La primera biblioteca que tuvo Ignacio Molina —sin contar la de su casa familiar: un libro de autoayuda, las obras completas de Bioy Casares y el Nunca Más— fue una caja de zapatos. Ahí terminaban, apiladas, apretadas, todas sus adquisiciones en librerías de saldo de la calle Corrientes. Nació en Bahía Blanca en 1976 y con quince años llegó a Buenos Aires. Primero vivió en Barrio Norte, después en Colegiales. “Me acuerdo que iba con cincuenta pesos, bueno, era bastante, y los libros salían cincuenta centavos o un peso”. ¿Qué compraba? “Mucha literatura argentina, no necesariamente de autores conocidos. Me gustaban los libros desconocidos. Me gustaba descubrir. Al principio eran pocos libros, diez, ponele. Y de a poco se fue agrandando”, dice ahora, frente a una botella de agua mineral sin gas, en el Croque Madame, el café que hay dentro del Museo Larreta. Afuera llueve de forma insistente. Son las vísperas de un verano que promete calor.
Desde entonces, lleva varios libros publicados: las novelas El cuarto deseo, Los modos de ganarse la vida y Los puentes magnéticos, los libros de relatos Los estantes vacíos y En los márgenes, y los poemarios Viajemos en subte a China y El idioma que usan todos. Hace cuatro meses, por el sello Gárgola Ediciones, publicó Nueve versiones de Borges. En el prólogo confirma lo que el título sugiere: ”Se trata de textos que pueden leerse, en la mayoría de los casos, como secuelas, complementos, continuaciones o rescrituras de relatos del gran autor argentino”. Entonces, sí, nueve cuentos —ninguno muy breve ni muy largo— y, sobre el final, una explicación, relato por relato, donde especifica la propuesta de cada uno. Aparecen, entonces, vueltas de tuerca, jugadas de enroque, cambios de contexto y la posibilidad de una red todavía mayor: un ejemplo es “Samuel Zunz”, secuela de “Emma Zunz” de Borges y continuación de “Erik Grieg” de Martín Kohan.
El primero, “La memoria de Borges”, basado en “La memoria de Shakespeare”, el narrador, que se llama también Ignacio Molina, dice: “En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Borges; en la siguiente, la opresión y el pánico. Al principio las dos memorias no mezclaban sus arenas. Con el tiempo, la gran playa de Borges amenazó, y casi cubrió, mi modesta duna. Me di cuenta con terror de que estaba olvidando la voz de mi papá. Y temí perder la razón y la identidad, que se basa justamente en mi memoria”. Este libro es un homenaje, pero también se puede leer de forma autónoma. Molina no oculta su fascinación: “Borges es el número uno —dice en esta entrevista con Infobae Cultura—, está en el podio porque hace cosas diferentes, cosas que están fuera de las convenciones de cómo debería ser la escritura. Por eso es el número uno. Y no sé quién sería el número dos. Hay una gran diferencia con todos los demás”.
—Empecemos por el principio: ¿te acordás de la primera vez que leíste a Borges?
—Habrá sido hace treinta años, cuando empecé a leer, allá, en los noventa, en la adolescencia. Pero no me impactó demasiado en aquella primera época. Mis primeras lecturas no tenían que ver con eso. Incluso cuando leía literatura argentina iba más por el lado de Cortázar. Pero más que nada yo empecé a leer a Carver, literatura norteamericana, Bukowski también, a partir de un de un libro que tenía mi hermano en unas vacaciones. Me costaba entrar a Borges, tal vez porque tenía un prejuicio basado en su imagen. Pensaba que era un autor difícil, que no lo iba a entender, pero también que era un tipo conservador, de derecha. Todo eso me alejaba de Borges. Aparte empecé leyendo a Eduardo Galeano, por ejemplo, ese tipo de cosas que después abjuré y nunca más volví a leer. Pero aquel primer contacto con Borges no fue tan amigable para mí. Después leí El Aleph; era un poquito más grande y me encantó. Pero no accedí antes por el mito de la dificultad en Borges. Uno empieza a leer un cuento de Borges y hay un montón de citas que le parecen indescifrables o que cree que no va a entender y un poco lo frena. De más grande lo volví a leer de una manera diferente y ahí sí me encantó.
—¿Qué descubriste en esa nueva lectura?
