No queda claro el límite exacto del South Side, en Chicago. Como toda frontera, más que un límite físico, es resultado de una construcción simbólica. Sobran ejemplos en la historia argentina: Sarmiento, entre otros, veía el desierto del otro lado de la civilización. Por las noches, para matar el tiempo, miro Shameless. Que me sobre el tiempo es un milagro de época. Todo el mundo vive a las apuradas, contra reloj, en estado de adicción a los resultados. Shameless, protagonizada por William H. Macy, es una caricia a la ineptitud. Frank tiene seis hijos, no trabaja, comete toda clase de ilegalidades menores para conseguir plata, y se emborracha sin ninguna cautela.
Confeccionado por los sastres de la industria del guión, el personaje le queda tan bien que costaría imaginarlo en el rol de hombre exitoso. Lo vimos como el farsante vendedor de autos en Fargo, de los hermanos Coen. Y en el genial papel del ex niño prodigio en Magnolia, de Paul Thomas Anderson. Además del encanto que produce el patetismo (robo la frase a Borges), miro Shameless porque vivo en el South Side. Jamás entenderé por qué me provoca fascinación reconocer las locaciones de la pantalla: el hospital Rush, la calle Halstead, las vías del EL (el tren anfibio que se vuelve subte), el bipolar Lago Michigan, y el elegante skyline de la ciudad en la que vivo seis meses al año.
Postularé lo que sigue como una coincidencia: también tenía entre manos Los hermanos Tanner, del escritor suizo (que escribía en alemán) Robert Walser. Sus obras están plagadas de lúmpenes. Simón Tanner, el protagonista, no sirve para nada. Rebota de empleo en empleo, se hace alimentar por la caridad de su hermana, trabaja de mucamo (en la traducción de Siruela dice “amanuense”), y le sobra talento para el vagabundeo. No ahorra ni una moneda, y aunque reconoce el valor del dinero, entiende que su destino es el cultivo de la precariedad económica y espiritual. Con un humor que seguramente sedujo a Kafka, que era lector suyo, Walser hace un elogio de la desdicha. Una coincidencia, pensé, leer Los hermanos Tanner mientras consumía, obedeciendo la etiqueta de la década, los sabrosos capítulos de Shameless.
Pero el plato fuerte es otro. Hace unos días, el Festival Internacional de Cine de Chicago proyectó Los delincuentes, la última película del cineasta argentino Rodrigo Moreno. La obra anuncia desde el título que habrá problemas con la ley: un robo de un banco perpetrado por uno de sus personajes walserianos, en este caso, Morán.
Moreno urde anagramas. El planteo, que no hace peligrar el disfrute de quienes no la hayan visto, es el siguiente. Morán (Daniel Elías), el tesorero del banco, hace una angustiosa cuenta matemática. Si trabajara los veinticinco años hasta retirarse, ganaría 300.000 dólares. Se le ocurre una solución. Llega el viernes, es fin de semana largo, todo el mundo quiere irse. Sus colegas también están pasteurizados por la rutina. Morán junta coraje, atraviesa pasillos, abre rejas, destraba bóvedas. Roba el doble de plata, 600.000 dólares, las mete en un bolso, y le propone un plan imperfecto a su compañero de trabajo. Román (anagrama de Morán, y casi de Moreno, encarnado por Esteban Bigliardi) escucha la propuesta. Le ofrecen la mitad del dinero a cambio del ejercicio de la paciencia. Tiene que esconder el botín durante los tres años y medio que durará la condena después de que Morán se entregue a la policía.
Esto es una película: Morán acepta, y todo va bien, hasta que no tanto. Asistimos a la especulación, a hacerse espejos. Por un lado, Morán se vuelve tumbero para sobrevivir a la cárcel. Por el otro, Román se siente igualmente encerrado en el banco, convertido en prisión. Foucault llamó a ciertos espacios (hospitales, cárceles, escuelas) “heterotopías”. Moreno, sin ánimos de teorizar, las utilizó para la lírica de Los delincuentes. Una enumeración simple confirma que no estoy exagerando: ambos, el banco y la cárcel, tienen rejas, rutinas, autoridades, roles y horarios que cumplir. Un hallazgo accidental, según me confirmó después Moreno, cuando tomábamos algo a la salida del cine, se convirtió en circunstancia brillante: ante la renuncia de un actor, Germán de Silva ocupó los dos roles jerárquicos. Jefe en el Banco (“Del Toro”) y jefe en la prisión (“Garrincha”).
Román, que no está literalmente preso, no parece mucho más libre que su cómplice. En el banco desconfían de él. Como no pueden condenarlo, le hacen la vida milimétricamente imposible.
Los delincuentes dura tres horas, es una comedia negra, un policial, un ensayo sociológico sobre el mundo del trabajo (tema que Moreno trata en varias obras) y un elogio del oficio artístico. El tercer reo, en lujosa prisión, es el espectador. La película te condena al encierro del cine, en la butaca, sin celular ni distracciones. La que se distrae, como un personaje de Walser, es la película. Doy algunos ejemplos. En la cárcel, el jefe hace un elogio del tiempo. Privados de la libertad, pero también protegidos de los artefactos provocadores de insomnio y déficit atencional, los reos se vuelven contemplativos. Moreno fabrica un idilio carcelario que remata en la aparición de Sensei Casas leyendo La gran salina, de Zelarrayán.
Simón Tanner es un inútil. Morán, pero también Román, se enrolan en las filas de los ociosos carentes de finalidad. Los delincuentes superpone geografías. Moreno filma con mucho placer la velocidad de Buenos Aires en un inicio que recuerda a las imágenes de Milán en El eclipse, del itálico pope de la dilatación. A esto contrapone el idilio rural en las sierras de córdoba. Como Tanner, la película abandona la obligación laboral de narrar en orden, sale de paseo, toma baños lacustres, come frutas, se tuesta al sol. Moreno llena los minutos con charlas insensatas y juegos inútiles: vacaciona. Propone formas alternativas del placer audiovisual.
A veces, en Shameless, Frank aparece dormido en la nieve. Es una coincidencia: Robert Walser murió así, desmayado en la nieve, en mitad de uno de sus paseos. Estas noches, hasta que me canse, seguiré viendo Shameless. En tiempos de plataformas de contenidos, capítulos cortos y transparencia perfecta, las tres felices horas de Los delincuentes se rebelan contra la eficacia, son una invitación a la pérdida, y recuerdan (contrario a lo que sugiere un personaje secundario) que el cine, por suerte, no ha muerto.