pedidos. “Yo sentía que servía para que pudieran tirar una soga con el exterior”.
Ya después de un tiempo de trabajo en el psiquiátrico, Spallina, el director, lo convocó para conversar: Gil pensó que era el final de su labor en la institución, pero el hombre le propuso que tomara fotos para registrar las condiciones edilicias, ya que harían una serie de reformas y querían dar cuenta de aquellos cambios. “Para mis adentros pensé: Eduardo, esto se acabó. Eran tiempos de dictadura y adentro del Borda había una especie de cárcel a la que no se tenía acceso, con alambrado de púas, y allí pasaron las cosas que uno sabe”.
“Le dije que necesitaba un permiso para poder fotografiar libremente porque tenía muchos problemas para poder ir de un sitio a otro”. El director aceptó y Gil empezó una nueva etapa: podía tomar fotografías en todos los sitios que quisiera, desde la cocina y los cuartos hasta las salas donde se lavaba la ropa. También acompañaba a los internos en sus salidas a la República de los Niños y al Parque Pereyra Iraola.
Cada imagen condensa una historia de vida enigmática, difusa, algo sombría, pero difícil de desentrañar. “Desde el principio tuve claro que no me interesaba hacer la típica fotografía manicomial del horror, la gente degradada comiendo de la basura, en el piso, arrastrándose. Lo monstruoso: cómo los rasgos van tornándose una cosa muy terrible. Hay muchas fotos que hice –porque uno como fotógrafo fotografía primero y luego piensa en lo que hizo— pero esas fotos no las mostré ni las voy a mostrar nunca”, dice Gil, cuya obra integra las colecciones del MALBA, el Museo Nacional de Bellas Artes, el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, el Museo Castagnino + MACRO de Rosario, el Museo de Bellas Artes de Houston, El Museo de Brooklyn (en Nueva York), y la Biblioteca Nacional de Francia, entre muchas otras instituciones.
Para Gil, este ensayo fotográfico fue una experiencia que lo marcó de una vez y para siempre. “El Borda es durísimo. De la gente que ingresa, la que sobrevive más es la que se adapta a la locura manicomial. Había algunos que estaban conectados con el mundo hasta otros que no podían hablar. El Borda en verano es terrible por los olores, es una cosa tremenda. Y en invierno es insufrible, helado. Estás hablando con alguien que fuma y de pronto se está fumando los dedos: se está quemando y no se da cuenta. Es muy heavy”, señala Gil, artífice de las emblemáticas fotografías del Siluetazo, una de las más importantes intervenciones de arte político en las calles luego de la vuelta de la democracia, en diciembre de 1983. El artista recuerda aquel día en que retrató a Celestino en el Borda y cuando regresó ya no pudo verlo. “La muerte no era nada rara. Pasaba también que alguien con el que habías hablado, a la otra semana no estaba más: había muerto. Las condiciones de salud y alimentación eran muy precarias”.
Hay primero planos de hombres envueltos en un clima melancólico. El mariscal, un ex militar que vivía en el pabellón militar, luce uniformes que confeccionó cuidadosamente con chapitas de bebidas. Con devoción, conservó postales de viajes y de animales exóticos que exhibe junto a su cama.
Un hombre con la cara pintada con betún lleva colgados en el cuello y en el pecho una serie de negativos fotográficos. Otro tiene un rosario y una máscara deshilachada que oculta totalmente su rostro. Hacen fila, durante un paseo en la República de los Niños, para recibir su ración de alimentos. Algunos se suben a los juegos. Una madre acompaña en la salida a su hijo, un hombre ya mayor. Otros hombres, mayores también, posan junto a las construcciones de la República de los niños.
Una serie de retratos muestra personajes que parecen más conectados: da la sensación de que quieren contarnos su historia, que siempre se intuye desgraciada. La cámara de Gil llega al núcleo de los retratados. Hay también fotos de grafitis en las paredes del hospital: “Lo que necesitamos es los familiares que nos visiten” (sic), “Ojalá me pueda ir pronto”, “Soy hombre y quiero tener familia dentro de dos años”.
Fotos: Eduardo Gil
*El Borda (Ediciones Arte x Arte de la Fundación Alfonso y Luz Castillo) se presentará el sábado 11 de noviembre a las 17h en Felifa (Feria editorial y de arte impreso), en el Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, con la participación de Eduardo Gil y Ana Longoni.