—Descubrí que no era tan difícil o que tenía el grado de dificultad que uno quiere poner en juego. A mí me gusta decir que no hay un solo texto, sino que hay tantos textos como lectores. Los sentidos de ese texto se multiplican en la cantidad de lectores que reciben ese texto. Eso en los talleres literarios se ve mucho: alguien te dice que un texto habla de tal cosa o que quiso transmitir tal cosa y otro te dice algo diametralmente opuesto. Y es el mismo texto, pero al pasar por el tamiz de cada lector se multiplica, se diversifica. Con Borges me pasó eso: empecé a no asustarme de que no lo voy a entender o que no es para mí. Y también pasa algo extraño, que tiene que ver con una de las imágenes que te decía antes, que uno tiene la idea del Borges grande, viejito, ¿no? Todas las fotos conocidas de Borges tiene más de setenta años. Él ganó el Premio Formentor en el 61 y a partir de ahí empezó a ser famoso y a partir de ahí le empezaron a sacar fotos y a ser una persona pública. Esa es la que figura que todos conocemos. No hay muchas fotos de Borges joven. Ese es el Borges que a mí más me gusta, el de los años cuarenta, cuando publicó Ficciones y El Aleph: dos libros de cuentos que son los que más me gustan y es lo principal de la obra o lo más grande.
—Antes de que comience a quedarse ciego.
—Claro. Después estuvo mucho tiempo sin publicar cuentos y los libros de los setenta y ochenta también están buenos, Tienen cuentos muy buenos, pero ahí se nota un poco la ceguera en su prosa, porque él ya no escribía, sino que dictaba. Pero volviendo a lo que te decía... yo tenía un poco esa imagen: un tipo medio facho que apoyó la dictadura, que se reunió con Videla, ¿por qué lo voy a leer? No me interesa. Una vez eliminados esos prejuicios, me puse a leer a Borges, y lo descubrí, o lo redescubrí, de una manera diferente. Esos prejuicios están, por ejemplo, en un personaje del primer cuento de este libro —y señala con su dedo a Nueve versiones de Borges, apoyado sobre la mesa— que se llama “La memoria de Borges”, que es Luis Batista, un escritor, un periodista más que escritor, que escribe en un diario una nota titulada “Borges sobrevalorado”. Es un poco el contrincante de Ignacio Molina, que es un personaje de ese cuento, que soy yo y al mismo tiempo no: algo muy borgeano. Y Batista expone un poco los prejuicios que muchos tuvimos o que muchos todavía tienen sobre Borges.
—¿Y la fascinación por Borges cuando empieza? Porque, imagino, que hubo un momento en que encontraste oro. Este libro es un poco el reflejo de eso. ¿Recordás qué textos te volaron la cabeza?
—Podría nombrar dos que ahora que se me vienen a la cabeza: “La forma de la espada” y “Tema del traidor y del héroe”. Son dos cuentos, si no me equivoco, que están en Ficciones. Me volvieron loco. Son dos cuentos bastante parecidos entre ellos por la temática borgiana, los tópicos de la traición, del doble, de la identidad, que después aparecen en muchos cuentos. Y son cuentos más o menos cortos. Ahora se me viene a la memoria cuando dije: esto está buenísimo, por qué tardé tanto tiempo en leer esto. Y no fue hace tanto, digamos, diez años ponele. Ahí me empezó a gustar Borges.
—Hay dos elementos que no están en la obra de Borges y que sí están en este libro. Por un lado, el sexo: se le achaca bastante a Borges la falta de escenas eróticas en sus obras, y acá las hay. Y por otro: la lucha armada, que responde más a una cuestión de épocas. ¿Fue algo buscado o surgió en la escritura misma?
—No, no fue premeditado. Dije bueno, voy a escribir sobre esto. Recién nombré “La forma de la espada”, un cuento de Borges que trata de, lo voy a spoilear, un traidor que es comunista. Es en la época de la Guerra de la Independencia de Irlanda, hace cien años, y yo tomé la estructura de ese cuento para escribir, para meter ahí adentro, una historia real que sucedió en el Chile de los ochenta durante la dictadura de Pinochet, que tiene que ver con unos guerrilleros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez que hicieron una operación: vinieron a la Argentina y también fueron a Brasil. Yo tenía esbozada esa historia, pero me faltaba algo, y me encontré esta historia. Y lo puse en espejo: acá las víctimas son los comunistas y en el cuento de Borges son los victimarios. Pero no está muy pensado. Eso sale así. Y en cuanto al sexo, por ahí te referís a “El laberinto de Tiresías”, que toma un mito griego y que se puede vincular con “La casa de Asterión”, que habla del mito del Minotauro. Ahí trato de que el lenguaje sea lo más parecido a algún cuento de Borges; en otros cuentos no. Es el mito de el único ser humano que fue hombre y mujer. Y empieza diciendo: “Una sola persona, a lo largo de la historia de la humanidad, ha podido experimentar el goce sexual tanto masculino como femenino”. Ahí hay sexo porque durante los siete años que se convierte en mujer el sexo es como la razón de su vida. Y trabaja de eso pero lo disfruta también.
—Pero pienso también en “Las pirañas”, la historia de los hermanos enamorados de la mucama. Y también en “El oeste” y el antepasado de Cabo Verde.
—Sí, es algo que está presente y en Borges no tanto. Bueno, en su vida dicen que fue así. Está en los Diarios de Bioy: Estela Canto le pregunta “¿por qué no te acostás conmigo?” y él le dice: “pensé que yo te daba asco”. Bueno, está ese equívoco ahí que demuestra el pudor de Borges en su vida personal. Ahora, en los cuentos, sí, hay muy poco. Es muy pudoroso Borges: se puede vislumbrar en su relación con Beatriz Viterbo, en “El Aleph”, su falta de sexo, pero también el dolor ante eso. Hay un cuento que escribe protagonizado por un profesor colombiano, son otros rasgos biográficos muy parecidos a él, donde aparece el amor. No sé si el sexo, pero aparece que se acuesta con su heroína. Y después hay un cuento que se llama “La intrusa”, que es de 1970, que está en El informe de Brodie, donde hay algo de sexo ahí: son dos hermanos que comparten a una mujer. Yo veo ahí una cosa medio homoerótica en esos personajes. Dos hermanos que viven en 1890 en el conurbano por Turdera, por Morón, en una época en la que esa zona era campo. Uno lleva a una mujer a vivir con ellos y eso genera una discordia entre los hermanos, pero la comparten. Hay una especie de triángulo amoroso, por no decir menos. No sé si está mencionada la palabra sexo o alguna imagen explícita.
En Nueve versiones de Borges está el germen, ya desdibujado, ampliado, profesionalizado, del proyecto original de escritura de Ignacio Molina: “Empecé a escribir, como le debe pasar a muchos, queriendo copiar a esos grandes escritores que leía, queriendo generar la misma sensación en el otro, en algún lector hipotético, de lo que me generaba a mí la lectura”, dice y cita El cazador oculto de Salinger. Lon que pensó en un momento fue: “Qué lindo sería provocar ésto en otros”. Ahora aparece otro recuerdo. De chico, escuchaba mucho Los Fabulosos Cadillacs. En el disco Rey Azúcar, de 1995, una canción, “Las ventas abiertas de América Latina”, lo invitaba a leer a Eduardo Galeano. Desde entonces, empezó a leerlo. “Me iba a las librerías de Belgrano a conseguir libros de Galeano. Muchos tenían textos cortitos, de una página o menos, textos muy políticos,; yo estaba enganchado con eso en ese momento. Entonces dije: bueno, voy a empezar a escribir, no es tan difícil”.
Leyendo Julio Cortázar y Abelardo Castillo empezó a escribir cuentos más largos y a encontrar, como suele decirse, la voz propia, y “sin imaginar que iba a publicarlos algún día”. Su primer libro, Los estantes vacíos —originalmente “Kilómetro cero”—, lo escribió entre 1999 y 2006, sin “este auge de las redes sociales”, pero con el fenómeno naciente de los blogs: “Publicar en internet era algo todavía muy precario, una etapa muy primitiva. Y no había editoriales chicas, lo que después se llamaron editoriales independientes. Era mandarlo a Planeta o a Sudamérica. Y en ese momento pensabas: no me van a dar bola. Y la otra opción era hacerte una impresión para cincuenta amigos. Yo viví ese pasaje”, cuenta. Un día, recuerda, en una librería de Palermo vio libros de una editorial nueva: Entropía. “Eran autores jóvenes. Creo que una era Romina Paula. Miré el mail en la página de legales y dije: bueno, le voy a mandar mi libro en Word. Y me dijeron que sí”.
De a poco dentro de Ignacio Molina fue naciendo este escritor que hoy es. Armó su propio blog, Unidad Funcional, que se convirtió en su próximo libro de cuentos: En los márgenes. Empezó también con las lecturas públicas, sobre todo con el grupo Alejandría, en el bar Bartolomeo, y a hacer amigos “del palo”: Ricardo Romero, Leonardo Oyola, Federico Levín, Facundo Gorostiza, con quienes formó el grupo El Quinteto de la Muerte, que hacían lecturas en vivo. “Fue hace un montón y no fue hace tanto”, dice. También devino en tallerista: a fines del siglo pasado fue a un taller pero no prosperó (”no voy a decir quién era el profesor, pero no me gustó, no me enganché”), sin embargo, en 2012, dio el suyo propio. Fue una sugerencia de Luciano Lutereau; más que una sugerencia, una intuición. “Él pensaba que yo estaba dando talleres. Entonces dije: bueno, algo vio. Y ahí empecé a dar mi primer taller. El primero fue el 12 de agosto del 2012. Estaba César Sodero, por ejemplo”.
—“El milagro atroz” es el cuento donde aparece una reflexión permanente sobre la literatura. Un escritor que está a punto de ser fusilado y que el tiempo se detiene para que pueda terminar un relato que venía trabajando antes del secuestro. Hay ahí una búsqueda sobre qué puede la literatura y, sobre todo, qué no puede. Porque en ese momento límite hay algo que la literatura no puede, sin embargo la imaginación lo trasciende, ¿no?
—Ese es uno de los que más me gusta. Es un escritor que en el año 1977 es secuestrado y torturado por la dictadura cívico-militar. Es un escritor que le gusta escribir, pero que no le interesa mucho la figura de escritor. Y ahí se pregunta qué puede hacer la literatura. Él escucha en la sala de torturas gritos, alaridos de mujeres que están siendo torturadas. Y se pregunta qué puede hacer toda la historia de la literatura frente a los gritos de una mujer en una sala de tortura. La verdad que no puede hacer nada. Pero a él lo salva pensar en el cuento que había empezado a imaginar la noche en que lo secuestraron. Entonces, como vos decías antes, por un lado no puede hacer nada y por otro lado es lo que lo salva o lo hace pensar en otra cosa en ese momento. Ahora, si la pregunta es cuál creo yo que es la función de la literatura, si tiene una función social, yo diría: no mucha. Sí a nivel individual. Una vez dije esto y me dijeron: “Si alguien que está deprimido, que la está pasando mal o que se siente solo, la literatura lo puede acompañar, eso es un montón. Y si podés ayudar a alguien a sentirse acompañado, a pensar, a emocionarse, a reflexionar a partir de la literatura, eso es un montón”. Bueno, le doy la derecha al que me dijo eso, pero soy un poco escéptico en cuanto a que la literatura pueda cambiar el mundo. Somos cada vez menos los que leemos literatura.
—Sin embargo, hoy se lee como nunca; no estrictamente literatura, claro.
—Cualquier autor en la década del cincuenta sacaba un libro y tiraba 3000 ejemplares y se agotaba a los seis meses. Y no era tan, tan famoso. Pero por otro lado nunca se leyó tanto como en esta etapa de la humanidad, porque todo el tiempo estamos con el teléfono, leyendo cosas. Pero libros, novelas, cuentos... eso no.
—El consumo de ficción pasa por otro lado ahora: las series. En algún punto son un reemplazo de las novelas de la época que mencionás, pero también ese consumo es diferente.
—Sí, es diferente porque no implica compromiso. La serie es ponerse frente a la pantalla y la lectura que implica más compromiso con el texto. Como decía antes, el texto no es solo del autor, el texto es del autor y del lector. Lo que el lector pueda procesar del texto termina siendo el texto. Un texto que lo escribo pero no es leído por nadie es como la pregunta filosófica de si un árbol cae en el medio del bosque donde no hay nadie, ¿hace ruido? Uno puede decir que sí, pero en realidad nadie lo escucha. La sensación sonora está en el oído de la persona, no en el aire. Y con la lectura pasa un poco eso: implica un involucramiento del lector. Las series no, o no tanto. Uno puede poner la serie y prestar más o menos atención. La lectura es mucho más interesante porque uno participa como lector. Sobre todo hoy que la gente tiene la atención muy corta. No podemos ver más de un video de tres minutos en las redes sociales porque queremos ver otro. Cada vez son más cortitos. La lectura implica darse su tiempo.
—¿Y la escritura? ¿Qué tiene como actividad que en vos resulta indispensable, si es que lo es?
—A mí me encanta escribir, me gusta mucho, incluso plásticamente, y me hace muy bien la cosa artesanal de ir descubriendo los párrafos y las oraciones, ir moldeándolos, ver cómo ahí, donde no había nada, en la hoja en blanco, de pronto aparece algo y un año después por ahí hay un libro. Es muy linda esa sensación. El otro día un amigo que medita todas las mañanas me decía: “Vos tenés que meditar”. Yo trato y trato y no puedo. No puedo poner la mente en blanco, te juro que no puedo; se me pasan palabras por la mente... no puedo. Y después pensé: bueno, mi forma de meditar tal vez es escribir, donde pongo la mente en blanco de otra manera. A veces me preguntan cómo escribí tal cuento y la verdad que no me acuerdo. Es una especie de trance. Después lo puedo reconstruir, pero no sé bien cómo se hace. Cuando escribo algo que no es ficción ahí uno puede pensar más. Pero cuando escribo ficción es como que de pronto algo se genera en tu mente, se pone en blanco o de un color medio extraño que te hace escribir. La meditación como escritura también aplica a la lectura. Es un viaje totalmente diferente al de lo audiovisual. En un punto se puede parecer un poco a la música. Un viaje por fuera del tiempo. Por ahí en el cine, en pantalla grande, hay un poco de eso también. Yo me acuerdo cuando era chico que salía del cine y eran las seis de la tarde pero pensaba que eran las diez de la noche. Con la lectura pasa un montón. Ricardo Romero, por ejemplo, un amigo, un escritor que publica novelas muy largas, escribió Rip, rip: mil páginas y letra chiquitita. Admiro a alguien que se ponga a escribir eso y que confíe en que va a haber lectores, y que después los hay. Es admirable, porque es ir contra la corriente de lo que de lo que debería hacerse.
—Volvamos a Borges. Decías que al releerlo le encontraste cosas nuevas. ¿Por qué creés que ocurre eso con él y no con otros escritores canónicos?
—¿Por qué sucede eso? Porque es un genio. No podría explicarlo muy bien pero es verdad que uno puede leer un texto y encontrar nuevos sentidos. Los textos tienen muchas capas de sentidos. Por ahí encontrás una palabra o una frase que te remite a otro texto y decís: éste lo metió acá para que yo en algún momento me dé cuenta de eso. Antes hablaba de un texto que se llama “Tema del traidor y del héroe” y hace poco se encontró en la Biblioteca Nacional, donde trabajó Borges. durante mucho tiempo, un manuscrito en medio de un libro que no se abría hace cincuenta años o más. En ese manuscrito Borges escribió un final diferente a ese cuento. Cuando me enteré de esa historia, porque ese final lo escribió después de la publicación del libro, pensé: este guacho dejó eso a propósito para que alguien sesenta años después lo descubra, y todos, o quienes conozcan, o quien quienes queramos ponernos en esa tarea, le demos un nuevo significado al cuento que había escrito. Esto lo pongo como ejemplo de lo que pasa en Borges: uno lee y se puede resignificar el texto mucho tiempo después o incluso resignificar otros textos de él. Y siempre es muy interesante lo que hace con las citas. Hay muchas citas que son falsas, de autores que no existen. De repente cita un libro y quizás ese libro y ese autor no existen y uno se puede volver loco buscándolo. Ahora es más fácil con Google, pero si alguien que leía en la década del decía ¿y éste quién es?, lo buscaba en la biblioteca y no estaba. Ese es un juego que hace mucho con la erudición. Como si dijera: yo soy erudito, sí, pero también juego con vos para que vos creas eso, o dudes o te hagas preguntas al respecto. Así que es muy interesante leer a Borges. A mí más que nada me gustan los cuentos, también los ensayos, los poemas un poco menos, pero soy muy fanático de todos sus cuentos, que no son tantos.
—Un tema recurrente en Borges es el doble. Y el cuento donde lo tratás es “El sol anaranjado”. Pasa el tiempo, cambia el contexto y el tema sigue interpelando de forma muy fuerte, sigue desequilibrando.
—”El sol naranja” es un cuento que había pensado para el libro anterior, pero por la temática del doble y la identidad era muy borgeano. Es un tema muy interesante porque, como decía Whitman, justo ahora traduje un canto, en Hojas de hierba: “no soy único, contengo multitudes”. Cada persona contiene multitudes en sí misma, entonces el doble es uno mismo y su contracara. Eso también está en “Historia de Juan Brunello”, el último cuento del libro. Hay un cuento de Borges, “El otro”, donde que se encuentran el Borges de cuando tenía 20 años y el de 70. El de 20 era comunista y le acaba de escribir una oda a la Revolución Bolchevique. El de 70 era conservador y, de tan liberal, anarquista. Son dos personas que, por un lado, tienen mucho en común, y por otro lado, son totalmente diferentes. El grande se burla del joven, el joven desprecia al grande y son la misma persona al mismo tiempo. No hay un diálogo posible, pero no se refiere a que tenían ideas diferentes, sino porque eran demasiado parecidos. Y cuando uno habla con alguien demasiado parecido no hay una dialéctica. También pasa en el cuento “Veinticinco de agosto de 1983″, que se encuentra el de 80 con el de 60: dos personajes diferentes y al mismo tiempo el mismo personaje. Es muy interesante. Y esto de las ideologías de Borges también: Borges fue comunista, radical, conservador, antiperonista. ¿Cuál es entonces Borges? Cuando la derecha te dice “Borges es nuestro porque era de derecha”, no, Borges fue todo. Y si no leíste a Borges no tenés autoridad para apropiártelo. Generalmente los que dicen eso son los que escucharon alguna entrevista que hablaba de tal cosa pero no lo leyeron. Escribió Ficciones antes de la existencia del peronismo. Vincular a Borges con el antiperonismo es algo medio extraño, porque lo que pensaba él en su vida privada es una cosa, pero su obra es mucho más grande que eso. Siempre la obra supera al autor.
—¿Y qué pasa con el Borges de Bioy? ¿Con qué te encontraste en ese diario?
—El chusmerío siempre es interesante. A mí me gustó leerlo pero no es el Borges que me cae más simpático. Un ejemplo es cuando hablan de los fusilamientos del 56 de la Libertadora a militantes peronistas, hablan de una forma tan liviana de eso. Esto causó mucha aflicción, no habría que volver a repetirlo. No le ponían el peso que había que ponerle y de alguna manera lo justificaban porque venían de la “dictadura peronista“ y eso hablaban de eso con una liviandad increíble. Uno es uno y sus circunstancias. Borges fue una persona de determinada clase social, vivió en determinado contexto social, con determinado círculo de amistades. Pero ese es el Borges ciudadano, es el menos interesante para mí. La obra supera siempre al autor, incluso a la idea del autor al escribirla. En “Emma Sunz” hay una obrera textil que mata a su patrón. No parece el cuento de un tipo conservador. Es que uno nunca sabe lo que está escribiendo. Borges hizo “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829 – 1874)” donde retoma el Martín Fierro y no concuerda con su ideología. Yo separo siempre obra de autor.
—A diferencia de lo que suele proponerse con el padre, con la ley, en este caso el gran autor literario, vos decís que no hay que matar a Borges. De hecho, en este libro hacés todo lo contrario.
—Esa frase podría tener algún tipo de lógica para los autores que escribían cuando Borges empezó a ser muy famoso, en los sesenta o setenta. “No nos copiemos de este” o “no leamos tanto a este para no parecernos a él”, porque estaba muy en auge. Ahora, en cambio, no sé si han leído tanto a Borges. En esa época era muy leído. Por eso aquellos autores podían tener esa idea de ser rupturistas, de querer superar a Borges. Yo creo que pasado el tiempo esa idea no tiene mucha lógica. Incluso hay que leer a Borges, hay que aprender de Borges. Es como decir “hay que matar a Maradona o a Messi”. No, hay que aprender de Maradona y de Messi. Lo que pasa es que en el fútbol es un juego. Si bien es en equipo, el individuo Maradona y el individuo Messi hicieron lo suyo. En la literatura se puede dialogar con autores. Borges lo hizo con otros autores y así uno puede retomar y dialogar y los textos se van a resignificando, y las interpretaciones también. No, no hay que matar a Borges, hay que leerlo.
[Fotos: Adrián Escandar]